viernes, 28 de diciembre de 2007

¡FELIZ 2008!

Con este número, cerramos el año 2007.
Esperamos que, en los doce meses que vienen, ustedes, lectores, obtengan todo lo bueno que desean. Ah, y lo más importante: que lo aprovechen.
Gracias de nuevo por venir aquí con frecuencia y por esa amistad que va más allá de las palabras.
¡Feliz llegada del 2008!

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En este número van dos textos: uno mío, de mi libro Ciencia para leer, aparecido este año. Su título: “Americanos que colonizaron a Europa”. A continuación, un excelente texto del escritor italiano Claudio Magris, sobre esa terrible costumbre que tienen algunos escritores de despreciar a sus colegas.
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AMERICANOS QUE COLONIZARON A EUROPA

En esta nota no vamos a hablar de los deportistas de América que han triunfado en el llamado Viejo Continente, sino de aquellos vegetales que, después de la llegada de Colón a nuestras tierras, conquistaron los paladares europeos.

La historia de nuestro continente americano apunta que, a partir de 1492, miles de europeos –principalmente, españoles y portugueses–, colonizaron el territorio que comienza en la Patagonia, próximo a la Antártida, y concluye en Groenlandia, en las cercanías del Círculo Polar Ártico.
Ese proceso de colonización incluyó la imposición de un idioma, una religión y una idiosincrasia que, queramos o no, hoy forma parte de nuestro ser más profundo, ese que nos identifica como americanos.
Pero, a la par de este proceso colonizador, en dirección opuesta, es decir, de América para Europa, también hubo un avance de gran importancia, sólo que en este caso los espacios conquistados fueron las cocinas, las mesas y el paladar de los habitantes del Viejo Continente.

Las ocho fantásticas
Ocurrió que, en las décadas y siglos que siguieron al gran encuentro cultural de 1492, ocho plantas del continente americano se lanzaron a la conquista del mundo.
Estas ocho plantas que conquistaron el mundo, desde los inicios del siglo XVI hasta ahora, fueron las siguientes: el maíz, la papa, el tomate, el cacao, la piña, la vainilla, el ají y el chicozapote, del que se obtiene el chicle.
Hubo y hay una novena planta americana que también conquistó a Europa y al resto del mundo, pero de ésta no podemos sentirnos orgullosos.
Se trata, obviamente, de la planta cuyo consumo ha ocasionado más muertes que ninguna otra, en la historia de la humanidad: el tabaco.
Otras plantas que fueron empleadas con tanta o mayor frecuencia que las mencionadas por los incas, los aztecas y otros pueblos indígenas americanos, también viajaron sobre el Atlántico, pero no corrieron la misma suerte y hoy son casi desconocidas.
Entre ellas, estuvieron el amaranto, la chufa, el arracachá, la chirimoya y la quinua.
La materia de la que estamos hechos
El maíz ha tenido tanto peso en la alimentación de nuestro continente que puede decirse que es el cereal más consumido en el mismo.
Pese a la influencia europea de los últimos cinco siglos, el trigo, que es el cereal por excelencia del Viejo Continente, nunca ha podido desplazar al maíz como el principal alimento en la mayoría de nuestros países.
Tampoco el arroz, que es el cereal más importante de Asia, ha podido superar la preferencia que los americanos tenemos por el maíz.
Dicho en palabras del Premio Nóbel de Literatura guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, somos hombres de maíz pues, según el Popol Vuh, el libro sagrado de los maya quiché, estamos hechos de esta sustancia.
Otras tres plantas del continente americano que se instalaron en las cocinas de Europa y el resto del mundo fueron la papa, el tomate y, el más exótico de todos, el cacao, de donde se obtiene esa delicia irresistible que es el chocolate.
También ha tenido gran difusión el chicozapote, pues de él se obtiene el chicle.
En este recuento no podemos olvidar el papel de embajadores del sabor americano que han cumplido la piña, la vainilla y el ají, infaltables hoy en la mayoría de las cocinas del mundo.
El malo de la película
Para cerrar, haremos referencia a la novena planta que ha dado renombre al continente americano: el tabaco.
Éste fue cultivado por diversas etnias indígenas de nuestro continente y usado con fines exclusivamente rituales; mas, al darse a conocer al mundo, constituyó el punto oscuro de la gloriosa historia vegetal de América.

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Literatura y veneno
Cuando los escritores destruyen a sus colegas

Claudio Magris

Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido recicladas; entretanto, para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; La Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.
Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos, desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo éste— muestra el escenario literario (y en general el artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político. Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya, metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle nada a Beethoven y que se puede y se debe amar a la vez a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett.
Como en la casa del Padre, según el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?
Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas que, al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres dedicados a las Musas. La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían citar.
Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.
El arte ilumina a fondo estas contradicciones y, para hacerlo, está obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.
El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas y también en las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace Nabokov, es un craso tropezón.

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Traducción de María Teresa Meneses.
Texto tomado de Il Corriere della Sera , 14 de julio de 2006 y por mí de ddooss, la página web de la Asociación de Amigos del Arte y la Cultura de Valladolid.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Desde este espacio, quiero desear a todos los que se detengan aquí unos días navideños estupendos, a la altura de sus deseos.
A la par, quiero darles las gracias por arribar y amarrar sus naves, de vez en cuando, en este puerto literario.
Hoy les dejo un cuento, “El elector perfecto”, perteneciente a mi libro inédito de minificciones El último rastro del fuego. A continuación, una información que recibí hace cuatro días y que me pareció tanto inquietante como interesante.
Espero que la reunión de ambos textos sea de su agrado.
Ah, una última cosa: el de la foto soy yo. !FELIZ NAVIDAD!
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EL ELECTOR PERFECTO


El candidato a alcalde transpuso el umbral de la trigésima o centésima puerta de la tarde. Desde hacía rato, había perdido la cuenta. El calor, el cansancio y un cierto malestar que él recubría con sales de demagogia pugnaban por hacerlo retroceder y abandonar la cruenta búsqueda de votos.
Desde un espacio oscuro al que su visión aún no penetraba, llegaban a su nariz tufaradas de miseria. Tras una ligerísima indecisión, el candidato a alcalde se sobrepuso al hálito repulsivo que manaba de la construcción y entró en ella.
Sus acompañantes conversaban y voceaban consignas a sus espaldas, mientras él avanzaba a ciegas.
Al fin, se detuvo, al percibir una serie de nuevas puertas, una de las cuales se hallaba abierta.
Varias voces adultas que de inmediato contabilizó como probables votos, le hicieron aproximarse.
Tras tocar el timbre y golpear la madera en tres oportunidades, se introdujo en el pequeño recinto. Mientras daba la mano y sonreía a los presentes -tres mujeres, un hombre y un niño-, asomó su nombre como un dios que garantiza el futuro.
Cuando quiso consignar sus promesas, observó que el niño se tomaba, sin protestar, seis cucharadas de aceite de ricino. Su asombro fue advertido por el padre, quien dijo, jactancioso:
-Es un niño muy dócil: traga todo lo que le dan.
El candidato a alcalde suspiró y dijo:
-Lástima que aún no tenga edad: en el futuro, será el elector perfecto.
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LA ERA DE LOS ESCRITORES FANTASMA

Jesús Ruíz Mantilla

Obras con firmas de identidades desconocidas toman las librerías en España - Wikinovelas en la Red y nuevos géneros de creación compartida están de moda.

Víctor Saltero no tiene cara. Ni se la vamos a ver nunca. Pero ha vendido casi 100.000 ejemplares de sus libros Sucedió en el Ave, El amante de la belleza o Desde la ventana.
Luther Blissett era un jugador de la Liga italiana que jamás marcó un gol. Pero también es la firma que aparece en la novela Q, elaborada por un colectivo de creadores boloñeses que ahora han cambiado su identidad: se dicen llamar Wu Ming, que en chino significa "sin nombre". Su última novela, Manituana, ha vendido ya en Italia 200.000 ejemplares.
Son dos ejemplos de la nueva crisis de la autoría. Dos experiencias surgidas en estos nuevos tiempos en los que las historias interesan más que las firmas que las crean. Otra de las sacudidas que nos tenía preparadas Internet y que ha prendido con tal fuerza en la Red que habrá que estar atentos hacia dónde nos lleva.
Por lo pronto, muchos autores se han puesto las pilas, sobre todo los más jóvenes, que se han lanzado al pozo de la autoría compartida. Algo que ha dado lugar a un nuevo fenómeno que muchos empiezan a llamar género, la wikinovela. Lo han hecho ya Hernán Casciari, Espido Freire o el más experimentado Juan José Millás. Son historias creadas en construcción con gente en la Red. Un autor lanza un argumento y el resto lo completa.
Aunque Millás tiene sus dudas. "Me he vuelto a tropezar con alguna novela en la que he participado por Internet. No tengo mucha confianza en ellas porque la importancia de toda obra es lo que no se ve, el sistema nervioso, lo que le da un sentido y está por debajo. En estas cosas se compite por ver quién es el más ingenioso y no resultan eficaces", comenta Millás. "Puede salir bien si lo coge alguien al final que afianza el punto de vista, el orden", añade.
Pero las autorías compartidas no son nuevas. "Ya se han hecho en papel y han sido un desastre. Aunque se me ocurren otras autorías compartidas en la historia que son obras maestras. En la televisión, Los Soprano o en la Edad Media, los que construían catedrales, pero precisamente les salía bien porque atendían a lo interno más que a lo externo", dice Millás. De todas formas, y con sus reservas, avisa: "Habrá que estar atentos al fenómeno".
Pero la Red y la publicidad más agresiva se convierten en cómplices de misterios por desvelar en cuanto a las autorías. Sin duda, alentados por legendarios nombres de la literatura universal que también se esconden. Como B. Traven, el anarquista alemán que acabó en México escribiendo El tesoro de Sierra Madre o El barco de la muerte, a quien nunca se vio en público; como J. D. Salinger o Thomas Pynchon, aún hoy a resguardo de los focos bajo una aureola de culto. También los hay que se desdoblan en dos firmas, como William Irish, también conocido como Cornell Woolrich, algo que ahora practican John Banville, que es Benjamin Black para sus novelas negras, o Gore Vidal, que firma Edgar Box también para sus piezas policiacas.
Quizás es lo que busque Víctor Saltero, que se lanzó paradójicamente a la fama con un thriller, titulado Sucedió en el Ave, apoyado por una más que espectacular campaña publicitaria y que adopta el nombre de uno de sus personajes. José Sánchez Cervera, editor de Imser Siglo, sigue el juego de su identidad camuflada: "Tenemos ocho novelas suyas que iremos sacando. Es un autor estupendo para nosotros, muy diferente", dice. ¿Se le puede entrevistar? "No, lo siento, ya nos gustaría que hiciera promoción, nos vendría mucho mejor y evitaría problemas, pero no nos lo permite, incluso consta en su contrato. No podemos desvelar su identidad". Poco más se le puede sacar. Que es empresario, que no tiene problemas de dinero, que escribía por afición, que vive retirado de casi todo... Un misterio.
No es el único. En la última gran inundación del mercado con historias trepidantes, de pura evasión, sin grandes deseos de notoriedad por parte de quienes las elaboran, los editores y los agentes convencen incluso a los escritores para que se cambien el nombre por otros que tengan, a poder ser, resonancia anglosajona. Resulta mucho más fácil introducirles en el mercado internacional si a un escritor llamado Jesús Bodas se le cambia el nombre por Andrea Weddings, por ejemplo. Quién sabe cuántos ejemplos parecidos habrá desperdigados por ahí; y, al revés, como hace el español Juan Eslava Galán, que en el extranjero firma como Nicholas Wilcox.
Existen otras experiencias más agresivas, que incluso van acompañadas de una filosofía, una nueva manera de reivindicar diferentes formas de creación con nuevas luchas como la del copyleft, es decir, lo contrario a los derechos de autor tal y como se conciben hoy. La bandera del derecho compartido la alzan colectivos como el antiguo Luther Blissett, hoy Wu Ming.
Claudio López Lamadrid, editor de Random House Mondadori, sacó al mercado Q, su primera novela. "Son un grupo muy activo en Internet que no quieren aparecer en fotografías pero que cuidan muchísimo lo que hacen. Cuidan las traducciones de manera obsesiva, por ejemplo", afirma el editor.
Los integrantes que hicieron Q se definieron como "terroristas intelectuales". Entre otras cosas, con esta novela, ambientada en el siglo XVI, perseguían conectar a sus lectores con la historia de dos hombres encerrados en una habitación, sin que ninguno de los dos supiera quién era el otro. De Luther Blissett, cambiaron a Wu Ming. Con éxito. Bajo esa firma han publicado 54 y Manituana.
Son cinco: Roberto Bui, Giovanni Cattabriga, Lucca Di Meo, Federico Guglielmi y Riccardo Pedrini. "Escriben también por separado con sus propios seudónimos numerados: Wu Ming 1, 2, 3, 4 y 5. Aunque cuando son más eficaces es con sus historias en grupo, tienen mucha más gracia así", afirma López Lamadrid.
Pero su objetivo va más allá de la propia creación. Pretenden replantear en el siglo XXI la figura del autor y del narrador. Para ese fin han creado una lista de derechos y deberes, entre los que cabe destacar algunos. Entre los deberes: "El narrador tiene el deber de no creerse superior a los demás". "El narrador tiene el deber de no confundir la fabulación, su misión principal, con un exceso de autobiografismo obsesivo y de ostentación narcisista". Entre los derechos: "El narrador tiene derecho a no aparecer en los medios de comunicación". "El narrador tiene derecho a no fingirse experto en ninguna materia". "El narrador tiene derecho a oponerse con la desobediencia civil a las pretensiones de quien (editores incluidos) quiera privarle de sus derechos".
Wu Ming o el fenómeno de las wikinovelas representan tendencias con gancho. Interesan y dejan en evidencia lo que, según Javier Celaya, uno de los impulsores de Dosdoce, una revista cultural de la Red con mucho prestigio entre los editores y círculos del arte por sus informes sobre la utilización de la Red en la creación, cree que es una crisis de la autoría. "Las personas que se mueven por Internet en ámbitos de creación literaria ya no están obsesionadas con la firma propia. Comparten su autoría, les interesan las historias, el resto les da igual", asegura Celaya.
Estas formas de trabajar, además, crecerán. "Todavía no me atrevo a llamar a esto género, quizá falta tiempo para que sea considerado como tal, pero es una tendencia que crece y que no sabemos dónde acabará, ni qué horizontes nos va a abrir". Varios autores parecen preparados ante los nuevos retos de la Red. Los editores, no tanto, según Celaya. "Hay ejemplos aislados, iniciativas que empiezan a cuajar, van mejorando su relación con este mundo, pero hasta hace muy poco han sido completamente ajenos a ella. Deberían aprender de lo que en el campo discográfico ha supuesto la aparición de Internet, porque empiezan a tener los mismos problemas que tuvieron los editores de música hace años", avisa.
De hecho, podrían tomar nota de algunas iniciativas como las Keitai bunko, de Japón. Novelas que circulan por teléfono móvil. Un soporte inagotable. Una mina desde la que cualquiera puede sentir ya la llamada de una historia.
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Tomado de la edición digital de El País, del 17/12/2007. Suministrado por el boletín de abastodenoticias.com de la misma fecha.

viernes, 14 de diciembre de 2007

PROTAGONISTA: FRANZ KAFKA

En 2002, hice un programa de radio titulado “Pasaporte a la ternura”, como parte de la serie que, durante catorce años, hice para la Universidad Simón Bolívar y el Canal Clásico de la Radio Nacional de Venezuela, cuyo nombre genérico era Mágico y Maravilloso.
En dicho programa, referí tres anécdotas que, como explico en su introducción, hablaban de episodios de ternura en la vida de dos escritores -James Matthew Barrie y Franz Kafka-, y un actor, el comediante francés Fernandel.
Desde entonces, me quedó la idea de utilizar dos de ellas, las protagonizadas por Fernandel y Kafka, como ideas para textos literarios. La de Fernandel en un cuento y la del autor de La Metamorfosis en una novela corta.
Pero pasaron cinco años y sólo recientemente, mientras preparaba el tercer volumen de relatos de mi personaje Teresa –Los hermanos de Teresa-, utilicé el episodio de Fernandel, que presento en esta edición de Caravasar.
La otra idea la ataqué varias veces pero en ninguna de ellas me satisfizo lo escrito. La última fue a finales de febrero e inicios de marzo de este año, 2007. Entonces, produje unas quince páginas a mano que tampoco me gustaron.
Sin embargo, en esta última tentativa me aparté del episodio vivido por Kafka y empleé para contarlo otros personajes llamados Alfredo (un escritor sin ideas) y Nora (una niña a la que se le habían perdido otras dos muñecas).
Dos veces, a lo largo del tiempo transcurrido hasta ahora, retomé la escritura de esa novela corta. Pero, aunque la idea la tenía clara en la mente, a la hora de ponerla sobre papel –aún escribo a mano y luego transcribo a la computadora–, no me gustaba.
Tenía pensado retomar la historia ahora en diciembre, cuando esta semana leí la noticia de que la historia –con Kafka como protagonista–, ya había sido contada, nada menos que por el estupendo escritor catalán Jordi Sierra i Fabra y que le había proporcionado el Premio Nacional de Literatura para Niños y Jóvenes de España.
Curiosamente, en vez de molestarme, me pareció que lo sucedido era una lección no sólo para mí sino para cualquier escritor: las ideas, una vez en posesión nuestra, hay que llevarlas lo más pronto al papel, especialmente, si tienen su origen en una información de prensa.
Tampoco me molesté porque sé que Sierra i Fabra es un notable autor de libros para niños y jóvenes al que he leído con gusto, pues sabe escribir para estos públicos con gran maestría.
Creo que sí me habría molestado en el caso de que quien hubiese usado esa extraordinaria anécdota para convertirla en libro la hubiera desperdiciado en cursilerías o para ofrecer una –valga la irónica redundancia-, moraleja moralizante.
Como no he visto la novela en ninguna librería venezolana, no la he leído pero considero que un autor como Jordi Sierra i Fabra debió sacarle el mayor partido posible. Prueba de ello es el premio obtenido, al cual él había optado sin resultado positivo en siete u ocho ocasiones.
En vista de ello, busqué su web oficial y allí encontré el segundo capítulo de dicha novela que presento más abajo. Antes, muestro el guión del programa de radio al que aludí anteriormente, así como el cuento de Los hermanos de Teresa, en el que utilizo la anécdota de Fernandel. También la noticia sobre el premio a Jordi Sierra i Fabra.
De todos modos, la idea de la novela corta, con personajes diferentes a los de la anécdota real, la mantengo y espero concluirla un día de estos.
Como todas las semanas, espero que el material seleccionado le guste, amiga o amigo lector.
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MÁGICO Y MARAVILLOSO

Programa No. 1810.
Pasaporte a la Ternura.
Lunes 16 de Septiembre de 2002.


LOCUTORA:
¿Sabe Usted qué notable acto de ternura hizo en 1923 -pocos meses antes de morir-, el escritor checo Franz Kafka?

OPERADOR: PRESENTACION

LOCUTORA:
Según la noción machista predominante en nuestra sociedad, la ternura es una manifestación exclusivamente femenina y los hombres que la expresan no son enteramente hombres.
Obviamente, tal noción es absurda pues la mayoría de los padres se muestran tiernos con sus hijos y casi no hay un hombre que, al hallarse con su pareja, no recurra a actos, gestos y palabras de ternura para manifestar su cariño.
Para demostrar que las damas no monopolizan la ternura, en los minutos que siguen presentaremos tres anécdotas protagonizadas por hombres, en los que éstos realizan o participan de actos que sólo cabe calificar de “tiernos”.
El primero protagonizado por el dramaturgo y novelista James Matthew Barrie, creador de Peter Pan; el segundo por el comediante francés Fernandel y el tercero por el escritor checo Franz Kafka.

OPERADOR: Cortina.

LOCUTORA:
Cuando a mediados de la década de los Veinte, el escultor inglés George James Frampton concluyó su célebre estatua de Peter Pan e iba a colocarla en Kensington Gardens, en Londres, el dramaturgo y novelista James Matthew Barrie, creador del famoso personaje que no quería crecer, le hizo un petición: que el emplazamiento de la escultura se realizara de noche.
Cuando Frampton le preguntó la razón de tan curiosa solicitud, Barrie le contestó:
-Es que quiero que, al verla de un día para otro, los niños piensen que las hadas la han puesto allí.
Para cumplir con la petición de James Matthew Barrie, fue necesario contratar una gran cantidad de obreros y una grúa.
El trabajo de colocación de la estatua de Peter Pan se inició en la noche y concluyó en la madrugada y, en efecto, cuando los niños pasaron al día siguiente por allí se sorprendieron gratamente ante lo que consideraron un maravilloso acto de magia.

OPERADOR: Cortina.

LOCUTORA:
Fernandel, el destacado comediante francés que vivió entre 1903 y 1971, se hizo célebre entre otros papeles por el de “Don Camilo”, un cura bonachón creado por el escritor y humorista italiano Giovanni Guareschi.
En una ocasión, cuando se hallaba en Italia filmando precisamente la película titulada Don Camilo, Fernandel tuvo que abandonar por unos minutos el estudio cinematográfico y salir a la calle trajeado con la sotana del personaje.
De improviso, una niña que llevaba una muñeca en brazos se le acercó y le pidió:
-¡Padre, bendígame!
Fernandel no quiso engañarla y le dijo:
-Mira, niña, aunque me veas vestido de sacerdote, en realidad no lo soy. Yo...
En ese momento, la niña lo interrumpió:
-Pues si Usted no es un sacerdote de verdad, entonces bendiga a mi muñeca, que tampoco es una niña verdadera.

OPERADOR: Cortina.

LOCUTORA:
En 1923 y pocos meses antes de morir, el escritor checo Franz Kafka iba por una calle de Viena, cuando encontró a una niña que lloraba porque había perdido su muñeca.
Kafka se conmovió ante el llanto de la niña y le dijo que, en efecto, la muñeca se había ido y que él la había visto cuando se marchaba.
Le dijo, además, que la muñeca había hablado con él y había prometido que le escribiría a su dueña, para contarle cómo le iba.
La niña se tranquilizó y, en las semanas siguientes y hasta que Kafka fue hospitalizado, recibió varias cartas en las que la muñeca la contaba las aventuras que estaba viviendo.

OPERADOR: DESPEDIDA

Tiempo estimado de lectura del texto: 4'09"
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BENDICIÓN DE MENTIRAS

Una tarde en que Teresa andaba con mamá por el Centro Comercial El Recreo, vieron a un grupo de actores y actrices grabando un capítulo de una telenovela.
Uno de los actores estaba disfrazado de sacerdote católico y mi hermana, al verlo, recordó que la abuela le había dicho que a los padres se les pedía la bendición.
En cierto momento, el actor vestido de sacerdote pasó por donde estaba Teresa, con una muñeca que mamá le acababa de comprar.
–¡Bendición, padre! –dijo mi hermana tímidamente, pero el actor la escuchó y se volvió hacia ella:
–Perdona que no te dé la bendición, nena, pero yo no soy un sacerdote de verdad.
–¡Ah, bueno –respondió Teresa–, entonces bendiga a mi muñeca!

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Un libro sobre Kafka de Jordi Sierra
gana el Nacional de Literatura Infantil



MADRID. El escritor barcelonés Jordi Sierra i Fabra ganó ayer el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, concedido por el Ministerio de Cultura, con su obra Kafka y la muñeca viajera, una novela que recrea un episodio real de la vida del escritor checo.
El escritor reconoce que el galardón era "muy ansiado" por él, pues ya había optado al mismo "en siete u ocho ocasiones", y también porque a lo largo de su vida ha "luchado mucho por los libros para niños", a través de una fundación de apoyo a la literatura infantil que lleva su nombre. "La gente cree que todos son iguales pero no, éste es el nacional, me lo da mi país y es muy especial para mí", dice.
Autor de 315 libros, Sierra está orgulloso de ser "el escritor vivo que más obras ha publicado en España, según consta en el ISBN", y de figurar, junto a nombres como Bécquer, Pío Baroja o García Lorca, entre los diez autores más leídos en los centros escolares españoles, según datos del Ministerio de Cultura.
La obra premiada, publicada por Siruela, se inspira en un hecho verídico de la biografía de Kafka, y parte de un encuentro entre el escritor y una niña que llora por haber perdido su muñeca. Para consolarla, Kafka le dijo que la muñeca no estaba perdida, sino que "se había ido de viaje", y con el fin de hacer creíble su afirmación, el autor de La Metamorfosis y El proceso se convierte en el cartero ficticio de la muñeca.
Con "mucha poesía y ternura", Sierra novela cómo Kafka escribió, durante tres semanas, cartas de la muñeca dirigidas a la niña, en un relato que pone de relieve "el lado humano del escritor checo", según el galardonado, quien asegura que la inspiración para su libro le llegó "como una intuición" tras leer un artículo en prensa. "Es un libro inclasificable", señala el autor, quien afirma estar "en contra de las etiquetas" y asevera: "Esta obra puede leerla un señor mayor o un joven. Es un libro sin edad".
Antes de dedicarse plenamente a una prolífica carrera literaria jalonada de más de 30 premios, Sierra fundó las revistas musicales Popular 1 y Super Pop con el fin de "ser famoso" y poder publicar libros sobre el rock y el pop, afirma.
Traducido a 25 lenguas y con casi 8 millones de ejemplares vendidos, Sierra ha ganado premios como el Ateneo de Sevilla con su obra En Canarias se ha puesto el sol, el Néstor Luján de Novela Histórica por La pell de la revolta, el Gran Angular en tres ocasiones, el Edebé en dos, y el Premio Internacional A la Orilla del Viento (México), por Historias de medio mundo.
Desde hace tres años, el escritor está más volcado en su fundación que en la literatura. Creada con objeto de que los niños "no lo pasen tan mal" como él lo pasó en su infancia y "para que puedan cumplir sus sueños", la fundación emprende iniciativas como el Premio Sierra para escritores menores de 18 años, dotado con 3.000 euros, o talleres literarios infantiles en Colombia.
Nacido en 1947 en un hogar humilde y "mermado por un problema de tartamudez", Sierra dice que su infancia no fue "nada fácil", y que comenzó a escribir a la temprana edad de 8 años para salvar sus obstáculos comunicativos.
"Escribía porque me podía comunicar con los demás sin tartamudear", afirma Sierra i Fabra, que también hubo de enfrentarse a la prohibición de su padre de dedicarse a la literatura "porque los que escribían se morían de hambre".
Con 12 años, escribió un libro de 500 páginas, después de que su profesora le llamara "inútil" cuando le comunicó su vocación de literato, una "primera obra magna" que nunca llegó a publicar, pero que todavía conserva con cariño.
Según Sierra, que fue candidato al premio Andersen -el "Nobel de la literatura infantil y juvenil"-, en España hay una gran generación de escritores de este tipo de narrativa "de entre 50 y 60 años" que necesita un premio de talla internacional para lograr la difusión que merecen.
Pese al "gran impulso lector" propiciado por dicha generación, y otra de "valiosos jóvenes autores", Sierra opina que los niños no leen lo suficiente, ya que para él, "leer es más importante que estudiar".
Respecto al panorama literario, Sierra i Fabra confiesa que el ámbito en el que se mueve tiene que ver con autores que también escriben para niños y que son amigos suyos y aseguró que cosas como el Premio Planeta no le interesan, "aunque este año sí porque lo ha ganado Juan José Millás. Por lo demás no sé si está bien o mal", matiza.
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KAFKA Y LA MUÑECA VIAJERA
(Capítulo II)


Franz Kafka se detuvo delante de la niña.
—Hola.
La niña dejó de gritar, pero no de llorar. Levantó la cabeza y se encontró con él. En su desesperada crispación ni siquiera le había visto acercarse. Los ojos eran dos lagos desbordados, y los ríos que fluían de ellos formaban torrentes libres que resbalaban por las mejillas hasta el vacío abierto bajo la barbilla.
Hizo dos, tres sonoros pucheros antes de responder:
—Hola.
—¿Qué te sucede?
No lo miró con miedo. Pura inocencia. Cuando la vida florece todo son ventanas y puertas abiertas. En sus ojos más bien había dolor, pena, tristeza, una soterrada emoción que la llevaba a tener la sensibilidad a flor de piel.
—¿Te has perdido? —preguntó Franz Kafka ante su silencio.
—Yo no.
Le sonó extraño. “Yo no". En lugar decir "No" decía "Yo no".
—¿Dónde vives?
La niña señaló de forma imprecisa hacia su izquierda, en dirección a las casas recortadas por entre las copas de los árboles. Eso alivió al atribulado rescatador de niñas llorosas, porque dejaba claro que no estaba perdida.
—¿Te ha hecho daño alguien? —sabía que no había nadie cerca, pero era una pregunta obligada, y más en aquellos segundos decisivos en los que se estaba ganando su confianza.
Ella negó con la cabeza.
"Yo no".
Estaba claro que quien se había perdido era su hermano pequeño.
¿Cómo permitía una madre responsable, por vigilante o atenta que estuviese, dejar que sus hijos jugaran solos en el parque, aunque fuese uno tan apacible y hermoso como el Steglitz?
¿Y si él fuese un monstruo, un asesino de niñas?
—Así pues, no te has perdido —quiso dejarlo claro.
—Yo no, ya se lo he dicho —suspiró la pequeña.
—¿Quién entonces?
—Mi muñeca.
Las lágrimas, detenidas momentáneamente, reaparecieron en los ojos de su dueña. Recordar a su muñeca volvió a sumirla en la más profunda de las amarguras. Franz Kafka intentó evitar que diera aquel paso atrás.
—¿Tu muñeca? —repitió estúpidamente.
—Sí.
Muñeca o no, hermano o no, eran las lágrimas más sinceras y dolorosas que jamás hubiese visto. Lágrimas de una angustia suprema y una tristeza insondable.
¿Qué podía hacer ahora?
No tenía ni idea.
¿Irse? Estaba atrapado por el invisible círculo de la traumatizada protagonista de la escena. Pero quedarse... ¿Para qué?
No sabía cómo hablarle a una niña.
Y más a una niña que lloraba porque acababa de perder a su muñeca.
—¿Dónde la has visto por última vez?
—En aquel banco.
—¿Tú qué has hecho?
—Jugaba allí —le señaló una zona en la que había niños jugando.
—¿Y has estado allí mucho tiempo?
—No sé.
Aquellas sin duda eran las preguntas que haría un policía ante un delito, pero ni era un delito ni él un policía. El protagonista del incidente ni siquiera era un adulto. Eso le incomodó aún más. La singularidad del hecho lo tenía más y más atrapado. Quería irse pero no podía. Aquella niña y el abismo de sus ojos llorosos lo retenían.
Una excusa, un "lo siento", bastaría. De vuelta a su hogar. O una recomendación: "Vete a casa, niña". Tan sencillo.
¿Por qué el dolor infantil es tan poderoso?
La situación era real. La relación de una niña con su muñeca es de las más fuertes del universo. Una fuerza descomunal movida por una energía tremenda.
Y entonces, de pronto, Franz Kafka se quedó frío.
La solución era tan sencilla...
Al menos para su mente de escritor.
—Espera, espera, ¡qué tonto soy! ¿Cómo se llama tu muñeca?
—Brígida.
—¿Brígida? ¡Por supuesto! —soltó una risa de lo más convincente—. ¡Es ella, sí! No recordaba el nombre, ¡perdona! ¡Qué despistado soy a veces! ¡Con tanto trabajo!
La niña abrió sus ojos.
—Tu muñeca no se ha perdido —dijo Franz Kafka alegremente—. ¡Se ha ido de viaje!
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Kafka y la muñeca viajera. Editorial Siruela, Barcelona, España, 2006. Colección Las Tres Edades.
Capítulo tomado de la web oficial de Jordi Sierra i Fabra. Su dirección electrónica es:
http://www.sierraifabra.com
Las imágenes de Kafka son retratos hechos por el pintor español Álvaro Delgado, en 1992.La foto de Jordi Sierra i Fabra la tomé del diario electrónico español Periodista Digital.

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viernes, 7 de diciembre de 2007

En este número presento un texto de un libro de divulgación que estoy preparando, sobre el Síndrome de Peter Pan y, a continuación, un notable cuento del escritor francés Villiers de L'Isle Adam, quien vivió entre 1838 y 1889.
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EL SÍNDROME DE PETER PAN


En 1941, el psicólogo estadounidense Dan Kiley, experto en relaciones humanas, descubrió un desequilibrio sociopsicológico que entonces padecían y hoy padecen miles de jóvenes en Occidente.
Se trata del síndrome al que él dio el nombre de “Peter Pan”, en recuerdo del personaje creado por el escritor inglés James Matthew Barrie, y popularizado en el cine por el dibujante estadounidense Walt Disney.
La característica más notoria de Peter Pan es que se trata de un niño que se niega a crecer, esto es, que sigue siendo niño toda su vida.
Quienes padecen del síndrome de Peter Pan tienen esta misma característica de no querer crecer, pero ya no en un nivel poético sino más bien problemático.
El de Peter Pan fue el primer síndrome que recibió un nombre proveniente de la literatura para niños y jóvenes, algo que en los últimos años y después de otros descubrimientos, se ha convertido casi que en moda.
De este modo, hoy se habla de otros síndromes como los de Cenicienta, Caperucita Roja, El Patito Feo, Pepe Grillo y La Bella y La Bestia.
Pero, moda y todo, esta serie de hallazgos de comportamientos anómalos que coinciden con el de algunos personajes de la literatura infanto-juvenil muestra una realidad que es necesario conocer para enfrentar.
Inmaduros
El síndrome de Peter Pan es una variante del complejo de Edipo y lo padecen, generalmente, los varones que son hijos únicos de madres solteras o el primogénito de una familia en la que hay varios hijos.
Se manifiesta como un deseo de ser y lucir siempre joven, aunque se tengan treinta o más años.
El de Peter Pan es un síndrome básicamente masculino -aunque se han registrado casos femeninos-, que se presenta en hombres a partir de los 22 o 23 años.
Quienes lo padecen evitan todo tipo de responsabilidades, tanto las laborales como las emocionales.
No trabajan y, si lo hacen, pasan de un empleo a otro, sin asentarse en ninguno.
Igual ocurre con las parejas: hoy tienen una novia y, dentro de unos días, otra, y ese cambio de una a la siguiente lo hacen para evitar los compromisos que es algo hacia lo que sienten verdadero horror.
Los afectados por el síndrome de Peter Pan se niegan a madurar y también a profundizar en algo o perseverar.
No maduran para no sentir que han crecido; tampoco profundizan ni perseveran en las cosas que emprenden para no crear vínculos ni responsabilidades.
Además, no soportan los fracasos y responden con agresividad ante las frustraciones cotidianas.
Normalmente, carecen de amigos, aunque los echan de menos y viven quejándose de no tenerlos.
Pero ocurre que nadie soporta sus exhibiciones de egoísmo, ni sus desplantes de niño malcriado, ni mucho menos su desinterés por una amistad verdadera que, obviamente, requiere también de compromiso mutuo entre los amigos.
Un síndrome con madre incluida
Los hombres jóvenes o adultos que padecen el síndrome de Peter Pan mantienen adultos a su alrededor -generalmente, los padres o uno de ellos que, casi siempre, es la madre-, por dos razones: una, para que les resuelvan todos los problemas cotidianos, como casa, comida, ropa y todo tipo de gastos.
La otra razón es para reafirmar su deseo de conservarse siempre jóvenes, en contraste con aquellos que cometieron el error de haber crecido.
Habitualmente, el síndrome de Peter Pan es alimentado por la madre del afectado, quien trata de complacer a su primogénito o a su único hijo varón de cualquier modo y al costo que sea, sin importar contra qué o quién se tiene que enfrentar.
En este sentido, los expertos señalan que la única forma de salir del síndrome de Peter Pan es sometiendo a terapia tanto a la madre como al hijo y haciendo que éste tome conciencia de que debe afrontar los problemas y asumir responsabilidades y compromisos.De otro modo, el afectado seguirá siendo una persona irresponsable, incluso después de haber formado una familia, lo cual se traducirá en problemas futuros tanto para él como para su pareja y, obviamente, para los hijos que tenga.
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AMIGAS DE PENSIONADO

Villiers de L'Isle Adam

A Octave Maus

Nada sirve de nada. Y, ante todo, no hay nada.
Sin embargo, todo llega, pero esto es indiferente.
Théophile Gautier


Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.
Allí -aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios-, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.
De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.
Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil y, como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.
Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremo recurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia. Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”, lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatez y sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gustaban los viejos. No se presentó ningún partido.
¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómoda práctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia la confección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la enseñanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primeros gastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esa bribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños. Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a menudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasaron... hasta las doce y media del día siguiente.
Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bailes, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles pequeños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo de dinero.
En medio de aquel torbellino de polvo dorado y, aunque sus nuevas ocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienne y Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien, su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo más estrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable poder solazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obtenían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otros tiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la Institución Désagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba su simpatía.
La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba -por su contraste y a voluntad- una dulzona melancolía en la que ambas saboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les era innata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primeras llegadas”.
Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo que se llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar más alto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquirientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad, ni Georgette ni Félicienne -sobre todo ésta- se sentían muy apegadas a esos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie de contrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo, aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían a nuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que completaba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, coloca de nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Se oye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta: “¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, una no es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto de vista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo que respecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del brazo: forma parte del tocado.
Luego sucedió que -por uno de esos azares que surgen al final de las cenas tan frecuentes en la vida mundana-, Georgette fue acompañada a su casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el “amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la joven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatada a Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigas de confianza.
La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consecuencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza era honda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado, no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquella inesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan despreciable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Georgette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiese decidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común de los refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irreparable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundió hasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender sus amores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba el escándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja de sombras.
La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque de Bolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial.
Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilera de carruajes, en la Avenida de las Acacias.
Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual, ¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos. Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vez con sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félicienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gente? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo.
Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en tales ocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sin embargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella helada reserva.
-Pero, ¿ qué te pasa, Félicienne?
-¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre.
Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la despreocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones -y siempre se encontraban rodeadas de gente-, que una y otra, durante más de cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algunos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la pena compleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazones y que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de esclarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”?
Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo. Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, donde esperaban, en silencio, a unos señores.
-En fin -dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos-, ¿quieres decirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, de la que sé bien que tú debes sufrir también?
-¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor de Testevuyde! -contestó Félicienne, con sequedad-. En realidad, ya no me interesaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que te gustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su corazón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior.
-¿Yo? -dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida-. ¿ Que yo te he robado... y que éste es el motivo...?
-¡No lo niegues! -contestó desdeñosamente Félicienne-. Lo sé. Estoy segura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste.
-¡Y hasta podrías decir seis! -replicó sonriendo Georgette-. ¡Fueron seis en total!
-¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestra amistad? ¡Te felicito!
-¿Un capricho, yo, y por tu amante? -dijo Georgette en tono plañidero, levantando los ojos al cielo-. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia después de quince años de amistad? ¡ O estás loca o eres mala!
-Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas, pues, de mí?
-¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo que te empeñas adrede en no comprender!
-¡Está bien, señorita! -dijo Félicienne, levantándose, muy digna-. No me gustan las burlas y le dejo el campo libre.
-¡Pero...! -gritó inocentemente Georgette, llorando-, pero es que... ¡me ha pagado!
Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostro resplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo de su vestido.
-¡Caramba, Georgette! -exclamó-. ¿Y no me lo escribiste en seguida?
-¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospechabas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmediatamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala... bestia! ¡Y besa a tu Georgette!
Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contemplaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mirada de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocada en medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint.
Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna de ella.
Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instante, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras.
Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidió una tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regresara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido víctima de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se había mostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni un minuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacia las dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta:
-¡Ah, señor! -le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo-. ¿Es verdad, pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras?

viernes, 30 de noviembre de 2007

CUENTOS ALICIOS

Los cuatro minicuentos que presento esta semana parecen antecedidos por un error ortográfico. La palabra “alisios”, referida a los vientos que soplan de la zona tórrida es con S y no con C. Pero es que los “alicios” a los que aludimos son otros y hacen referencia a Alicia, el inmortal personaje creado por el escritor británico Lewis Carroll.
A continuación, presento estos cuatro textos, aparecidos hace algunos años, en mi libro Escena de un spaguetti western y, a continuación, el cuento “Un cruce” de Franz Kafka. Espero les gusten.
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OPUS VARIOS

OPUS 1
Alicia despertó de su maravillosa travesía porque unos labios cubiertos por un fino bigote rozaron tenuemente los suyos.
-¡El conejo! -gritó alarmada.
El aludido miró a uno y otro lado del prado y, como no vio a nadie en las inmediaciones, susurró con picardía:
-Si quieres conocer el verdadero País de las Maravillas, te invito a mi apartamento, preciosa... ¿Vienes...?

OPUS 2
-¡Niña -gritó el conejo, al ver pasar a Alicia corriendo, con un reloj en la mano-, devuélvete, que hubo una equivocación en el reparto!
Pero Alicia se volvió, sin dejar de correr, sonrió y dejó su sonrisa estampada en la tarde.
OPUS 3
El reverendo Charles Dobson había terminado de contar a Alicia Lidell la historia de una niña que viaja por un país de paradojas matemáticas, cuando un conejo blanco, arrastrando un reloj de cadena enredado en una de sus orejas, atravesó el prado.
-¡Ve tras él -ordenó a Alicia, con la premura del autor que intenta apresar lo que escapa de su imaginación-, no lo dejes que se lleve mi reloj: mira que cuesta veinte libras y aún lo estoy pagando!
OPUS 4
-¡Eh, señor conejo, vuelva acá! -gritó Alicia, angustiada, al ver a su amigo adentrándose en el País de las Maravillas-: ¡No tenemos de qué preocuparnos: el examen salió negativo!
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UN CRUCE

Franz Kafka

Tengo un animal curioso, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mí padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las garras; del cordero el tamaño y la forma corporal; de ambos tiene los ojos, que son llameantes y dulces, el pelaje suave y ajustado al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el alféizar de la ventana, se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como un loco y nadie lo alcanza. Huye de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna, su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina de los ratones. Horas y horas pasa en acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato.
Lo alimento con leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente, es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad.
Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano:
¿Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo su poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, cómo se llama, etcétera? No me tomo el trabajo de contestar; me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales y se aceptaron mutuamente como un hecho divino. En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria; es el recto instinto de un animal que, aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene uno solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.
A veces, tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez -eso le acontece a cualquiera- yo no veía modo de salir de dificultades económicas, ya estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.
Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la de cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo, hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.
Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable.

viernes, 23 de noviembre de 2007

UN NUEVO BLOG

Recientemente, el escritor Luis Britto García (en la imagen) se inició también en la blogósfera y tiene un espacio con su nombre, en el que presenta artículos sobre literatura, política e historia y narraciones que vale la pena leer. Por eso, esta edición de Caravasar es, simplemente, una invitación a visitar este nuevo blog que, estoy seguro, no dejará a nadie indiferente. La dirección es:
http://luisbrittogarcia.blogspot.com
De este blog, reproduzco un excelente cuento de Luis que, aunque ya muchos conocen, vale la pena releerlo.
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¡CORRE, QUE SE DESCUBRIÓ TODO!

Luis Britto García


A eso de la medianoche hice la primera llamada al azar. Me contestó una voz masculina:
-Aló. ¿Quién habla?
-¡Corre! ¡Se descubrió todo!
-¿Qué? ¿Cómo?
-Estamos perdidos. Se sabe todo.
-Pero, ¿quién habla?
-Tú sabes que no te puedo decir nada. Los teléfonos están controlados.-¿Qué pasó? ¿Quién falló?
-Él.
-¿Quién él?
- Quién va a ser. El más importante.
Se oyó un quejido. Corté. Volví a discar al azar. Me contestó una voz femenina:
-Aló.-Todo está descubierto.
-¿Qué? ¿Quién habla?
-Te hablo de parte de él. ¡Corre!
-Pero, ¿quién descubrió la cosa?
-El otro. Acaba de salir para allá.
El auricular me transmitió un ruido de muebles tropezados, de jarrones que caían. Colgué. Volví a discar al azar. Esta vez, antes de que pudiera hablar, me rechazó una voz femenina:
-El señor Ministro no está.
-Localícelo. Es urgente. Dígale que todo está descubierto.
-¿Cómo? ¿Quién es?
Antes de colgar, tuve un rasgo de genio:
-Dígale que avise a los demás.
-Cuando bajaba la bocina, escuché que el Ministro gritaba por ella, pero fui impecable y corté.Volví a discar, y repetí lo mismo:
- ¡Corre! ¡Nos descubrieron!
La voz que contestó tenía una pretendida seguridad:
- Y a mí qué me importa. Todo el mundo sabe que aquí robamos descaradamente pasándole al público facturas por las llamadas telefónicas que nadie hizo. Nos reímos de que el país sepa lo que somos. ¡Ja! ¡Ja!
Antes de que siguiera, lo aplasté:
- Sí, pero él sabe que no le estás dando su parte completa.
Tras el auricular, escuché un silbido como el de un neumático que se desinfla. Una voz gimoteante me preguntó:
- ¿Quién dijo?
- ¡Llámalo y pregúntale!
Colgué. Desde ese momento, noté las líneas ocupadas. Las frecuentes ligas me dejaban oír voces trémulas que comentaban sobre paquetes descubiertos, cuentas bancarias y pasajes para el exterior. Hice otra llamada. Al final de ella escuché un disparo y la caída de un cuerpo. Colgué, para facilitar que el primero en descubrir el cuerpo le pudiera telefonear la noticia a los cómplices. Hice diez llamadas mas. La última fue la más dramática:-Huye. Nos descubrieron.
- Ya me avisaron. ¿Y qué puedo hacer?
- Correr en vez de estar como unos pendejos hablando por teléfono.Colgué. Iba a llamar de nuevo, pero el aparato sonó primero. Descolgué y escuché la voz de un amigo que, desesperado, me avisaba:- ¡Corre! ¡Se descubrió todo!
- “Ya sé”- le contesté. Pero no me pudo oír. Un estruendo de motores llenaba todas las autopistas que dan hacia los muelles y el aeropuerto. Muchedumbres frenéticas se disputaban a tiros y maletinazos las plazas en los aeroplanos. Políticos e industriales intentaban despegar sus aparatos privados en medio de marejadas de Directores Generales y activistas que les imploraban cumplir con el compañerismo. Los rechazados hacían llamadas frenéticas por teléfonos públicos, que aumentaban la incontenible oleada humana que corría hacia costas y fronteras, al grito de: ¡Se descubrió todo! ¡Sálvese quien pueda!
Yo había planeado lograr el primer país sin gobierno, y ahora estaba a punto de quedarme con el primer país sin población del mundo.
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Tomado del blog http://luisbrittogarcia.blogspot.com

domingo, 4 de noviembre de 2007

SOBRE LA FELICIDAD

NOTA:
la semana pasada este blog estuvo fuera de la blogósfera, por eso que en los medios de comunicación masiva llaman "razones ajenas a nuestras voluntad". Debí viajar a Caracas y dejé el material ya montado, en borrador. Sólo tenía que publicarlo. Sin embargo, esto no fue posible, desde tres computadoras distintas, pues por ignoro qué razón no había acceso a Blogger. Pido excusas por esa ausencia involuntaria y presento el material que estaba destinado a salir entonces.
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Esta semana incluyo uno de mis cuentos más conocidos: "Espantarle las tristezas a la gente", del libro homónimo que continuó con los relatos protagonizados por el tío Ramón Enrique, un zapatero remendón de Barquisimeto, estado Lara, que apareció por primera vez en mi libro Evitarle malos pasos a la gente, con el cual obtuve, en 1979, el Premio Casa de las Américas, en La Habana, Cuba.
Luego, reproduzco un breve ensayo del escritor italiano Claudio Magris, sobre La Felicidad.
Como se ve, estoy contento esta semana y de allí lo de alegrar a mis lectores y compartir una reflexión sobre la felicidad.
Gracias por asomar su mirada en este rincón literario.
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ESPANTARLE LAS TRISTEZAS A LA GENTE



No hay cosa que el tío Ramón Enrique no arregle con un cuento: que si se están peleando dos hermanos, ahí va un cuento sobre dos hermanos a los que amarraron espalda contra espalda hasta que aprendieron a tolerarse.
Que si a la tía se le quebró un santo de yeso, ahí va el cuento del milagro del santo que después de romperse se recompuso; que si mi mamá dice que tanto jugar béisbol a pleno sol me va a embrutecer, ahí va el cuento del muchacho al que el sol derritió y después resurgió de la tierra más fuerte, más inteligente y de mejor corazón.
Una noche al terminar una fiesta yo aún estaba despierto, borracho de música –, le oí decir:
–A mí me gusta contar cuentos, para espantarle las tristezas a la gente.
Y hasta que me dormí lo oí hablar de un médico que no podía curarse a sí mismo porque cobraba muy cara la consulta y no tenía dinero para pagarse y de un gato que cazó mi abuelo, que de exageración en exageración terminó convertido en tigre y de un tartamudo que aprendió a hablar por señas y entonces le dio mal de San Vito y de un amigo suyo de la isla de Margarita que orinaba hormigas y de una mujer que conoció en Italia, tan bella que hasta tenía una sombra de colores.

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LA FELICIDAD

Claudio Magris
–Es rico quien tiene hijos y nietos sanos"
Los elixires prometen, casi siempre, larga vida, amor o felicidad: su lugar está en los puestos de las ferias de plaza o en los spots publicitarios, magnificados por algún merolico que se los brinda a los crédulos. Cierto, la existencia, gracias a Dios, sabe ser a veces también un vino fuerte y generoso que se bebe hasta el fondo, pero la pretensión de embotellarla en frascos etiquetados con fecha de caducidad es un gran engaño. Todo elixir que nos asegura la felicidad –o sea, todo optimismo confeccionado a un confortante sistema o concesión filosófica– es mentiroso, y no sólo se desliza con desenvoltura sobre el mal, sobre la oscuridad, sobre la infamia, sobre el dolor, los cuales tan grande y desigualmente se distribuyen entre los mortales que legítimamente hacen dudar de la bondad de todo el tinglado.
Es mentiroso porque falsifica, en su ampulosa retórica, también y sobre todo los momentos de gloria, de felicidad, de plenitud y de abandono que la vida nos regala; aquellos momentos cuando nos creemos inmortales y en los cuales –como dicen en un estupendo cuento de Kipling los animales divinos esclavizados por la industria del entretenimiento– se nos recuerda que hemos sido dioses. La vida es también un verano glorioso: dispensa amor, fraternidad, placer, risas y felicidad, pero todo esto es verdadero sólo si es vivido a contraluz de los desastres, las injusticias y los miedos sin nombre en los cuales también es pródiga.
Sí, muchas veces podemos decir, como el Toro o el León de Kipling, que hemos sido dioses y lo recordamos, siempre y cuando no se nos olvide que estamos también bajo el azote del domador.
Elíxir remite a felicidad y esta última no puede ser proclamada, sólo puede ser vivida –o mejor dicho, se puede vivir en ella, pero no poseerla, como algo que se mete al bolsillo–. Si la felicidad y el amor se anuncian triunfalmente, como la adquisición del paquete mayoritario de acciones de una sociedad próspera, se convierten en un farolazo, en una elocuente conferencia sobre la vida en lugar de en la vida. La búsqueda de la felicidad, hasta en su definición, tiene casi siempre algo de doloroso. Lo ha expresado, con una intensidad que difícilmente encuentra igual, naturalmente un griego antiguo, al inicio de la civilización occidental: Herodoto, "El Padre de la Historia",(1) en el primer libro de su obra.
Es una página en la que pienso quizá hasta demasiado seguido, desde hace muchos años, y que para mí está inextricablemente conectada con la felicidad o su ausencia. La leí por primera vez de joven, no directamente en Herodoto, sino en una admirable paráfrasis–comentario de Manara Valgimigli, el gran helenista, en una compilación de sus ensayos titulada La mula di don Abbondio. Encontré el libro en casa; Valgimigli se lo había regalado dedicado –cuando era bibliotecario en la Cassense– a mi tío Virgilio, hermano de mi padre, que fue alcalde de Ravenna y al cual debo quizá en parte mis sentimientos respecto a la unidad italiana y la simpatía por los funcionarios de Trajano, Napoleón o Francisco José.
Más tarde leí la página de Herodoto, pero pienso que fue una fortuna acercarme inicialmente a ella –como a otros grandes libros– a través de una alta y profunda divulgación que facilita la comprensión de un texto sin simplificarlo en modo reductivo. Un aspecto negativo del actual clima cultural es la escasa presencia de una divulgación de este tipo, sustituida a menudo por charlas tanto rebuscadas como simplonas.
Entonces, Herodoto cuenta como Solón, el sabio ateniense, de visita en los dominios de Creso, el riquísimo rey de los lidios, es interrogado por este último sobre quién es, entre todos los hombres que ha conocido o de los que ha oído hablar en sus viajes por los más variados países, el hombre más feliz. Creso espera que Solón le diga que él, por sus grandes riquezas.
Pero Solón nombra a Tello de Atenas, quien en un periodo de prosperidad para su patria había tenido hijos y nietos sanos e inteligentes, todos sobrevivientes, la fortuna más grande de la vida y, finalmente, ya anciano, había corrido a socorrer a su ciudad en peligro y había muerto valientemente en su defensa, dejando un recuerdo honrado por sus paisanos.
En el relato de Herodoto hay plenitud de vida, fundada sobre la armonía entre existencia individual y social, sobre un fuerte sentido de la continuidad que supera a la muerte del particular; la felicidad es dada sobre todo por ese gran Eros que se concreta en el amor por los hijos y los nietos, el amor más grande de todos. Es esta felicidad la que permite afrontar con el rostro descubierto no sólo a los enemigos en batalla, sino a ese peligro más insidioso, parte de la vida misma, de su transcurrir y desvanecerse que tan a menudo parece insensato, lo que arrastra todo a la nada y pone en el corazón un espanto que nos induce a menudo a sentirnos, a cualquier edad, como niños perdidos en el bosque.
Pero, ¿si no se ha tenido aquello que tuvo Tello? No es sencillo ser Tello. Ese batallón de hijos y nietos y esa feliz relación con ellos, que parecerían un don fácilmente otorgable por los dioses, puede tornarse de golpe imposible, enturbiarse y trabarse sin razón. Y cada vez se ha hecho más arduo, para el individuo, sentirse en armonía con su mundo –quizá ignorando las injusticias sobre las cuales se funda– y combatir por él, es decir, no sólo morir sino también matar con la conciencia limpia. ¿Cómo están entonces las cosas, si no es posible –o ya no lo es– ser Tello de Atenas?
Solón tiene otra historia, que narra la suerte más feliz después de la de Tello. Versa sobre los dos hermanos Cleobis y Bitón, hijos de una sacerdotisa de Hera. El día de la fiesta de la diosa, la madre tenía que asistir al templo con un carro para llevar a cabo el sacrificio pero no encontraban a los bueyes, así que los dos hermanos –que sobresalían en las lides atléticas– tomaron el yugo sobre las propias espaldas y jalaron el carro, con la madre y la parafernalia para el rito, durante un largo trayecto, hasta el templo. Después del sacrificio, la madre, conmovida por su piedad, pide a la diosa que los premie concediéndoles la mejor suerte posible que pueda tocar a un ser humano, la diosa promete concederlo. Cleobis y Bitón fueron festejados por el pueblo, participaron encantados en el banquete, en la fiesta, en los juegos y al final de ese día perfecto, mientras el sol se escondía en el cielo griego, se durmieron serenamente en el templo y nunca volvieron a despertar.
Quizá ninguna página contiene con tanta intensidad y relajada y compacta concisión el espíritu griego: su dulzura y su crueldad, la afirmación alegre de la vida y el pesimismo radical, la gracia y la maldición de haber nacido.
En esta fábula, la plenitud de la vida bordea a la nada y la felicidad lleva intrínseca una inefable melancolía. La existencia parece un día perfecto, un cielo alto e incorruptible, una noche que desciende lenta y gloriosa sobre horas de fiesta y de abandono. Pero en esa tersa claridad, como en la luz de ciertos días o en ciertos colores del mar, hay un sesgo doloroso, un absoluto doblemente insostenible. Por un lado está la sensación de que esa perfección podría terminar, que quizá concluirá, y entonces será difícil vivir. Pero por otro esa misma perfección y felicidad son quemantes y quitan la respiración, son dolorosas como la flecha de Apolo y nos hacen sentir discordantes con la vida en plenitud, incapaces no sólo de retener la felicidad sino hasta de mirarla de frente, al igual que no se sostiene la mirada de los dioses.
También algunos momentos de amor parecen una trampa de la vida, que ha hecho nacer la asociación entre amor y muerte –la perdición tristánica, el gran mar de la noche de Calipso–. También esos momentos que contienen la esencia de la vida piden eternidad y son a la vez insostenibles, como si fueran demasiado para las pobres espaldas de los hombres. "¿Cómo volteará Agathe, cómo sonreirá hacia la orilla?", se pregunta Ulrich en El hombre sin atributos de Musil, en aquellos capítulos sobre el "viaje al paraíso" que constituyen una de las más altas representaciones de la perdición amorosa, una felicidad indisoluble del horizonte marino en la que tiene lugar, pero tan intensa que los dos amantes no logran soportarla, de suerte que regresan a la vulgaridad, al flirt sin encanto y sin herida, a las ocupaciones y a las horas que se escurren en la nada pero que, no siendo nada, no acarrean dolor al desvanecerse.
La diosa hace morir a Cleobis y a Bitón no sólo porque, después de un día pleno, hubieran sufrido demasiado viviendo otros diferentes sino también porque ni siquiera habrían podido hacerle frente a muchos días como ése. Cierto, ese día no pasa nada excepcional, ninguna aventura extraordinaria, ningún éxtasis particular; sólo horas serenas, juegos, amistad, abandono. Pero Solón –o por él, Herodoto– sabe que la felicidad consiste en estas cosas aparentemente pequeñas y diarias, cuando la magia de una atmósfera, de una situación, de una concordia las une en un encanto irrepetible, en el que todo se tiene y una mirada, una risa, una complicidad, una correspondencia misteriosa entre un color del mar y el timbre de una voz contienen y dicen la esencia del vivir. Y cuando una constelación tal termina –se trate de una historia de amor o de dos días de feliz vagabundeo– es siempre una muerte. Y, al menos por un instante, puede fácilmente envidiarse la suerte de Cleobis y Bitón, temer aquello que podrá venir después.
Para Solón, sin embargo, Cleobis y Bitón tienen el segundo lugar: el primero le toca a Tello, es decir, a quien es capaz de insertar en la continuidad de la vida también todas las muertes, las separaciones, las pérdidas, las disgregaciones que la deshacen incesantemente. Si no se tiene esta fuerza de Tello, quizá sea mejor terminar como los dos hermanos, ignorantes de ese continuo deshilacharse de la existencia. Quizá es pobre quien no ha deseado realmente, al menos una vez, la suerte de Cleobis y Bitón, porque no ha tenido la experiencia de sentirse en el corazón de la vida. Pero si Tello no se hubiera despertado después de alguno de sus grandes días, no habrían nacido algunos de sus hijos y nietos, y él no sería Tello de Atenas, desde hace siglos el símbolo de la felicidad según el genio griego que, sin embargo, en otra ocasión ha proclamado, por boca de Sileno Marcias, que la mejor suerte, para los hombres, es no nacer o regresar lo más rápido posible por donde venimos.
Los tres felices de Solón tienen una ventaja sobre nosotros: ni Tello ni los hermanos conocen el destino del otro y su verdad. Tello puede ser feliz y honrar a los dioses porque sabe que su recompensa más alta puede ser no su suerte, sino la de los dos hermanos; éstos no tienen siquiera el tiempo de enfrentarse a la madurez y al éxito o al fracaso de la vida. Quien, sin embargo, ya sea por culpa o mérito de Herodoto, tenga una gran confusión en la cabeza sobre qué es la felicidad, no puede remitirse a ningún médico de familia para que le recete un buen elixir o reconstituyente que le esclarezca y fortalezca las ideas.
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Nota
1 Algunos estudiosos consideran a Herodoto (485–420 a.C.) padre de la historiografía y dan el título de Padre de la historia a Hesiodo (735 a.C.).
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Traducción: Carlos Vidali Rebolledo.
Publicado en el Corriere della Sera, 15 de agosto, 1999. Tomado del sitio
www.ddooss.org, de la Asociación de Amigos de la Cultura de Valladolid.
Quien aparece en la fotografía tomando café es Claudio Magris.

viernes, 2 de noviembre de 2007

LA FLOR DE LA ARTEMISA

En los días en que estuvimos en Besançon, Francia, la profesora Judith Alvarado-Migeot nos mostró la flor de la Artemisa, a la que cantó el poeta Gerard de Nerval.Por fortuna, pudimos retratar a una de ellas. Es la que antecede al poema que reproducimos, gracias a la amabilidad de Judith, quien no sólo se tomó el trabajo de enviárnoslo sino también el de traducirlo.


ARTEMIS

Gérard de Nerval

La treceava vuelve... Y es aún la primera;
y es todavía la única, —o el único momento;
pues, eres tú reina, ¡oh tú! ¿la primera o la última?
Eres tú, rey ¿el único o el amante postrero?...

Ama a quien te amó de la cuna a la tumba;
Aquella que sólo amé me ama aún tiernamente!
Es la muerte —o la muerta... ¡Oh delicia! ¡Oh tormento!
La rosa que sostiene no es rosa, es Malvarrosa.

Santa napolitana a las manos de fuego,
rosa de corola violeta, flor de la santa Gúdula:
encontraste tu cruz en los cielos desiertos ?

¡Que caigan, Rosas blancas! que insultan a mis dioses,
que caigan, fantasmas blancos, de vuestro cielo ardiente:
— La santa del abismo es más santa a mis ojos!

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Gerard de Nerval es el pseudónimo de Gérard Labrunie (1808-1855), escritor simbolista francés. Su uso de los sueños y las fantasías para mostrar la interrelación de los mundos reales y sobrenaturales tuvo cierta influencia en el surrealismo. En sus escritos, refleja sus propias experiencias y sueños, revelando las visiones y fantasías que amenazaban constantemente su cordura, como en Aurelia (1853), que aborda los temas del amor perdido y la salvación religiosa. Los relatos incluidos en Las hijas del fuego (1854), entre los que destaca Silvia, son extrañas reminiscencias de la juventud y la belleza perdidas. Los sonetos agrupados en Las quimeras (1854) están dominados por la desesperación, ya que Nerval sufría una profunda depresión, que le condujo al suicidio un año después de publicar esos poemas.
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Información tomada del sitio El poder de la palabra, página web dedicada a la prosa poética.
La traducción del poema, como señalamos arriba, fue realizada por la profesora Judith Alvarado-Migeot.