viernes, 11 de enero de 2008

Este número tiene tres textos: el primero, como es costumbre, me pertenece. Forma parte de mi libro inédito de minicuentos El último rastro del fuego. Pensando en el tema del cuento, recordé un poema de Jorge Luis Borges y decidí incluirlo. Por último, en unos apresurados apuntes, Guy de Maupassant habla acerca de la composición de novelas fastásticas y realistas.
Gracias por esta visita.
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ZOOLÓGICO

Los elogios eran algo común al sitio desde su inauguración.
Se decía que era el mejor zoológico del mundo. El que más diversas especies guardaba (había quien pregonaba haber visto en cada visita animales distintos).
Algunos pseudopoetas parecieron competir en la prensa a ver quién tallaba la imagen más tortuosa: hablaron de “hienas de risueño despotismo”, “tigres de malediciente mirada”, “cocodrilos de suntuosa presencia”, “cerdos de grotesco caminar”, “víboras de ondulante repugnancia” “lagartijos de sombrío arrastrarse”, “sapos de abultada mirada lechosa”.
En la sección Peces, parecían abundar los “tiburones de dentados desplazamientos” y estar a punto de saltar sobre los visitantes. Las pirañas ocultaban su voracidad tras una aparente timidez llena de astutas esperas.
Los animales de dudosa clasificación, en cualquiera de las secciones, se tornaron comunes para quienes, asiduamente, recorrían el zoológico.
Por las noches, cuando el establecimiento cerraba sus puertas, grandes aglomeraciones de público debían regresar a sus casas, sin haber siquiera transpuesto la entrada.
Quince implacables minutos después de la marcha de la última persona que con gritos había protestado la poca capacidad de lugar, el encargado de apagar las luces dentro de las jaulas cumplía su labor y sonreía, recordando los comentarios de ese y anteriores días. Sólo él y los dueños sabían que en las jaulas nada más pernoctaban espejos.
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LOS ESPEJOS

Jorge Luis Borges



Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita.

Y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,

hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado.

Infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.

Prolonga este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso no alarman.
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DISTINTOS
PROCEDIMIENTOS
DE
COMPOSICIÓN


Guy de Maupassant


El novelista que transforma la verdad constante, brutal y desagradable, para lograr una aventura excepcional y seductora, debe, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud, manejar a su antojo los acontecimientos, prepararlos y arreglarlos para complacer al lector, emocionarle o enternecerle. El plan de su novela no es más que una serie de combinaciones ingeniosas que conducen con habilidad al desenlace. Los incidentes se disponen y dirigen hacia el punto culminante y el resultado final, que es un acontecimiento capital y decisivo, debe satisfacer todas las curiosidades excitadas al principio, poniendo un limite al interés y acabando de una manera tan completa la historia relatada, que ya no se desee saber qué les ocurrirá en el futuro a los personajes más sobresalientes.
En cambio, el novelista que pretende darnos una imagen exacta de la vida debe evitar cuidadosamente cualquier encadenamiento de hechos que pudiera parecer excepcional. Su finalidad no estriba en contarnos una historia, divertirnos o entristecernos, sino en forzarnos a pensar, a comprender el sentido profundo y oculto de los sucesos. A fuerza de observar y meditar, mira el universo, las cosas, los hechos y los hombres de cierto modo que le es peculiar y que se deriva del conjunto de sus observaciones meditadas. Esta es la visión personal del mundo que intenta comunicarnos reproduciéndola en un libro. Para conmovernos, como le ha conmovido a él mismo el espectáculo de la vida, debe reproducirla ante nuestros ojos con escrupulosa semejanza. Por lo tanto, deberá componer su obra de una matera tan hábil, tan disimulada y en apariencia tan sencilla, que sea imposible adivinar e indicar el plan, descubrir sus intenciones.
En lugar de tramar una aventura y desarrollarla de modo que resulte interesante hasta el desenlace, tomará al personaje en determinado período de sus existencia y lo conducirá, mediante transiciones naturales, hasta el siguiente período. Así dará a conocer cómo se modifican los caracteres bajo la influencia de las circunstancias inmediatas, cómo se desarrollan los sentimientos y las pasiones, cómo se ama, cómo se odia, cómo se combate en todos los medios sociales, cómo luchan los intereses de familia y los intereses políticos.
Por lo tanto, la habilidad de su plan no consistirá en la emoción o el hechizo, en un comienzo atractivo o en una catástrofe emocionante, sino en la hábil agrupación de pequeños hechos constantes, de donde se desprenderá el sentido definitivo de la obra. Si hace caber en trescientas páginas diez años de una vida para demostrarnos cuál ha sido, en medio de todos los seres que la han rodeado, su significación particular y muy característica, deberá saber eliminar, entre los innumerables y menudos hechos cotidianos, todos los que le resulten inútiles, y destacar de una manera especial todos aquellos que pasarían inadvertidos para observadores poco perspicaces y que proporcionan al libro su interés y su valor de conjunto
Se comprende que semejante manera de componer, tan diferente del antiguo procedimiento visible a todos los ojos, desconcierte con frecuencia a los críticos y que éstos no descubran todos los hilos, tan tenues, tan secretos, casi invisibles, empleados por ciertos artistas modernos en lugar de la trama única cuyo nombre era intriga.
En resumidas cuentas, si el novelista de ayer escogía y relataba las crisis de la vida, los estados agudos del alma y del corazón, el actual novelista escribe la historia del corazón, del alma y de la inteligencia en estado normal. Para producir el estado que persigue, es decir, la emoción de la simple realidad, y para hacer resaltar la enseñanza artística que pretende descubrir, o sea la revelación de lo que es verdaderamente a sus ojos el hombre contemporáneo, deberá emplear tan sólo hechos de una verdad irrecusable y constante.
Pero, al situarnos en el mismo punto de vista de esos artistas, debemos discutir e impugnar su teoría, que parece poder resumirse con estas palabras: “Nada más que la verdad y toda la verdad”.
Siendo su propósito hacer resaltar la filosofía de ciertos hechos constantes y corrientes, deberán modificar con frecuencia los acontecimientos en provecho de la verosimilitud y en menoscabo de la verdad, ya que lo verdadero puede, a veces, no ser verosímil.