viernes, 5 de octubre de 2007

DE VUELTA EN VALENCIA, VENEZUELA

Para esta edición elegí uno de los textos narrativos que aparecerán, próximamente, en Editorial Alfaguara, reunidos bajo el título Papá, el escritor. El cuento lleva por nombre "Un ladrón en Central Park".
A continuación, incluyo unos consejos para escribir del escritor ruso Anton Chejov. Debo señalar que estoy de acuerdo con la mayoría de tales consejos, pero no con todos. Los publico tal como los leí, para aprovechamiento de los lectores de este espacio.
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UN LADRÓN EN CENTRAL PARK

Antes, cuando ir a Nueva York no parecía peligroso, papá fue a la Universidad de Columbia a dar tres conferencias sobre literatura venezolana (creo).
Papá es un escritor muy conocido. No sólo escribe libros sino también artículos para periódicos y revistas, ponencias y libretos para la radio, la televisión y el cine.
En la red, hay una página con sus cuentos que visita mucha gente. En la portada de esta página, papá está en Machu Picchu.
A mí no me gusta esa foto –aunque la tomé yo–, porque, cuando la hicimos, hace más o menos un año, él estaba gordo. No gordo ballena, ni gordo elefante y ni siquiera gordo hipopótamo. Simplemente gordo, con la barriga sobresaliendo de su persona, como si se hubiera tragado el melón más grande del mundo.
Ahora no, ahora está en la línea y se parece más a él, a la idea que, desde pequeña, tengo de él.
Ya tiene varios meses así y hasta parece más joven. Yo creía que estaba enamorado, que tenía novia nueva, pero no. Ha bajado de peso porque ha querido hacerlo, no para gustarle a alguien.
Porque eso tiene él: cuando alguien le gusta, se pone pepito y hasta limpia los zapatos cada vez que va a salir. Uno lo ve peinadito y arregladito y puede jurarlo: está enamorado.
Desde que murió mamá, hace ocho años, se ha enamorado varias veces. Ninguna en serio, aunque durante unos días y a toda hora parece que fuera a sacar la cédula de identidad o viviera en una embajada.
Una noche, hace como dos o tres meses, cuando llegó a casa de dar clases en la universidad, le dije:
–¡Eso, papi, estás en la línea!
–Yo nunca he dejado de estar en la línea –contestó–. Lo que pasa es que antes estaba en la línea curva.
Le encanta hacer chistes. Chistes malos como ese. Yo le pongo cara de jabalí con dolor de muelas cada vez que lo hace, pero no escarmienta (¡él se aprovecha de que uno lo quiere mucho para soltar cada cosa!).
Y, hablando de querer, como además de escritor y profesor universitario, papá escribe en un diario, tiene mucha gente que lo quiere y lo admira.
No sé cuántas personas lo leen pero tiene muchísimos lectores y es muy querido por la mayoría de ellos. Todas las noches pasa dos o tres horas contestando su correo electrónico. Casi todas las cartas que le envían son cariñosas y de apoyo. Pero también las hay odiosas y hasta amenazantes.
Dos de ellas no sólo lo han amenazado a él, sino también a mí. Esas dos las guardo en mi disco duro (quiero decir, en el de la compu). Una de ellas venía de una dirección electrónica que, según averiguó papá, sólo se abrió para mandar una carta que terminaba así:
“Cuide lo que dice en sus escritos. Tenemos vigilada su casa, conocemos todos sus movimientos y los de su hija”.
La otra, horriblemente redactada, parecía venir, como él dijo, de un aprendiz de gánster. Después de amenazarlo con “un acsidente”, decía:
“Recuerdese que tiene una hija y que ella tanbien sera viptima”.
Uno ve eso en películas o lo lee en un libro y le parece exagerado o estúpido y ni siquiera le pone atención. Pero es terrible leerlo en un correo que le mandan a tu padre.
Papá me mostró la segunda uno o dos días después de que le llegó, pero de la primera no me dijo nada. No me lo dijo pero yo me enteré igual porque lo oí hablando por teléfono con el director de El Diario, el periódico donde escribe.
Como se metió en su cuarto a hablar –y eso sólo lo hace cuando tiene alguna novia–, yo dejé de ver la televisión y me fui al baño para escuchar lo que decía (las ventanas de su cuarto y la del baño tienen un efecto acústico que hace que se escuche clarito en un lugar lo que se dice en el otro), y oí suficiente como para asustarme.
(Papi, no pongas esa cara: esto no lo hago siempre. Lo hice esa vez para averiguar si habías adelgazado porque tenías novia).
Más tarde, cuando papá estaba respondiendo su correo electrónico, en un momento en que se apartó de la computadora para atender una llamada, yo entré rapidito a su estudio y reenvié la carta a mi propio buzón electrónico (¡sí papi, lo hice para leerlo! ¡Pero tú tienes la culpa, porque debiste mostrármela!).
Al día siguiente, mientras almorzábamos, le hablé de la carta.
–¿Cómo te enteraste de eso? –preguntó.
–Por casualidad –respondí.
–Aunque todo lo sabes por casualidad, te voy a recomendar para que trabajes en la CIA, en el KGB o en el Servicio Secreto de Su Majestad –bromeó.
De todas maneras, charlamos sobre el peligro que corríamos, si la amenaza era de verdad, y tomamos algunas precauciones.
Papá compró dos paralizers, para rociar a cualquiera que nos atacara; cuando entrábamos o salíamos del edificio lo llevábamos en la mano.
Cada vez que salíamos, cargábamos con nosotros el teléfono móvil, con la expresión S.O.S., preparada para ser enviada como mensaje al instante.
Nos mandábamos mensajes de texto cada tres horas, para saber que estábamos bien, y pusimos una cerradura adicional en la puerta del apartamento.
–¡Qué ironía –le dijo papá al cerrajero, mientras éste trabajaba–: ponemos cerraduras y más cerraduras, rejas y más rejas, y vigilantes y más vigilantes, para que los delincuentes no entren a robarnos, y quienes ahora estamos prisioneros somos nosotros!
–Sí –le contestó el cerrajero, hablando como en una serie de dibujos animados japonesa–, mientras los decentes estamos presos, los maleantes se han apoderado de la calle.
Estuvimos paranoicos más de una semana.
Después, papá dijo que no podíamos seguir como el gobierno de los Estados Unidos tiene a su gente, con miedo de vivir, y bajamos la guardia.
–Una cosa es ser precavido –agregó–, y otra ser miedoso.
Carmela, la profe de Castellano y Literatura que tuve el año pasado en séptimo, dice que papá es un columnista muy valiente, porque no sólo denuncia las cosas malas que hace el gobierno, sino también las que hace la oposición.
–Pero tu papi –dice, coquetamente–, tiene algo muy bueno que lo diferencia de los demás columnistas y es que siempre sugiere soluciones y propone salidas a lo que denuncia.
Cada vez que la profe Carmela ve a papá se derrite. El día en que él va a pagar la mensualidad, ella ronda por la administración hasta que lo ve y le habla.
–¿Cómo está usted? –lo saluda muy formalmente, pero yo sé que le gustaría declarársele, saltarle encima a besarlo y todo eso. ¡Se le ve a kilómetros! (Cleo dice que, un día de éstos, la profe amanece en mi casa y papá me la presenta como mi nueva mamá).
Papá le contesta con mucha educación y, como es tan despistado, no se da cuenta del efecto que causa en ella.
–¡Eso, papi, la profe Carmela te está echando los perros! –le dije el otro día.
–La profe Carmela… ¿cuál de tus profesoras es la profe Carmela?
–¡Ah, sí, te vas a hacer el loco! ¡La profe Carmela es la rubia delgadita que se vuelve mantequilla cada vez que te ve!
–Yo no he visto que se vuelva mantequilla –rechaza.
–¡Ah, ¿viste que sí sabes quién es?!
Ya la profe Carmela no me da clases, pero cada dos o tres días, en los recreos, se me acerca y me pregunta por papá. A veces le manda un papelito y, hasta dónde sé, lo ha llamado varias veces por teléfono.
Ella es buena persona y no me molestaría que se convirtiera en mi nueva mami. Pero creo que a papá no le gusta.
Y, hablando de papá y volviendo a lo que él escribe (cuando él leyó este cuento, me dijo que esta frase no le gustaba, porque en ella había dos gerundios seguidos), he visto que él denuncia alguno de los problemas que tiene el país y, con frecuencia, las personas que se sienten afectadas por lo que él dice le contestan.
A veces lo hacen en otro artículo, a veces en una entrevista que les hace algún periodista y a veces en un aviso pagado de media página o de página entera, en El Diario.
Él responde a lo que le contestan, después le vuelven a contestar, y así siguen, armando lo que en los periódicos llaman una polémica.
Yo pensaba antes que estas polémicas no le gustaban a nadie pero resulta que no es así: le encantan a los lectores y, especialmente, a los dueños de El Diario, porque así venden más periódicos.
Hay otra razón por la que papá también es querido y odiado todos los años por miles de personas a la vez.
Ocurre que dos de sus libros se leen obligatoriamente en octavo año –el que yo estoy empezando a cursar ahora, así que pronto me tocará volver a leerlos–: su novela Espejo de barro y su libro de cuentos El zoo urbano.
Cuando llega el tiempo en que las profesoras los mandan a leer, decenas de miles de estudiantes se comerían vivo a papá si lo tuvieran al frente.
El año pasado, Federico, uno que ahora está en noveno, se enojó conmigo cuando supo que yo era hija del autor del libro que, según él, le impediría salir de su casa el siguiente fin de semana.
–¡Si tu papá no escribiera esas porquerías, nosotros no tendríamos que estar leyéndolas! –me gritó en el pasillo del segundo piso del colegio.
–¡Porquería eres tú –le respondí–, y te molestas cuando te mandan a leer algo en clases, simplemente porque no sabes leer! ¡Qué digo leer, tú ni siquiera sabes deletrear mamá!
Estoy segura de que, si no fuera mujer, me habría pegado. Levantó la mano y todo.
–¡Pégame, pues! –lo reté–. ¡Atrévete a pegarme!
Él no me pegó pero sí lo hizo Candelaria, su hermana, más o menos media hora después. Yo también le di a ella dos cuadernazos y un librazo, antes de que nos separaran (por cierto, le pegué en la cabeza con el libro de geografía, ¡que pesa como una ballena peluda!).
A las dos nos llamaron la atención y todavía no me explico cómo no citaron a nuestros representantes.
Margarita opina que debió ser porque a los del colegio les dio pena llamar a papá y decirle que su hija se había peleado con otra estudiante por defenderlo.
Con eso de sus libros que mandan a leer todos los años también me han pasado otras cosas, pero ninguna como la anterior.
Lo más que habían hecho era mirarme feo durante varios días o, disimuladamente, ponerme el pie en la entrada al comedor para hacerme una zancadilla o escribir en pizarrones cosas como “Natalia, cómete los libros de tu papá antes de que los publique”; “!Muerte a los escritores y a sus hijas!” y “Natalia, mi amor, hazme el trabajo de literatura”.
En esos días, se me acercan muchos estudiantes a preguntarme qué quiso decir con tal o cual frase; en qué se inspiró para escribir la novela o éste o aquel cuento; que si es verdad lo que él cuenta en esos libros; que cuál de los personajes soy yo y cuál es él, y cosas así.
Algunos hasta me piden que le lleve su trabajo a papá para que él lo revise, antes de entregárselo a la profesora. O me piden que lo revise yo, como si fuera experta en el asunto.
A la mayoría de los estudiantes que leen Espejo de barro o El zoo urbano –o los dos–, esos libros les gustan. Muchas veces me han pedido que lo felicite por escribir tan bien o que le dé las gracias por hacerlos pasar un buen rato.
Pero todavía lo detestan –y bastante–, aquellos estudiantes a los que los libros no le gustaron y aún así tienen escribir un trabajo, hacer una exposición en su salón o presentar un examen.
–La literatura no debería estudiarse en los colegios –dice papá y yo creo que tiene razón–, porque se agarra un libro, se le asesina y después se le hace una autopsia: que si cuántos personajes tiene, en qué ambientes se mueven esos personajes, y toneladas de cosas así. Muchos profesores se preguntan por qué a los estudiantes el libro les parece muerto y, sin duda alguna, es por eso: porque al libro se le roba la vida. Lo que debería enseñarse es a disfrutar cada libro, a leerlo como si nos asomáramos a otras vidas que, en cualquier momento, pudieran ser las nuestras.
Así habla papá cuando se inspira.
Pero, ahora que me acuerdo, no era a nada de lo anterior a lo que me quería referir. Empecé contando que él fue a Nueva York a dar tres conferencias en la Universidad de Columbia (como ya dije, no estoy segura, pero me parece que eran sobre literatura venezolana) y me puse a hablar de otras cosas.
Tengo esa mala costumbre.
Precisamente por eso –y por mi cabello color oro viejo–, papá me llama La Rama Dorada, como un libro de un señor que se llamaba James George Frazer.
–Siempre andas por las ramas –me dice.
–Pero la rama no anda por ella misma –le repliqué una vez–. Si anduviera por las ramas, deberías llamarme La Hormiga Dorada.
–¡Ya empezaste con tus refutaciones de bolsillo! –soltó, antes de huir a su estudio.
Regresando a lo que empecé a contar, por esos días en que fue a Nueva York, papá estaba medio loco, terminando una novela que debía entregar a una editorial española y preparando dos cursos para la Universidad Simón Bolívar, donde trabaja: uno sobre la historia del cuento en el mundo y otro sobre los cuentos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, dos escritores argentinos que él admira más que a nadie.
Como a papá le gusta correr por las calles para mantenerse en forma, antes de su viaje a Nueva York, planeó hacerlo por Central Park.
Juntos leímos en una de las enciclopedias que hay en casa que el parque tiene 3.400 metros de largo (no decía nada de su anchura).
Por eso, tan pronto llegó al hotel, se preparó para recorrerlo por fuera. Al día siguiente, haría el recorrido por su interior.
No le importó que ya empezaba a oscurecer, ni que las calles estaban llenas de gente que regresaba a sus casas desde sus trabajos, ni que había miles de carros echando humo y algunos sonando sus bocinas, porque casi no se movían, atascados en el tráfico.
Cuando el recepcionista del hotel donde lo vio salir con sus zapatos deportivos, su sudadera y una botella de agua mineral metida en una cartuchera, como si fuera una pistola, le preguntó por dónde pensaba correr.
–Por Central Park –contestó papá, entusiasmado.
El recepcionista le advirtió que, en algunos lugares del parque, era muy peligroso correr por la noche.
–Hay muchos sectores mal iluminados, perfectos para que lo embosque un ladrón.
Papá agradeció la advertencia, pero no le hizo caso. Igual salió a dar su vuelta completa alrededor de Central Park.
Como a los quince minutos de haber salido y precisamente en un paraje poco iluminado, papá tropezó con un hombre que también iba trajeado como un corredor.
Papá le pidió disculpas en inglés (“Excuse me”), pero el hombre no le respondió. O tal vez sí, pero papá dice que él no lo escuchó.
Más o menos cien metros adelante, papá tuvo un presentimiento y revisó los bolsillos de su sudadera. Se asustó al descubrir que le faltaban su billetera y su pasaporte.
–¡Qué ladrón tan fino! –dijo en voz alta, admirado de que, en un momentico, que fue lo que duró el tropezón, el hombre que también iba vestido de corredor le hubiera quitado esas dos cosas. Luego siguió hablando en voz alta con admiración–. ¡Qué manos tiene ese tipo: no sentí nada! ¡Deberían darle el campeonato mundial de los carteristas!
En un primer momento, papá no supo qué hacer pero, cuando comprendió el tamaño de su tragedia –estar indocumentado y sin dinero en los Estados Unidos–, decidió rehacer el camino y ver si encontraba de nuevo al falso corredor.
Tuvo suerte: cuatrocientos o quinientos metros más adelante, volvió a verlo.
Papá aceleró sus pasos y lo alcanzó. Cuando estuvo a su lado, le exigió en inglés y en español que le entregara su billetera y su pasaporte.
Asombrado de ver de nuevo a papá, el hombre trató de escapar, pero ya iba tan cansado que no pudo.
Papá insistió y volvió a pedirle la billetera y el pasaporte, pero el supuesto corredor se negó a dárselos.
Entonces papá lo agarró por la sudadera y, después de darle dos golpes –uno en el estómago y otro en la cara–, el hombre cayó al suelo.
Papá no perdió tiempo y, aprovechando que el ladrón estaba caído, tomó la billetera y el pasaporte de los bolsillos traseros de los pantalones.
En el momento en que papá se marchaba, el ladrón se incorporó y echó a correr en dirección contraria, llamando a gritos a la policía.
Papá regresó al hotel pensando en la desfachatez de ese hombre que, después de robarlo, se había atrevido a llamar a la policía.
–Menos mal que no apareció ningún agente –pensó–, si no, quién sabe qué hubiera ocurrido. Con esa caradura, no me extrañaría que buscara demandarme después.
No quiso detenerse a conversar con el recepcionista del hotel que le hizo la advertencia y por eso sólo contestó “fine”, cuando aquél le preguntó cómo le había ido. Además, estaba cansado, no tanto por la carrera sino por el mal rato.
Papá entró a su habitación y encendió las luces.
Lo primero que hizo –por eso insisto en que es coqueto–, fue revisarse en el espejo del baño, a ver si tenía alguna señal de la pelea.
Al comprobar que no, salió del baño y, mientras se desvestía para entrar en la ducha, se dirigió a la cama.
Entonces, cuando fue a colocar la billetera y el pasaporte en la mesita de noche, se dio cuenta –con horror–, de que allí estaban los suyos, tanto su billetera como su pasaporte.
Según los documentos que dormían en la billetera que papá tenía en sus manos, el otro corredor era un ejecutivo egipcio que se hallaba en viaje de negocios en Nueva York y estaba alojado en un pequeño hotel al norte de Manhattan. Como estaba afiliado a un club de trotadores de Alejandría, papá supo que el ejecutivo era, como él, alguien que salía a la calle a correr para mantenerse en forma.
Esa misma noche y, anónimamente, papá devolvió la billetera –con dos billetes de cien dólares y tres de veinte que había en ella–, y el pasaporte, junto a una nota en la que decía haberlos hallado en una de las calles que bordean a Central Park.
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CONSEJOS PARA ESCRIBIR

Antón Chejov

Cuando escribo, no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
No seamos charlatanes y digamos con franqueza que, en este mundo, no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
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Anton Chejov (1860-1904) dramaturgo y cuentista ruso, uno de los más sobresalientes representantes de la escuela realista. Consejos extraídos de Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores, de Piero Brunello.

DESDE BESANCON

En este número que publico desde Beçanson, Francia, incluyo tres poemas en prosa inéditos de un libro que trabajo actualmente, en cámara lenta. Cada uno de estos poemas ha nacido de una imagen entrevista en la noche. De allí que les llame Nocturnos. Pretenden resolverse en tres frases, como el haikú, pero sin límite de palabras o de espacio.
El blog lo completa "Construcción", un poema-canción del notable cantautor brasileño Chico Buarque. Aunque es muy conocido, descubrí en días pasados que no lo es tanto por quienes tienen menos de treinta años. En Internet deben hallarse las versiones cantadas por el autor en portugués (original) y en español.
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TRES POEMAS

Nocturno No. 1
Nubes de silencio llueven soledades. El candil oscurece mis pensamientos. Apenas comienza la noche.
Nocturno No. 2
La calle se tizna de azul. Tímidamente, roza el negro. El neón es una luna delgada que acaricia los pasos.
Nocturno No. 3
Un ángel con las alas chamuscadas recorre el infierno. Anda en busca del amor. Sólo ve rostros de humo, almas en espiral circunvolando las llamas.
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CONSTRUCCIÓN

Chico Buarque




Amó aquella vez como si fuese última,
besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.
Subió a la construcción como si fuese máquina,
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas,
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico,
sus ojos embotados de cemento y lágrima.
Sentóse a descansar como si fuese sábado,
comió su pobre arroz como si fuese un príncipe,
bebió y sollozó como si fuese un náufrago,
danzó y se rió como si oyese música
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico.
Y flotó por el aire cual si fuese un pájaro,
y terminó en el suelo como un bulto fláccido,
y agonizó en el medio del paseo público.
Murió a contramano entorpeciendo el tránsito.

Amó aquella vez como si fuese el último,
besó a su mujer como si fuese única,
y a cada hijo suyo cual si fuese el pródigo,
y atravesó la calle con su paso alcohólico.
Subió a la construcción como si fuese sólida,
alzó en el balcón cuatro paredes mágicas,
ladrillo con ladrillo en un diseño lógico,
sus ojos embotados de cemento y tránsito.
Sentóse a descansar como si fuese un príncipe,
comió su pobre arroz como si fuese el máximo,
bebió y sollozó como si fuese máquina,
danzó y se rió como si fuese el próximo
y tropezó en el cielo cual si oyese música.
Y flotó por el aire cual si fuese sábado,
y terminó en el suelo como un bulto tímido,
agonizó en el medio del paseo náufrago.
Murió a contramano entorpeciendo el público.

Amó aquella vez como si fuese máquina,
besó a su mujer como si fuese lógico,
alzó en el balcón cuatro paredes fláccidas,
Sentóse a descansar como si fuese un pájaro,
Y flotó en el aire cual si fuese un príncipe,
Y terminó en el suelo como un bulto alcohólico.
Murió a contramano entorpeciendo el sábado.

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Imagen:Chico Buarque, en el Palácio de las Artes, Belo Horizonte, el 9 de diciembre de 2006. Tomada por Sylvio Coutinho.

DESDE FRANCFURT

Este número de Caravasar lo publico desde la ciudad alemana de Francfurt, donde me encuentro en calidad de invitado de la Feria Internacional del Libro.
Además del texto en el que doy cuenta del secreto de la genialidad por parte de dos grandes artistas, incluyo uno de los cuentos de Jorge Luís Borges que más me gustan: "La rosa de Paracelso".

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LA GENIALIDAD CONSISTE
EN HACER FÁCIL LO DIFÍCIL


Quienes no somos geniales, vivimos preguntándonos cómo es que algunas personas tienen el don de realizar una labor artística, deportiva o de otra índole, con absoluta naturalidad y sencillez.
De allí que, en las entrevistas a grandes personalidades, nunca falte una pregunta de cuya respuesta se espera la revelación de un secreto que nos permita ser más de lo que nos resignamos a ser.
En mis búsquedas de este tipo en libros y en la red, me topé con dos de estas respuestas, debidas a dos genios en sus respectivas especialidades: Johann Sebastián Bach, en la música, y a Vaslav Nijinsky en la danza.
Ambos coincidieron en señalar que el secreto de su arte radicaba nada menos que en hacer fácil lo difícil.
Música automática
Un día, al término de una misa en la que, como de costumbre, interpretó al órgano una de sus notables composiciones, Johann Sebastian Bach fue abordado por uno de los fieles, que le dijo lo siguiente:
–Maestro, todos los domingos me deleito oyéndole tocar el órgano, porque lo hace de una manera notable.
–No hay nada notable en ello –lo cortó secamente Bach–. Todo lo que hay que hacer es atacar las notas a su debido tiempo y la música sale sola.
Antigravedad
A comienzos del siglo Veinte, el bailarín ruso Vaslav Nijinsky fue considerado como el mejor del mundo, no sólo por el público sino también por la casi totalidad de de sus colegas y rivales.
Una de las cosas que más se admiraba de su depurada técnica eran sus saltos en el escenario, que fascinaban porque durante ellos Nijinsky parecía flotar libre de la influencia de la gravedad.
Un periodista que asistió a uno de sus ensayos y lo vio levitar varias veces le preguntó:
–¿Como hace usted eso?
–Muy sencillo –respondió Nijinsky–. Basta con dar un salto y quedarse parado un momento en el aire.
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Imágenes:
Retrato de Bach realizado por Elias Gotrieb Haussmann (1695-1766). Puede verse en el Museo de la ciudad de Leipzig.
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Fotografía de Nijinsky en la Danza Siamesa del ballet Orientales, tomada el 19 de junio de 1910 por Eugène Druet (Francia, 1868–1917).
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LA ROSA DE PARACELSO

Jorge Luis Borges

EN SU TALLER que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló:
-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente –dijo no sin cierta pompa. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro -. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
-El oro no me importa- respondió el otro.
-Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro miró con recelo. Dijo con voz distinta:
-Pero.. ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos dicen que no, y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la Tierra Prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
-¿Cuándo?- preguntó con inquietud Paracelso.
-Ahora mismo - contestó con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. El muchacho elevó en el aire la rosa.
-Es fama -dijo - que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
-Eres muy crédulo- dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la Rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
-Eres crédulo - dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
-Nadie es incapaz de destruirla - dijo el discípulo.
-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
-No estamos en el Paraíso - habló tercamente el muchacho; - aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto de pie e inquirió:
-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
-Una rosa puede quemarse- desafió el discípulo.
-Aún queda el fuego en la chimenea. Si arrojamos esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
-¿Una palabra?- dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvos los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso lo miró con tristeza.
-El atanor esta apagado – repitió – y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
-No me atrevo a preguntar cuáles son - dijo el otro con astucia o con humildad.
-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Kabalah.
El discípulo dijo con frialdad:
-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y solo quedó un poco de ceniza.
Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompaño hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja.
Y la rosa resurgió.
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Imagen:
Paracelso, según imagen que aparece en Wikipedia.

EL NUEVO CARAVASAR

A partir de este número, este blog retorna del coma en que se hallaba, debido a la gran cantidad de trabajo que he tenido en los últimos meses.
Y lo hace sin la desmesura de los primeros 25 números, cuando pretendió ser una revista literaria y me consumía tres y cuatro días de trabajo, entre la búsqueda de los materiales y las imágenes, y la revisión y corrección de los textos.
Luego, lo he mantenido al mínimo, apelando las más de las veces a mi archivo personal y otras escribiendo algo muy puntual para el espacio.
Pero esta fórmula no me ha satisfecho en ningún momento. Por ello, he buscado algo que, sin atiborrarme de trabajo, me permita compartir con mis fieles visitantes y lectores no sólo mis textos narrativos y reflexivos, sino aquellos cuentos, poemas, ensayos y artículos de otros autores que, tras yo leerlos en la red, me hayan gustado.
Esto era lo que hacía originalmente, cuando mostraba ocho, diez o doce textos distintos, pero ahora seré mesurado: sólo presentaré uno y algún texto mío o sobre mi obra.
Hoy inicio esta nueva etapa –ya van cuatro–, con nuevo formato y plantilla, que, espero, sea la definitiva y agradezco enormemente a quienes, pese a los vaivenes de este espacio, siempre lo visitan con cariño.
En esta ocasión, quiero compartir con ustedes un texto de la escritora cubana Mirta Yánez que, estoy seguro, les sorprenderá.

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VERSIÓN ORIGINAL

Mirta Yánez

ACABA DE MORIR EN FLORENCIA el último de la descendencia bastarda de la familia Bardi. Esta noticia podría pasar por alto si se desconoce que un Bardi auténtico tomó por esposa a Beatriz, la musa de Dante e inspiradora de La Comedia.
Hasta su deceso, este infeliz había conservado oculto, en el mayor de los secretos, un manuscrito original de los célebres versos. Por desgracia, esta papelería –fechada en marzo de 1300– pertenece irrefutablemente a la mano del genio florentino. Si hubiera el menor resquicio a la duda, esta historia nunca habría tenido la más mínima posibilidad de acceder a la luz pública.
Cabe suponer que la estricta reserva de tantos siglos obedece a un móvil cuya enormidad explica por sí sola el silencio. Conservados en perfecto estado, los pliegos de esta versión prima se limitan al Canto V, donde aparecen sentenciados los lujuriosos.
Los versos originales aquí preservados en su prístino designio, sufrieron posteriormente un cambio con toda certeza intencional, de puño y letra del propio Dante, alteración asentada después como definitiva y que narra la tragedia de Paolo y Francesca.
Los famosos amantes, castigados livianamente a vagar juntos llevados por el viento y no como debían haber merecido, dada la naturaleza nefanda de sus amores, tal da fe el malhadado legado de Bardi, a penar en el recinto Tres del Séptimo Círculo de los violentadores (como sí sucede con el propio maestro del Poeta, Micer Brunetto Latini quien se abrasa solitario bajo la lluvia de fuego), se llamaban en realidad Paolo y Francesco.
Este horroroso descubrimiento cambia abruptamente la noción que hasta ahora se ha tenido de la obra y abre turbulentas interrogantes. La transgresión de la ley de los sexos llevaría al excelso vate a cambiar la letra final del nombre, transformándolo por obra y gracia de una errata (si se le puede llamar así), en una Francesca que, aunque pecadora, no violaba tan desafiantemente los inamovibles preceptos de la virilidad?
¿Por qué Paolo y Francesco disfrutan de cierto indulto, en tanto sus iguales fueron sentenciados al fuego continuo? ¿Dante prefirió esta versión para tranquilidad de los lectores y el estudio reposado de los educandos?
Sea como sea, ahora estamos obligados a revisar La Divina Comedia de punta a cabo, a replantear la historia de la literatura, las reglas de la lógica y la ética, desde Aristóteles hasta hoy, y tal vez a echar abajo toda la cultura occidental.
Quién sabe cuántas hecatombes más desencadene en el universo esta revelación!

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Texto tomado de México Volitivo. Dirección:
http://mexicovolitivo.com/2002/Julio/version.html
Imagen: Jean-Auguste-Dominique Ingres. Paolo y Francesca (1819).
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Versión original, de Mirta Yáñez (izq.), resulta sumamente ingenioso y singular. Construido a partir de una noticia en apariencia insignificante (la muerte del último descendiente bastardo de la familia Bardi en Florencia) establece desde sus primeras líneas relaciones intertextuales con la Divina Comedia y logra estremecer los siglos de recepción que, hasta hoy, ha tenido la célebre obra de Dante. Según el narrador, el descubrimiento del manuscrito original de los versos ha develado que, en la versión primera, se condenaba el amor de Paolo y Francesco, y fue el propio autor quien luego hizo de este un personaje femenino.
Como si no bastara el efecto de conmoción que esta novedad provoca, la voz narradora incluye una serie de interrogantes que obligan al lector a cuestionarse y replantearse la historia de la literatura y hasta de la propia cultura occidental, en lo que deviene un intenso juego de pensamiento e imaginación: Yánez crea una ficción y, a través de ella, el lector con competencia literaria atribuye infinidad de causas al acto correctivo de Dante e imagina los posibles derroteros de la literatura de este hemisferio de haber sido dos hombres los famosos amantes del texto.
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Fragmento del artículo “Del adulterio y otros demonios”, de Anette Jiménez Marata, publicado el 27 de mayo de 2007, en el diario cubano Juventud rebelde.
“Versión original” es un cuento de Mirta Yánez, que figura en su libro Falsos Documentos, Editorial Unión, La Habana, 2005.
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