viernes, 28 de diciembre de 2007

¡FELIZ 2008!

Con este número, cerramos el año 2007.
Esperamos que, en los doce meses que vienen, ustedes, lectores, obtengan todo lo bueno que desean. Ah, y lo más importante: que lo aprovechen.
Gracias de nuevo por venir aquí con frecuencia y por esa amistad que va más allá de las palabras.
¡Feliz llegada del 2008!

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En este número van dos textos: uno mío, de mi libro Ciencia para leer, aparecido este año. Su título: “Americanos que colonizaron a Europa”. A continuación, un excelente texto del escritor italiano Claudio Magris, sobre esa terrible costumbre que tienen algunos escritores de despreciar a sus colegas.
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AMERICANOS QUE COLONIZARON A EUROPA

En esta nota no vamos a hablar de los deportistas de América que han triunfado en el llamado Viejo Continente, sino de aquellos vegetales que, después de la llegada de Colón a nuestras tierras, conquistaron los paladares europeos.

La historia de nuestro continente americano apunta que, a partir de 1492, miles de europeos –principalmente, españoles y portugueses–, colonizaron el territorio que comienza en la Patagonia, próximo a la Antártida, y concluye en Groenlandia, en las cercanías del Círculo Polar Ártico.
Ese proceso de colonización incluyó la imposición de un idioma, una religión y una idiosincrasia que, queramos o no, hoy forma parte de nuestro ser más profundo, ese que nos identifica como americanos.
Pero, a la par de este proceso colonizador, en dirección opuesta, es decir, de América para Europa, también hubo un avance de gran importancia, sólo que en este caso los espacios conquistados fueron las cocinas, las mesas y el paladar de los habitantes del Viejo Continente.

Las ocho fantásticas
Ocurrió que, en las décadas y siglos que siguieron al gran encuentro cultural de 1492, ocho plantas del continente americano se lanzaron a la conquista del mundo.
Estas ocho plantas que conquistaron el mundo, desde los inicios del siglo XVI hasta ahora, fueron las siguientes: el maíz, la papa, el tomate, el cacao, la piña, la vainilla, el ají y el chicozapote, del que se obtiene el chicle.
Hubo y hay una novena planta americana que también conquistó a Europa y al resto del mundo, pero de ésta no podemos sentirnos orgullosos.
Se trata, obviamente, de la planta cuyo consumo ha ocasionado más muertes que ninguna otra, en la historia de la humanidad: el tabaco.
Otras plantas que fueron empleadas con tanta o mayor frecuencia que las mencionadas por los incas, los aztecas y otros pueblos indígenas americanos, también viajaron sobre el Atlántico, pero no corrieron la misma suerte y hoy son casi desconocidas.
Entre ellas, estuvieron el amaranto, la chufa, el arracachá, la chirimoya y la quinua.
La materia de la que estamos hechos
El maíz ha tenido tanto peso en la alimentación de nuestro continente que puede decirse que es el cereal más consumido en el mismo.
Pese a la influencia europea de los últimos cinco siglos, el trigo, que es el cereal por excelencia del Viejo Continente, nunca ha podido desplazar al maíz como el principal alimento en la mayoría de nuestros países.
Tampoco el arroz, que es el cereal más importante de Asia, ha podido superar la preferencia que los americanos tenemos por el maíz.
Dicho en palabras del Premio Nóbel de Literatura guatemalteco, Miguel Ángel Asturias, somos hombres de maíz pues, según el Popol Vuh, el libro sagrado de los maya quiché, estamos hechos de esta sustancia.
Otras tres plantas del continente americano que se instalaron en las cocinas de Europa y el resto del mundo fueron la papa, el tomate y, el más exótico de todos, el cacao, de donde se obtiene esa delicia irresistible que es el chocolate.
También ha tenido gran difusión el chicozapote, pues de él se obtiene el chicle.
En este recuento no podemos olvidar el papel de embajadores del sabor americano que han cumplido la piña, la vainilla y el ají, infaltables hoy en la mayoría de las cocinas del mundo.
El malo de la película
Para cerrar, haremos referencia a la novena planta que ha dado renombre al continente americano: el tabaco.
Éste fue cultivado por diversas etnias indígenas de nuestro continente y usado con fines exclusivamente rituales; mas, al darse a conocer al mundo, constituyó el punto oscuro de la gloriosa historia vegetal de América.

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Literatura y veneno
Cuando los escritores destruyen a sus colegas

Claudio Magris

Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido recicladas; entretanto, para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; La Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.
Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos, desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo éste— muestra el escenario literario (y en general el artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político. Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya, metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle nada a Beethoven y que se puede y se debe amar a la vez a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett.
Como en la casa del Padre, según el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?
Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas que, al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres dedicados a las Musas. La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían citar.
Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.
El arte ilumina a fondo estas contradicciones y, para hacerlo, está obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.
El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas y también en las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace Nabokov, es un craso tropezón.

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Traducción de María Teresa Meneses.
Texto tomado de Il Corriere della Sera , 14 de julio de 2006 y por mí de ddooss, la página web de la Asociación de Amigos del Arte y la Cultura de Valladolid.