Para esta edición elegí uno de los textos narrativos que aparecerán, próximamente, en Editorial Alfaguara, reunidos bajo el título Papá, el escritor. El cuento lleva por nombre "Un ladrón en Central Park".
A continuación, incluyo unos consejos para escribir del escritor ruso Anton Chejov. Debo señalar que estoy de acuerdo con la mayoría de tales consejos, pero no con todos. Los publico tal como los leí, para aprovechamiento de los lectores de este espacio.
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UN LADRÓN EN CENTRAL PARK
Antes, cuando ir a Nueva York no parecía peligroso, papá fue a la Universidad de Columbia a dar tres conferencias sobre literatura venezolana (creo).
Papá es un escritor muy conocido. No sólo escribe libros sino también artículos para periódicos y revistas, ponencias y libretos para la radio, la televisión y el cine.
En la red, hay una página con sus cuentos que visita mucha gente. En la portada de esta página, papá está en Machu Picchu.
A mí no me gusta esa foto –aunque la tomé yo–, porque, cuando la hicimos, hace más o menos un año, él estaba gordo. No gordo ballena, ni gordo elefante y ni siquiera gordo hipopótamo. Simplemente gordo, con la barriga sobresaliendo de su persona, como si se hubiera tragado el melón más grande del mundo.
Ahora no, ahora está en la línea y se parece más a él, a la idea que, desde pequeña, tengo de él.
Ya tiene varios meses así y hasta parece más joven. Yo creía que estaba enamorado, que tenía novia nueva, pero no. Ha bajado de peso porque ha querido hacerlo, no para gustarle a alguien.
Porque eso tiene él: cuando alguien le gusta, se pone pepito y hasta limpia los zapatos cada vez que va a salir. Uno lo ve peinadito y arregladito y puede jurarlo: está enamorado.
Desde que murió mamá, hace ocho años, se ha enamorado varias veces. Ninguna en serio, aunque durante unos días y a toda hora parece que fuera a sacar la cédula de identidad o viviera en una embajada.
Una noche, hace como dos o tres meses, cuando llegó a casa de dar clases en la universidad, le dije:
–¡Eso, papi, estás en la línea!
–Yo nunca he dejado de estar en la línea –contestó–. Lo que pasa es que antes estaba en la línea curva.
Le encanta hacer chistes. Chistes malos como ese. Yo le pongo cara de jabalí con dolor de muelas cada vez que lo hace, pero no escarmienta (¡él se aprovecha de que uno lo quiere mucho para soltar cada cosa!).
Y, hablando de querer, como además de escritor y profesor universitario, papá escribe en un diario, tiene mucha gente que lo quiere y lo admira.
No sé cuántas personas lo leen pero tiene muchísimos lectores y es muy querido por la mayoría de ellos. Todas las noches pasa dos o tres horas contestando su correo electrónico. Casi todas las cartas que le envían son cariñosas y de apoyo. Pero también las hay odiosas y hasta amenazantes.
Dos de ellas no sólo lo han amenazado a él, sino también a mí. Esas dos las guardo en mi disco duro (quiero decir, en el de la compu). Una de ellas venía de una dirección electrónica que, según averiguó papá, sólo se abrió para mandar una carta que terminaba así:
“Cuide lo que dice en sus escritos. Tenemos vigilada su casa, conocemos todos sus movimientos y los de su hija”.
La otra, horriblemente redactada, parecía venir, como él dijo, de un aprendiz de gánster. Después de amenazarlo con “un acsidente”, decía:
“Recuerdese que tiene una hija y que ella tanbien sera viptima”.
Uno ve eso en películas o lo lee en un libro y le parece exagerado o estúpido y ni siquiera le pone atención. Pero es terrible leerlo en un correo que le mandan a tu padre.
Papá me mostró la segunda uno o dos días después de que le llegó, pero de la primera no me dijo nada. No me lo dijo pero yo me enteré igual porque lo oí hablando por teléfono con el director de El Diario, el periódico donde escribe.
Como se metió en su cuarto a hablar –y eso sólo lo hace cuando tiene alguna novia–, yo dejé de ver la televisión y me fui al baño para escuchar lo que decía (las ventanas de su cuarto y la del baño tienen un efecto acústico que hace que se escuche clarito en un lugar lo que se dice en el otro), y oí suficiente como para asustarme.
(Papi, no pongas esa cara: esto no lo hago siempre. Lo hice esa vez para averiguar si habías adelgazado porque tenías novia).
Más tarde, cuando papá estaba respondiendo su correo electrónico, en un momento en que se apartó de la computadora para atender una llamada, yo entré rapidito a su estudio y reenvié la carta a mi propio buzón electrónico (¡sí papi, lo hice para leerlo! ¡Pero tú tienes la culpa, porque debiste mostrármela!).
Al día siguiente, mientras almorzábamos, le hablé de la carta.
–¿Cómo te enteraste de eso? –preguntó.
–Por casualidad –respondí.
–Aunque todo lo sabes por casualidad, te voy a recomendar para que trabajes en la CIA, en el KGB o en el Servicio Secreto de Su Majestad –bromeó.
De todas maneras, charlamos sobre el peligro que corríamos, si la amenaza era de verdad, y tomamos algunas precauciones.
Papá compró dos paralizers, para rociar a cualquiera que nos atacara; cuando entrábamos o salíamos del edificio lo llevábamos en la mano.
Cada vez que salíamos, cargábamos con nosotros el teléfono móvil, con la expresión S.O.S., preparada para ser enviada como mensaje al instante.
Nos mandábamos mensajes de texto cada tres horas, para saber que estábamos bien, y pusimos una cerradura adicional en la puerta del apartamento.
–¡Qué ironía –le dijo papá al cerrajero, mientras éste trabajaba–: ponemos cerraduras y más cerraduras, rejas y más rejas, y vigilantes y más vigilantes, para que los delincuentes no entren a robarnos, y quienes ahora estamos prisioneros somos nosotros!
–Sí –le contestó el cerrajero, hablando como en una serie de dibujos animados japonesa–, mientras los decentes estamos presos, los maleantes se han apoderado de la calle.
Estuvimos paranoicos más de una semana.
Después, papá dijo que no podíamos seguir como el gobierno de los Estados Unidos tiene a su gente, con miedo de vivir, y bajamos la guardia.
–Una cosa es ser precavido –agregó–, y otra ser miedoso.
Carmela, la profe de Castellano y Literatura que tuve el año pasado en séptimo, dice que papá es un columnista muy valiente, porque no sólo denuncia las cosas malas que hace el gobierno, sino también las que hace la oposición.
–Pero tu papi –dice, coquetamente–, tiene algo muy bueno que lo diferencia de los demás columnistas y es que siempre sugiere soluciones y propone salidas a lo que denuncia.
Cada vez que la profe Carmela ve a papá se derrite. El día en que él va a pagar la mensualidad, ella ronda por la administración hasta que lo ve y le habla.
–¿Cómo está usted? –lo saluda muy formalmente, pero yo sé que le gustaría declarársele, saltarle encima a besarlo y todo eso. ¡Se le ve a kilómetros! (Cleo dice que, un día de éstos, la profe amanece en mi casa y papá me la presenta como mi nueva mamá).
Papá le contesta con mucha educación y, como es tan despistado, no se da cuenta del efecto que causa en ella.
–¡Eso, papi, la profe Carmela te está echando los perros! –le dije el otro día.
–La profe Carmela… ¿cuál de tus profesoras es la profe Carmela?
–¡Ah, sí, te vas a hacer el loco! ¡La profe Carmela es la rubia delgadita que se vuelve mantequilla cada vez que te ve!
–Yo no he visto que se vuelva mantequilla –rechaza.
–¡Ah, ¿viste que sí sabes quién es?!
Ya la profe Carmela no me da clases, pero cada dos o tres días, en los recreos, se me acerca y me pregunta por papá. A veces le manda un papelito y, hasta dónde sé, lo ha llamado varias veces por teléfono.
Ella es buena persona y no me molestaría que se convirtiera en mi nueva mami. Pero creo que a papá no le gusta.
Y, hablando de papá y volviendo a lo que él escribe (cuando él leyó este cuento, me dijo que esta frase no le gustaba, porque en ella había dos gerundios seguidos), he visto que él denuncia alguno de los problemas que tiene el país y, con frecuencia, las personas que se sienten afectadas por lo que él dice le contestan.
A veces lo hacen en otro artículo, a veces en una entrevista que les hace algún periodista y a veces en un aviso pagado de media página o de página entera, en El Diario.
Él responde a lo que le contestan, después le vuelven a contestar, y así siguen, armando lo que en los periódicos llaman una polémica.
Yo pensaba antes que estas polémicas no le gustaban a nadie pero resulta que no es así: le encantan a los lectores y, especialmente, a los dueños de El Diario, porque así venden más periódicos.
Hay otra razón por la que papá también es querido y odiado todos los años por miles de personas a la vez.
Ocurre que dos de sus libros se leen obligatoriamente en octavo año –el que yo estoy empezando a cursar ahora, así que pronto me tocará volver a leerlos–: su novela Espejo de barro y su libro de cuentos El zoo urbano.
Cuando llega el tiempo en que las profesoras los mandan a leer, decenas de miles de estudiantes se comerían vivo a papá si lo tuvieran al frente.
El año pasado, Federico, uno que ahora está en noveno, se enojó conmigo cuando supo que yo era hija del autor del libro que, según él, le impediría salir de su casa el siguiente fin de semana.
–¡Si tu papá no escribiera esas porquerías, nosotros no tendríamos que estar leyéndolas! –me gritó en el pasillo del segundo piso del colegio.
–¡Porquería eres tú –le respondí–, y te molestas cuando te mandan a leer algo en clases, simplemente porque no sabes leer! ¡Qué digo leer, tú ni siquiera sabes deletrear mamá!
Estoy segura de que, si no fuera mujer, me habría pegado. Levantó la mano y todo.
–¡Pégame, pues! –lo reté–. ¡Atrévete a pegarme!
Él no me pegó pero sí lo hizo Candelaria, su hermana, más o menos media hora después. Yo también le di a ella dos cuadernazos y un librazo, antes de que nos separaran (por cierto, le pegué en la cabeza con el libro de geografía, ¡que pesa como una ballena peluda!).
A las dos nos llamaron la atención y todavía no me explico cómo no citaron a nuestros representantes.
Margarita opina que debió ser porque a los del colegio les dio pena llamar a papá y decirle que su hija se había peleado con otra estudiante por defenderlo.
Con eso de sus libros que mandan a leer todos los años también me han pasado otras cosas, pero ninguna como la anterior.
Lo más que habían hecho era mirarme feo durante varios días o, disimuladamente, ponerme el pie en la entrada al comedor para hacerme una zancadilla o escribir en pizarrones cosas como “Natalia, cómete los libros de tu papá antes de que los publique”; “!Muerte a los escritores y a sus hijas!” y “Natalia, mi amor, hazme el trabajo de literatura”.
En esos días, se me acercan muchos estudiantes a preguntarme qué quiso decir con tal o cual frase; en qué se inspiró para escribir la novela o éste o aquel cuento; que si es verdad lo que él cuenta en esos libros; que cuál de los personajes soy yo y cuál es él, y cosas así.
Algunos hasta me piden que le lleve su trabajo a papá para que él lo revise, antes de entregárselo a la profesora. O me piden que lo revise yo, como si fuera experta en el asunto.
A la mayoría de los estudiantes que leen Espejo de barro o El zoo urbano –o los dos–, esos libros les gustan. Muchas veces me han pedido que lo felicite por escribir tan bien o que le dé las gracias por hacerlos pasar un buen rato.
Pero todavía lo detestan –y bastante–, aquellos estudiantes a los que los libros no le gustaron y aún así tienen escribir un trabajo, hacer una exposición en su salón o presentar un examen.
–La literatura no debería estudiarse en los colegios –dice papá y yo creo que tiene razón–, porque se agarra un libro, se le asesina y después se le hace una autopsia: que si cuántos personajes tiene, en qué ambientes se mueven esos personajes, y toneladas de cosas así. Muchos profesores se preguntan por qué a los estudiantes el libro les parece muerto y, sin duda alguna, es por eso: porque al libro se le roba la vida. Lo que debería enseñarse es a disfrutar cada libro, a leerlo como si nos asomáramos a otras vidas que, en cualquier momento, pudieran ser las nuestras.
Así habla papá cuando se inspira.
Pero, ahora que me acuerdo, no era a nada de lo anterior a lo que me quería referir. Empecé contando que él fue a Nueva York a dar tres conferencias en la Universidad de Columbia (como ya dije, no estoy segura, pero me parece que eran sobre literatura venezolana) y me puse a hablar de otras cosas.
Tengo esa mala costumbre.
Precisamente por eso –y por mi cabello color oro viejo–, papá me llama La Rama Dorada, como un libro de un señor que se llamaba James George Frazer.
–Siempre andas por las ramas –me dice.
–Pero la rama no anda por ella misma –le repliqué una vez–. Si anduviera por las ramas, deberías llamarme La Hormiga Dorada.
–¡Ya empezaste con tus refutaciones de bolsillo! –soltó, antes de huir a su estudio.
Regresando a lo que empecé a contar, por esos días en que fue a Nueva York, papá estaba medio loco, terminando una novela que debía entregar a una editorial española y preparando dos cursos para la Universidad Simón Bolívar, donde trabaja: uno sobre la historia del cuento en el mundo y otro sobre los cuentos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, dos escritores argentinos que él admira más que a nadie.
Como a papá le gusta correr por las calles para mantenerse en forma, antes de su viaje a Nueva York, planeó hacerlo por Central Park.
Juntos leímos en una de las enciclopedias que hay en casa que el parque tiene 3.400 metros de largo (no decía nada de su anchura).
Por eso, tan pronto llegó al hotel, se preparó para recorrerlo por fuera. Al día siguiente, haría el recorrido por su interior.
No le importó que ya empezaba a oscurecer, ni que las calles estaban llenas de gente que regresaba a sus casas desde sus trabajos, ni que había miles de carros echando humo y algunos sonando sus bocinas, porque casi no se movían, atascados en el tráfico.
Cuando el recepcionista del hotel donde lo vio salir con sus zapatos deportivos, su sudadera y una botella de agua mineral metida en una cartuchera, como si fuera una pistola, le preguntó por dónde pensaba correr.
–Por Central Park –contestó papá, entusiasmado.
El recepcionista le advirtió que, en algunos lugares del parque, era muy peligroso correr por la noche.
–Hay muchos sectores mal iluminados, perfectos para que lo embosque un ladrón.
Papá agradeció la advertencia, pero no le hizo caso. Igual salió a dar su vuelta completa alrededor de Central Park.
Como a los quince minutos de haber salido y precisamente en un paraje poco iluminado, papá tropezó con un hombre que también iba trajeado como un corredor.
Papá le pidió disculpas en inglés (“Excuse me”), pero el hombre no le respondió. O tal vez sí, pero papá dice que él no lo escuchó.
Más o menos cien metros adelante, papá tuvo un presentimiento y revisó los bolsillos de su sudadera. Se asustó al descubrir que le faltaban su billetera y su pasaporte.
–¡Qué ladrón tan fino! –dijo en voz alta, admirado de que, en un momentico, que fue lo que duró el tropezón, el hombre que también iba vestido de corredor le hubiera quitado esas dos cosas. Luego siguió hablando en voz alta con admiración–. ¡Qué manos tiene ese tipo: no sentí nada! ¡Deberían darle el campeonato mundial de los carteristas!
En un primer momento, papá no supo qué hacer pero, cuando comprendió el tamaño de su tragedia –estar indocumentado y sin dinero en los Estados Unidos–, decidió rehacer el camino y ver si encontraba de nuevo al falso corredor.
Tuvo suerte: cuatrocientos o quinientos metros más adelante, volvió a verlo.
Papá aceleró sus pasos y lo alcanzó. Cuando estuvo a su lado, le exigió en inglés y en español que le entregara su billetera y su pasaporte.
Asombrado de ver de nuevo a papá, el hombre trató de escapar, pero ya iba tan cansado que no pudo.
Papá insistió y volvió a pedirle la billetera y el pasaporte, pero el supuesto corredor se negó a dárselos.
Entonces papá lo agarró por la sudadera y, después de darle dos golpes –uno en el estómago y otro en la cara–, el hombre cayó al suelo.
Papá no perdió tiempo y, aprovechando que el ladrón estaba caído, tomó la billetera y el pasaporte de los bolsillos traseros de los pantalones.
En el momento en que papá se marchaba, el ladrón se incorporó y echó a correr en dirección contraria, llamando a gritos a la policía.
Papá regresó al hotel pensando en la desfachatez de ese hombre que, después de robarlo, se había atrevido a llamar a la policía.
–Menos mal que no apareció ningún agente –pensó–, si no, quién sabe qué hubiera ocurrido. Con esa caradura, no me extrañaría que buscara demandarme después.
No quiso detenerse a conversar con el recepcionista del hotel que le hizo la advertencia y por eso sólo contestó “fine”, cuando aquél le preguntó cómo le había ido. Además, estaba cansado, no tanto por la carrera sino por el mal rato.
Papá entró a su habitación y encendió las luces.
Lo primero que hizo –por eso insisto en que es coqueto–, fue revisarse en el espejo del baño, a ver si tenía alguna señal de la pelea.
Al comprobar que no, salió del baño y, mientras se desvestía para entrar en la ducha, se dirigió a la cama.
Entonces, cuando fue a colocar la billetera y el pasaporte en la mesita de noche, se dio cuenta –con horror–, de que allí estaban los suyos, tanto su billetera como su pasaporte.
Según los documentos que dormían en la billetera que papá tenía en sus manos, el otro corredor era un ejecutivo egipcio que se hallaba en viaje de negocios en Nueva York y estaba alojado en un pequeño hotel al norte de Manhattan. Como estaba afiliado a un club de trotadores de Alejandría, papá supo que el ejecutivo era, como él, alguien que salía a la calle a correr para mantenerse en forma.
Esa misma noche y, anónimamente, papá devolvió la billetera –con dos billetes de cien dólares y tres de veinte que había en ella–, y el pasaporte, junto a una nota en la que decía haberlos hallado en una de las calles que bordean a Central Park.
Antes, cuando ir a Nueva York no parecía peligroso, papá fue a la Universidad de Columbia a dar tres conferencias sobre literatura venezolana (creo).
Papá es un escritor muy conocido. No sólo escribe libros sino también artículos para periódicos y revistas, ponencias y libretos para la radio, la televisión y el cine.
En la red, hay una página con sus cuentos que visita mucha gente. En la portada de esta página, papá está en Machu Picchu.
A mí no me gusta esa foto –aunque la tomé yo–, porque, cuando la hicimos, hace más o menos un año, él estaba gordo. No gordo ballena, ni gordo elefante y ni siquiera gordo hipopótamo. Simplemente gordo, con la barriga sobresaliendo de su persona, como si se hubiera tragado el melón más grande del mundo.
Ahora no, ahora está en la línea y se parece más a él, a la idea que, desde pequeña, tengo de él.
Ya tiene varios meses así y hasta parece más joven. Yo creía que estaba enamorado, que tenía novia nueva, pero no. Ha bajado de peso porque ha querido hacerlo, no para gustarle a alguien.
Porque eso tiene él: cuando alguien le gusta, se pone pepito y hasta limpia los zapatos cada vez que va a salir. Uno lo ve peinadito y arregladito y puede jurarlo: está enamorado.
Desde que murió mamá, hace ocho años, se ha enamorado varias veces. Ninguna en serio, aunque durante unos días y a toda hora parece que fuera a sacar la cédula de identidad o viviera en una embajada.
Una noche, hace como dos o tres meses, cuando llegó a casa de dar clases en la universidad, le dije:
–¡Eso, papi, estás en la línea!
–Yo nunca he dejado de estar en la línea –contestó–. Lo que pasa es que antes estaba en la línea curva.
Le encanta hacer chistes. Chistes malos como ese. Yo le pongo cara de jabalí con dolor de muelas cada vez que lo hace, pero no escarmienta (¡él se aprovecha de que uno lo quiere mucho para soltar cada cosa!).
Y, hablando de querer, como además de escritor y profesor universitario, papá escribe en un diario, tiene mucha gente que lo quiere y lo admira.
No sé cuántas personas lo leen pero tiene muchísimos lectores y es muy querido por la mayoría de ellos. Todas las noches pasa dos o tres horas contestando su correo electrónico. Casi todas las cartas que le envían son cariñosas y de apoyo. Pero también las hay odiosas y hasta amenazantes.
Dos de ellas no sólo lo han amenazado a él, sino también a mí. Esas dos las guardo en mi disco duro (quiero decir, en el de la compu). Una de ellas venía de una dirección electrónica que, según averiguó papá, sólo se abrió para mandar una carta que terminaba así:
“Cuide lo que dice en sus escritos. Tenemos vigilada su casa, conocemos todos sus movimientos y los de su hija”.
La otra, horriblemente redactada, parecía venir, como él dijo, de un aprendiz de gánster. Después de amenazarlo con “un acsidente”, decía:
“Recuerdese que tiene una hija y que ella tanbien sera viptima”.
Uno ve eso en películas o lo lee en un libro y le parece exagerado o estúpido y ni siquiera le pone atención. Pero es terrible leerlo en un correo que le mandan a tu padre.
Papá me mostró la segunda uno o dos días después de que le llegó, pero de la primera no me dijo nada. No me lo dijo pero yo me enteré igual porque lo oí hablando por teléfono con el director de El Diario, el periódico donde escribe.
Como se metió en su cuarto a hablar –y eso sólo lo hace cuando tiene alguna novia–, yo dejé de ver la televisión y me fui al baño para escuchar lo que decía (las ventanas de su cuarto y la del baño tienen un efecto acústico que hace que se escuche clarito en un lugar lo que se dice en el otro), y oí suficiente como para asustarme.
(Papi, no pongas esa cara: esto no lo hago siempre. Lo hice esa vez para averiguar si habías adelgazado porque tenías novia).
Más tarde, cuando papá estaba respondiendo su correo electrónico, en un momento en que se apartó de la computadora para atender una llamada, yo entré rapidito a su estudio y reenvié la carta a mi propio buzón electrónico (¡sí papi, lo hice para leerlo! ¡Pero tú tienes la culpa, porque debiste mostrármela!).
Al día siguiente, mientras almorzábamos, le hablé de la carta.
–¿Cómo te enteraste de eso? –preguntó.
–Por casualidad –respondí.
–Aunque todo lo sabes por casualidad, te voy a recomendar para que trabajes en la CIA, en el KGB o en el Servicio Secreto de Su Majestad –bromeó.
De todas maneras, charlamos sobre el peligro que corríamos, si la amenaza era de verdad, y tomamos algunas precauciones.
Papá compró dos paralizers, para rociar a cualquiera que nos atacara; cuando entrábamos o salíamos del edificio lo llevábamos en la mano.
Cada vez que salíamos, cargábamos con nosotros el teléfono móvil, con la expresión S.O.S., preparada para ser enviada como mensaje al instante.
Nos mandábamos mensajes de texto cada tres horas, para saber que estábamos bien, y pusimos una cerradura adicional en la puerta del apartamento.
–¡Qué ironía –le dijo papá al cerrajero, mientras éste trabajaba–: ponemos cerraduras y más cerraduras, rejas y más rejas, y vigilantes y más vigilantes, para que los delincuentes no entren a robarnos, y quienes ahora estamos prisioneros somos nosotros!
–Sí –le contestó el cerrajero, hablando como en una serie de dibujos animados japonesa–, mientras los decentes estamos presos, los maleantes se han apoderado de la calle.
Estuvimos paranoicos más de una semana.
Después, papá dijo que no podíamos seguir como el gobierno de los Estados Unidos tiene a su gente, con miedo de vivir, y bajamos la guardia.
–Una cosa es ser precavido –agregó–, y otra ser miedoso.
Carmela, la profe de Castellano y Literatura que tuve el año pasado en séptimo, dice que papá es un columnista muy valiente, porque no sólo denuncia las cosas malas que hace el gobierno, sino también las que hace la oposición.
–Pero tu papi –dice, coquetamente–, tiene algo muy bueno que lo diferencia de los demás columnistas y es que siempre sugiere soluciones y propone salidas a lo que denuncia.
Cada vez que la profe Carmela ve a papá se derrite. El día en que él va a pagar la mensualidad, ella ronda por la administración hasta que lo ve y le habla.
–¿Cómo está usted? –lo saluda muy formalmente, pero yo sé que le gustaría declarársele, saltarle encima a besarlo y todo eso. ¡Se le ve a kilómetros! (Cleo dice que, un día de éstos, la profe amanece en mi casa y papá me la presenta como mi nueva mamá).
Papá le contesta con mucha educación y, como es tan despistado, no se da cuenta del efecto que causa en ella.
–¡Eso, papi, la profe Carmela te está echando los perros! –le dije el otro día.
–La profe Carmela… ¿cuál de tus profesoras es la profe Carmela?
–¡Ah, sí, te vas a hacer el loco! ¡La profe Carmela es la rubia delgadita que se vuelve mantequilla cada vez que te ve!
–Yo no he visto que se vuelva mantequilla –rechaza.
–¡Ah, ¿viste que sí sabes quién es?!
Ya la profe Carmela no me da clases, pero cada dos o tres días, en los recreos, se me acerca y me pregunta por papá. A veces le manda un papelito y, hasta dónde sé, lo ha llamado varias veces por teléfono.
Ella es buena persona y no me molestaría que se convirtiera en mi nueva mami. Pero creo que a papá no le gusta.
Y, hablando de papá y volviendo a lo que él escribe (cuando él leyó este cuento, me dijo que esta frase no le gustaba, porque en ella había dos gerundios seguidos), he visto que él denuncia alguno de los problemas que tiene el país y, con frecuencia, las personas que se sienten afectadas por lo que él dice le contestan.
A veces lo hacen en otro artículo, a veces en una entrevista que les hace algún periodista y a veces en un aviso pagado de media página o de página entera, en El Diario.
Él responde a lo que le contestan, después le vuelven a contestar, y así siguen, armando lo que en los periódicos llaman una polémica.
Yo pensaba antes que estas polémicas no le gustaban a nadie pero resulta que no es así: le encantan a los lectores y, especialmente, a los dueños de El Diario, porque así venden más periódicos.
Hay otra razón por la que papá también es querido y odiado todos los años por miles de personas a la vez.
Ocurre que dos de sus libros se leen obligatoriamente en octavo año –el que yo estoy empezando a cursar ahora, así que pronto me tocará volver a leerlos–: su novela Espejo de barro y su libro de cuentos El zoo urbano.
Cuando llega el tiempo en que las profesoras los mandan a leer, decenas de miles de estudiantes se comerían vivo a papá si lo tuvieran al frente.
El año pasado, Federico, uno que ahora está en noveno, se enojó conmigo cuando supo que yo era hija del autor del libro que, según él, le impediría salir de su casa el siguiente fin de semana.
–¡Si tu papá no escribiera esas porquerías, nosotros no tendríamos que estar leyéndolas! –me gritó en el pasillo del segundo piso del colegio.
–¡Porquería eres tú –le respondí–, y te molestas cuando te mandan a leer algo en clases, simplemente porque no sabes leer! ¡Qué digo leer, tú ni siquiera sabes deletrear mamá!
Estoy segura de que, si no fuera mujer, me habría pegado. Levantó la mano y todo.
–¡Pégame, pues! –lo reté–. ¡Atrévete a pegarme!
Él no me pegó pero sí lo hizo Candelaria, su hermana, más o menos media hora después. Yo también le di a ella dos cuadernazos y un librazo, antes de que nos separaran (por cierto, le pegué en la cabeza con el libro de geografía, ¡que pesa como una ballena peluda!).
A las dos nos llamaron la atención y todavía no me explico cómo no citaron a nuestros representantes.
Margarita opina que debió ser porque a los del colegio les dio pena llamar a papá y decirle que su hija se había peleado con otra estudiante por defenderlo.
Con eso de sus libros que mandan a leer todos los años también me han pasado otras cosas, pero ninguna como la anterior.
Lo más que habían hecho era mirarme feo durante varios días o, disimuladamente, ponerme el pie en la entrada al comedor para hacerme una zancadilla o escribir en pizarrones cosas como “Natalia, cómete los libros de tu papá antes de que los publique”; “!Muerte a los escritores y a sus hijas!” y “Natalia, mi amor, hazme el trabajo de literatura”.
En esos días, se me acercan muchos estudiantes a preguntarme qué quiso decir con tal o cual frase; en qué se inspiró para escribir la novela o éste o aquel cuento; que si es verdad lo que él cuenta en esos libros; que cuál de los personajes soy yo y cuál es él, y cosas así.
Algunos hasta me piden que le lleve su trabajo a papá para que él lo revise, antes de entregárselo a la profesora. O me piden que lo revise yo, como si fuera experta en el asunto.
A la mayoría de los estudiantes que leen Espejo de barro o El zoo urbano –o los dos–, esos libros les gustan. Muchas veces me han pedido que lo felicite por escribir tan bien o que le dé las gracias por hacerlos pasar un buen rato.
Pero todavía lo detestan –y bastante–, aquellos estudiantes a los que los libros no le gustaron y aún así tienen escribir un trabajo, hacer una exposición en su salón o presentar un examen.
–La literatura no debería estudiarse en los colegios –dice papá y yo creo que tiene razón–, porque se agarra un libro, se le asesina y después se le hace una autopsia: que si cuántos personajes tiene, en qué ambientes se mueven esos personajes, y toneladas de cosas así. Muchos profesores se preguntan por qué a los estudiantes el libro les parece muerto y, sin duda alguna, es por eso: porque al libro se le roba la vida. Lo que debería enseñarse es a disfrutar cada libro, a leerlo como si nos asomáramos a otras vidas que, en cualquier momento, pudieran ser las nuestras.
Así habla papá cuando se inspira.
Pero, ahora que me acuerdo, no era a nada de lo anterior a lo que me quería referir. Empecé contando que él fue a Nueva York a dar tres conferencias en la Universidad de Columbia (como ya dije, no estoy segura, pero me parece que eran sobre literatura venezolana) y me puse a hablar de otras cosas.
Tengo esa mala costumbre.
Precisamente por eso –y por mi cabello color oro viejo–, papá me llama La Rama Dorada, como un libro de un señor que se llamaba James George Frazer.
–Siempre andas por las ramas –me dice.
–Pero la rama no anda por ella misma –le repliqué una vez–. Si anduviera por las ramas, deberías llamarme La Hormiga Dorada.
–¡Ya empezaste con tus refutaciones de bolsillo! –soltó, antes de huir a su estudio.
Regresando a lo que empecé a contar, por esos días en que fue a Nueva York, papá estaba medio loco, terminando una novela que debía entregar a una editorial española y preparando dos cursos para la Universidad Simón Bolívar, donde trabaja: uno sobre la historia del cuento en el mundo y otro sobre los cuentos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, dos escritores argentinos que él admira más que a nadie.
Como a papá le gusta correr por las calles para mantenerse en forma, antes de su viaje a Nueva York, planeó hacerlo por Central Park.
Juntos leímos en una de las enciclopedias que hay en casa que el parque tiene 3.400 metros de largo (no decía nada de su anchura).
Por eso, tan pronto llegó al hotel, se preparó para recorrerlo por fuera. Al día siguiente, haría el recorrido por su interior.
No le importó que ya empezaba a oscurecer, ni que las calles estaban llenas de gente que regresaba a sus casas desde sus trabajos, ni que había miles de carros echando humo y algunos sonando sus bocinas, porque casi no se movían, atascados en el tráfico.
Cuando el recepcionista del hotel donde lo vio salir con sus zapatos deportivos, su sudadera y una botella de agua mineral metida en una cartuchera, como si fuera una pistola, le preguntó por dónde pensaba correr.
–Por Central Park –contestó papá, entusiasmado.
El recepcionista le advirtió que, en algunos lugares del parque, era muy peligroso correr por la noche.
–Hay muchos sectores mal iluminados, perfectos para que lo embosque un ladrón.
Papá agradeció la advertencia, pero no le hizo caso. Igual salió a dar su vuelta completa alrededor de Central Park.
Como a los quince minutos de haber salido y precisamente en un paraje poco iluminado, papá tropezó con un hombre que también iba trajeado como un corredor.
Papá le pidió disculpas en inglés (“Excuse me”), pero el hombre no le respondió. O tal vez sí, pero papá dice que él no lo escuchó.
Más o menos cien metros adelante, papá tuvo un presentimiento y revisó los bolsillos de su sudadera. Se asustó al descubrir que le faltaban su billetera y su pasaporte.
–¡Qué ladrón tan fino! –dijo en voz alta, admirado de que, en un momentico, que fue lo que duró el tropezón, el hombre que también iba vestido de corredor le hubiera quitado esas dos cosas. Luego siguió hablando en voz alta con admiración–. ¡Qué manos tiene ese tipo: no sentí nada! ¡Deberían darle el campeonato mundial de los carteristas!
En un primer momento, papá no supo qué hacer pero, cuando comprendió el tamaño de su tragedia –estar indocumentado y sin dinero en los Estados Unidos–, decidió rehacer el camino y ver si encontraba de nuevo al falso corredor.
Tuvo suerte: cuatrocientos o quinientos metros más adelante, volvió a verlo.
Papá aceleró sus pasos y lo alcanzó. Cuando estuvo a su lado, le exigió en inglés y en español que le entregara su billetera y su pasaporte.
Asombrado de ver de nuevo a papá, el hombre trató de escapar, pero ya iba tan cansado que no pudo.
Papá insistió y volvió a pedirle la billetera y el pasaporte, pero el supuesto corredor se negó a dárselos.
Entonces papá lo agarró por la sudadera y, después de darle dos golpes –uno en el estómago y otro en la cara–, el hombre cayó al suelo.
Papá no perdió tiempo y, aprovechando que el ladrón estaba caído, tomó la billetera y el pasaporte de los bolsillos traseros de los pantalones.
En el momento en que papá se marchaba, el ladrón se incorporó y echó a correr en dirección contraria, llamando a gritos a la policía.
Papá regresó al hotel pensando en la desfachatez de ese hombre que, después de robarlo, se había atrevido a llamar a la policía.
–Menos mal que no apareció ningún agente –pensó–, si no, quién sabe qué hubiera ocurrido. Con esa caradura, no me extrañaría que buscara demandarme después.
No quiso detenerse a conversar con el recepcionista del hotel que le hizo la advertencia y por eso sólo contestó “fine”, cuando aquél le preguntó cómo le había ido. Además, estaba cansado, no tanto por la carrera sino por el mal rato.
Papá entró a su habitación y encendió las luces.
Lo primero que hizo –por eso insisto en que es coqueto–, fue revisarse en el espejo del baño, a ver si tenía alguna señal de la pelea.
Al comprobar que no, salió del baño y, mientras se desvestía para entrar en la ducha, se dirigió a la cama.
Entonces, cuando fue a colocar la billetera y el pasaporte en la mesita de noche, se dio cuenta –con horror–, de que allí estaban los suyos, tanto su billetera como su pasaporte.
Según los documentos que dormían en la billetera que papá tenía en sus manos, el otro corredor era un ejecutivo egipcio que se hallaba en viaje de negocios en Nueva York y estaba alojado en un pequeño hotel al norte de Manhattan. Como estaba afiliado a un club de trotadores de Alejandría, papá supo que el ejecutivo era, como él, alguien que salía a la calle a correr para mantenerse en forma.
Esa misma noche y, anónimamente, papá devolvió la billetera –con dos billetes de cien dólares y tres de veinte que había en ella–, y el pasaporte, junto a una nota en la que decía haberlos hallado en una de las calles que bordean a Central Park.
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CONSEJOS PARA ESCRIBIR
Antón Chejov
Cuando escribo, no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
No seamos charlatanes y digamos con franqueza que, en este mundo, no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
Antón Chejov
Cuando escribo, no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
No seamos charlatanes y digamos con franqueza que, en este mundo, no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
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Anton Chejov (1860-1904) dramaturgo y cuentista ruso, uno de los más sobresalientes representantes de la escuela realista. Consejos extraídos de Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores, de Piero Brunello.
Anton Chejov (1860-1904) dramaturgo y cuentista ruso, uno de los más sobresalientes representantes de la escuela realista. Consejos extraídos de Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores, de Piero Brunello.
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