sábado, 17 de febrero de 2007

CARAVASAR No. 16


ÍNDICE

Excusorial
Creación Literaria
El cuento ficticio (narrativa). Julio Garmendia.
Mediodía (ensayo). José Balza.
Artículos
La vía europea al best-séller (artículo). Arturo Pérez Reverte.

Robos en librerías: ladrones ilustrados (artículo).
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EXCUSORIAL

HACE DOS SEMANAS, cometí el error –puede usarse otra palabra aquí, no importa–, de pulsar una tecla que no debía y, como si el blog fuese en un momento Don Quijote y, de seguidas, el barbero o el cura, ¡zas!, ocurrió el desastre. Se montaron los textos unos sobre otros, desaparecieron los puntos y aparte y las fotos quedaron tan apretadas contra las letras que mil imágenes valían lo que una palabra.
Entonces, ante mi impericia en este campo, donde apenas me mueve la ciberintuición, decidí sacarlo de circulación por dos días. Pero ocurrió que tenía un viaje pendiente para el segundo de esos dos días y en uno solo fui incapaz de solucionar el desaguisado. Por ello, apagué la luz y traté de encenderla ayer viernes, tal como había prometido en las fechas anteriores.
Pero ayer, después de revisar en la red lo más reciente del mundo literario hispanohablante, seleccionar entre lo que me interesó qué iba y qué no y revisar que la redacción de cada texto estuviese a tono, alguien ajeno a mí apagó la luz. Ésta vez fue la empresa que suministra electricidad al sector donde vivo y un apagón de casi cuatro horas, con dos pequeñas réplicas –como los sismos–, de fracciones de segundo, me obligaron a postergar por unas horas la reapertura de Caravasar. A eso de las siete de la noche –o de la tarde, según donde se viva–, dos horas y media después de haberse iniciado el apagón y antes de que cerraran los cibercafés, me fui a uno y, desde la vieja dirección, notifiqué la demora.
Y ahora, aquí estamos al fin, gracias a Dios, dispuestos a seguir adelante. Espero que les guste este nuevo número.

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CREACIÓN LITERARIA
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EL CUENTO FICTICIO

Julio Garmendia


HUBO UN TIEMPO en que los héroes de historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles. Un día vino en que quisimos correr tierras, buscar las aventuras y tentar la fortuna y, andando y desandando de entonces acá, así hemos venido a ser los descompuestos sujetos que ahora somos, que hemos dado en el absurdo de no ser absolutamente ficticios, y de extraordinarios y sobrenaturales que éramos nos hemos vuelto verosímiles, y aun verídicos, y hasta reales... ¡Extravagancia! ¡Aberración! ¡Como si así fuéramos otra cosa que ficticios que pretendemos dejar de serlo! ¡Como si fuera posible impedir que sigamos siendo ilusorios, fantásticos e irreales aquellos a quienes se nos dio, en nuestro comienzo u origen, una invisible y tenaz torcedura en tal sentido! Yo –¡palabra de honor! – conservo el antiguo temple ficticio en su pureza. Soy nada menos que el actual representante y legítimo descendiente y heredero en línea recta de los inverosímiles héroes de Cuentos Azules de que ya no se habla en las historias, y mi ideal es restaurar nuestras primeras perfecciones, bellezas e idealismos hoy perdidos: regresar todos —héroes y heroínas, protagonistas y personajes, figuras centrales y figurantes episódicos— regresar, digo, todos los ficticios que vivimos, a los Reinos y Reinados del país del Cuento Azul, clima feliz de lo irreal, benigna latitud de lo ilusorio. Aventura verdaderamente imaginaria, positivamente fantástica y materialmente ficticia de que somos dignos y capaces los que no nacimos sujetos de aventuras policiales de continuación o falsos héroes de folletines detectivescos. Marcha o viaje, expedición, conquista o descubrimiento, puestos bajo mi mando supremo y responsabilidad superior.
Mi primer paso es reunir los datos, memorias, testimonios y documentos que establecen claramente la existencia y situación del país del Cuento Inverosímil. ¿Necesito decirlo? Espíritus que se titulan fuertes y que no son más que mezquinos se empeñan en pretender que nunca ha existido ni puede existir, siendo por naturaleza inexistente, y a su vez dedícanse a recoger los documentos que tienden a probar lo contrario de lo que prueban los míos: como si hubiera algún mérito en no creer en los Cuentos Fabulosos, en tanto que lo hay muy cierto en saber que sí existieron. Como siempre sucede en los preámbulos de toda grande empresa, los mismos que han de beneficiar de mis esfuerzos principian por negarse a secundarme. Como a todo gran reformador, me llaman loco, inexperto y utopista… Esto sin hablar de las interesadas resistencias de los grandes personajes voluminosos, o sea los que en gruesos volúmenes se arrellanan cómodamente y a sus anchas respiran en un ambiente realista; ni de los fingidos menosprecios de los que por ser de novela o novelón, o porque figuran en novelín, lo cual nada prueba, se pretenden superiores en rango y calidad a quienes en los lindes del Cuento hemos nacido, tanto más si orígenes cuentísticos azules poseemos.
Pero no soy de aquéllos en quienes la fe en el mejoramiento de la especie ficticia se entibia con las dificultades, que antes exaltan mi ardor. Mi incurable idealismo me incita a laborar sin reposo en esta temeraria empresa; y a la larga acabaré por probar la existencia del país del Cuento Improbable a estos mismos ficticios que hoy la niegan, y hacen burla de mi fe, y se dicen sagaces sólo porque ellos no creen, en tanto que yo creo, y porque en el transcurso de nuestro exilio en lo Real se han vuelto escépticos, incrédulos y materialistas en estas y otras muchas materias; y no solamente he de probarles, sino que asimismo los arrastraré a emprender el viaje, largo y penoso, sin duda, pero que será recompensado por tanta ventura como ha de ser la llegada, entrada y recibimiento en el país del Cuento Ilusorio, cuyo solo anuncio ya entusiasma, de las turbas de ficticios de toda clase y condición, extenuados, miserables y envejecidos después de tanto correr la Realidad y para nunca más reincidir en tamaña y fatal desventura.
Algunos se habrán puesto a dudar del desenlace, desalentados durante la marcha por la espera y la fatiga. No dejarán de reprocharme el haberles inducido a la busca o rebusca del Reino Perdido, en lo cual, aun suponiendo, lo que es imposible, que nunca lo alcanzáramos, no habré hecho sino realzarlos y engrandecerlos mucho más de lo que ellos merecen; y como ya empezarán por encontrarlo inencontrable, procuraré alentarlos con buenas palabras, de las que no dejará de inspirarme la mayor proximidad del Cuento Irreal y la fe que tengo y me ilumina en su final descubrimiento y posesión. Ya para entonces he de ser el buen viejo de los cuentos o las fábulas, de luengas barbas blancas, apoyado en grueso bastón, encorvado bajo el peso de las alforjas sobre el hombro; y al pasar por un estrecho desfiladero entre rocas o por una angosta garganta entre peñas, y desembocar delante de llanuras, esto al caer de alguna tarde, extendiendo la mano al horizonte les mostraré a mis ficticios compañeros, cada vez más ralos y escasos junto a mí, cómo allá lejos, comienza a asomar la fantástica visión de las montañas de los Cuentos Azules...
Allí será el nuevo retoñar de las disputas, y el mirarse de soslayo para comunicarse nuevas dudas, y el inquirir si tales montañas no son más bien las muy reales, conocidas y exploradas montañas de tal o cual país naturalmente montañoso donde por casualidad nos hallaríamos, y el que si todas las montañas de cualquier cuento o país que fueren no son de lejos azules... Y yo volveré a hablar de la cercana dicha, de la vecina perfección, de la inminente certidumbre ya próxima a tocarse con la mano.
Así hasta que realmente pisemos la tierra de los Cuentos Irreales, adonde hemos de llegar un día u otro, hoy o mañana, dentro de unos instantes quizás, y donde todos los ficticios ahora relucientes y radiantes vienen a pedirme perdón de las ofensas que me hicieron, el cual les doy con toda el alma puesto que estamos ya de vuelta en el Cuento en que acaso si alguna vez, por único contratiempo o disgusto, aparece algún feo jorobado, panzudo gigante o contrahecho enano. Bustos pequeños y grandes estatuas, aun ecuestres, perpetúan la memoria de esta magna aventura y de la ciencia estudiada o el arte no aprendido con que desde los países terrestres y marítimos, o de tierra firme e insular, o de aguas dulces y salobres, supe venir hasta aquí, no solo, sino trayendo a cuantos quisieron venir conmigo y se arriesgaron a desandar la Realidad en donde habían penetrado. Mis propios detractores se acercan a alabar y celebrar mi nombre, cuando mi nombre se alaba ya por sí mismo y se celebra por sí sólo. Los gordos y folletinescos poderosos que ayer no se dignaban conocerme ni sabían en qué lengua hablarme, olvidan su desdén por los cuentísticos azules, y pretenden tener ellos mismos igual origen que yo, y además haberme siempre ayudado en mis comienzos oscuros, y hasta lo prueban, cosa nada extraña en el dominio de los Cuentos Imposibles, Inverosímiles y Extraordinarios, que lo son hoy más que nunca. . . Mi hoja de servicios ficticios es, en suma, de las más brillantes y admirables. Se me atribuyen todas las dotes, virtudes y eminentes calidades, además de mi carácter ya probado en los ficticios contratiempos. Y, en fin, de mí se dice: Merece bien de la Ficción, lo que no es menos ilustre que otros méritos. . .
Por lo cual me regocijo en lo íntimo del alma, me inclino profundamente delante de Vosotros, os sonrío complacido y me retiro de espaldas haciéndoos grandes reverencias…
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Julio Garmendia (El Tocuyo, 1898 - Caracas, 1977). Escritor venezolano. Vivió hasta su adolescencia en Barquisimeto y muy joven aún se trasladó a Caracas, donde se destacó como periodista, escribiendo sobre todo para el diario El Universal. Tiempo después se marchó a Europa residiendo allí dieciséis años, desempeñándose algún tiempo como Cónsul en Génova. Como cuentista se dio a conocer en las revistas Actualidades y Billiken. Obtuvo el Premio Municipal de Prosa en 1951. Publicó los siguientes títulos: La tienda de muñecos (cuentos, 1927), La tuna de oro (cuentos, 1951) y Tres cuentos barquisimetanos (1974). Póstumamente, aparecieron La hoja que no había caído en su otoño (cuentos, 1979) y Opiniones para después de la muerte (cuentos, 1984).
Información tomada de Ficción Breve Venezolana, sección Autores. Dirección: http://www.ficcionbrevevenezolana.org
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MEDIODÍA

José Balza



A LAS ONCE Y MEDIA reviso el orden de la oficina y bajo diez pisos. En seguida, un trozo de autopista; la avenida México. Tengo suerte: hay donde estacionar, y me apresuro. Van a ser las doce; él dijo que estaría en la Librería un poco antes. Los amigos de El Gusano de Luz informan que no ha venido. Hojeo libros y muy pronto lo veo llegar. Caluroso, dispuesto a sonreír y a contener, ajeno –como ningún otro hombre mayor que yo conozco a la charla incesante, don Julio Garmendia, con quien estaba citado, me invita a pasar al fondo de la librería.
Ofrece un pequeño asiento: “Este es más cómodo”, mientras él elige un banquito de madera, contra la luz de una ventana. Estamos en el depósito: papeles, libros. Hace cinco meses que no nos vemos; lo encuentro levemente menos delgado. Su pelo blanco, el rostro claro, atento. Un saco oscuro y la corbata roja. En otros escritores maduros he visto la fineza social y malévola; don Julio es cuidadoso y discreto, y la densidad de su ironía no está preparada: acude, fulminante, con espontaneidad.
Casi por mutuo acuerdo (un acuerdo anterior a la decisión de vernos) estamos aquí. Nada de importancia externa va a ocurrir durante la entrevista. Sin embargo, debido quizá sólo a la estrechez del local, a su silencio y a esta intimidad mental, será posible que don Julio diga hoy tantas cosas valiosas para mí.
Aun ahora crece la luminosa y reveladora atmósfera de aquel momento, Don Julio –misterioso, incapaz de hablar sobre sí mismo, cerrado para cuanto signifique tocar personalmente su narrativa, maestro de las humorísticas (y no hirientes) evasivas– comienza por aceptar el lanzamiento de una tercera edición para La tuna de Oro. (Las otras son de 1951 y 1973). Aunque agradece el trabajo de los diseñadores anteriores, querría que esta vez la portada fuese blanca, sólo con los títulos imprescindibles. Así se lo ofrecemos, a nombre de la Universidad(1).
La conversación es lenta y sin embargo vibrátil. Perspicaz, lúcido, este hombre de 77 años sabe matizarla, convertir sus palabras en indirecta sabiduría. Cómo se hacen preferibles sus silencios y sus frases ceñidas ante la frecuente habladera, tan abrumadora y anecdótica de nuestros “poetas”. Mi sorpresa aumenta: ahora don Julio (cosa que se le ha sugerido hacer cien veces en los últimos años) se entusiasma con la idea de ¡por fin reeditar La tienda de muñecos!
Lo apoyo: es imprescindible un alto tiraje. Agotado hoy, este primer libro de cuentos suyos, circuló en las ediciones de 1927 y 1970.
Sé cuan lábil es su celosa introspección y hoy, al verlo, intuí que esta mañana iba a ser nutritiva: quisiera obtener mil datos, pero no puedo adelantar ningún énfasis, porque entonces él recogería esa tersa confianza, a la cual arribo después de largo tiempo. Lo dejo hablar imaginando la ayuda de un grabador invisible de cassettes que recojan el momento privilegiado; pero nada tengo y, además, la obligatoria presencia de los instrumentos cerraría esta fragmentaria enumeración, hacia la cual me lleva. Quedo resignado a mirar su imagen contra la luz (un boceto de Monsanto)(2) y a fijar casi dolorosamente cuanto diga. (Todo ocurrió ayer; sólo ahora en la madrugada puedo escoger los datos, desarrollarlos con calma; pero la impresión de luminosidad y equilibrio de don Julio produce, persiste).
Hace cinco meses –me dice–, al volver a Barquisimeto después de muchísimos años sin hacerlo, don Julio caminó durante la primera tarde por calles en las que había algo suyo, borroso y perdido para el hombre actual, pero nítido, cálido para el niño que fue. Allí mismo supo que esa “infancia doble” –la de ahora, la de antes– iba a reclamar su escritura, y pensó en un libro de historias entrecruzadas sobre su propia infancia. Correspondiendo a ese impulso, al regresar a Caracas, don Julio cambió su estilo de trabajo (ignoró mi curiosidad por saber cómo lo hacía antes): desde hace cinco meses, cada día, luego de tomar varios cafés con leche grandes, comienza a escribir en las mañanas, temprano. Y se detiene muy tarde, a las tres o a las cuatro. “Mientras uno no se da cuenta que es mediodía, la mañana dura”, confirma. Y en esas largas jornadas, antes de almorzar al atardecer, trabaja. Noto su entusiasmo, su vigor mental: jamás le conocí tal plenitud. (Asoma que el nuevo libro podría llamarse Coche de tres caballos).
A don Julio le gusta el sueño. “Es algo que mantiene a uno en contacto con mundos subterráneos, necesarios”. Vive en un hotel “para parejas”, en el centro de la ciudad (3). Su habitación, con libros y gatos: allí escribe, a mano. Será después, y muy lentamente, cuando comenzará a trabajar con la máquina esos relatos, cuyas correcciones –infinitas– pueden prolongarse durante décadas. (Hace poco, a medianoche, localicé el hotel. Lo miré desde afuera, adivinando la huella y el paso de esa imaginación secreta que le da calor. Es una calle ciega que termina casi simbólicamente en escalinatas. Cuántos ángulos de la vieja ciudad –hoy apenas visibles por el neón, los semáforos y la avenida más próxima– pueden intuirse allí. Crucé el breve pasillo del hotel y, tras alguna de las puertas cerradas, pude oler el humo de un sueño que cada día abandona a su soñador para permitirle estar con nosotros, como estaba a mediodía don Julio conmigo).
También hablamos de la escritura cumplida a partir de 1951: cubre aproximadamente dieciséis cuentos (“Algunos pueden ser buenos” apunta él, con verdad) sobre temas fantásticos y temas relacionados con la niñez. Así se ha formado un volumen: Pelo de Paja (“Pelo de paja es una mujer” dice don Julio). Cada libro de relatos es una síntesis de libertad, comenta, porque el autor puede hacer allí lo que quiera, al disponer el orden de los cuentos: alejar y aproximar temas, etc.
A la una en punto nos despedimos con un café. Vuelvo a la calle, al tráfico; miro al hombre sereno que ingresa a la multitud. Nada ha pasado, pero me exalta el privilegio de esta conversación pura, plena en sí misma, el breve contacto con un hombre a quien envuelve la gloria pero que se detiene a su borde, conociéndola casi en un grado de ignorancia.
Y yo pienso borrar toda interferencia mía, para que en la conciencia sólo persistan sus palabras, su imagen de hace un momento y, arrancándolo del tiempo, el perfil de este escritor nacido cerca de Barquisimeto en 1898. Hoy he revisado el diseño de sus cuentos, certeras investiduras del lenguaje y de la ficción, creados cuando la sensibilidad literaria del continente aún dormía o repetía las modulaciones del siglo XIX. Y a partir de esa lectura, puedo ver a Julio Garmendia, tenue, concentrado, durante su arribo a Caracas, en 1915. Nada más decisivo para este hombre que el silencio. Y ahora lo veo viajando a Roma, en el 23, prolongando una ausencia de diecisiete años que consumirá su juventud con el trasfondo de París, Génova, Copenhague o Viena. Hasta que en 1940 el maravilloso fantasma venga a quedarse entre nosotros. Y aquí está: lo encontré a mediodía, escuché su voz algo lejana, pero nunca estaré seguro si no fue de mi lectura –hoy– de donde escapó el delgado duende, para hacerme creer que hablé con don Julio: con ese hombre capaz de dar unos pasos en el siglo pasado y de estar conmigo ahora, probando su aguda disposición para dudar de la escritura, de su propia narrativa, en la cual, sin embargo, inscribió el destino de la literatura venezolana.
Huidizo, ajeno a honores y a consagraciones, el Julio Garmendia profetizado por Semprún y Zumeta (4), se mantendrá brumosamente escudado, durante casi medio siglo de cultura venezolana, por dos libros un tanto marginales: La tienda de muñecos y La tuna de oro. Hacia 1955, otro narrador de su estirpe, Guillermo Meneses, justamente cuando acababa de publicar La mano junto al muro y El falso cuaderno de Narciso Espejo, sus obras de mayor perfección, opinó así sobre Julio Garmendia: “Nacido en el umbral del siglo XX, Julio Garmendia da a la cuentística venezolana su valiosísima nota personal, justamente apreciada muchos años más tarde. Los cuentos de Garmendia entran a nuestra literatura en un momento en el que los escritores venezolanos son, casi exclusivamente, nacionalistas hasta la xenofobia, sarcásticos hasta la chistosa vulgaridad, anárquicos hasta la embriaguez de la protesta por todo y contra todo. El primer libro de Garmendia –La tienda de muñecos– es la obra de un autor que crea territorios literarios para sus personajes, que razona e ironiza con sonrisa comprensiva, que lleva los problemas humanos a climas intelectuales donde la pasión se aquieta en serenos pozos de belleza. Los personajes de Garmendia no pretenden ser más que eso; el autor no desea que se les confunda con hombres; son producto de la sensibilidad, de la concepción poética y sus movimientos obedecen al gracioso dibujo de un pensamiento armonioso que realiza, con delicada sabiduría, el juego de la creación artística. Las formas que crean los cuentos de Garmendia, los enigmas que plantean y descubren, pertenecen a la grata y clara razón del escritor, quien dialoga con sus criaturas un texto admirable de justezas, en el terreno de las posibilidades que él mismo ha determinado. Julio Garmendia es un cuentista ejemplar” (Antología del cuento venezolano).
Aunque algunos estudiosos leyeron siempre con afecto a Garmendia, fue a partir de los años sesenta cuando se inició un amplio reconocimiento para sus breves libros. Julio Garmendia (1898—1977) ha sido el más literario y a la vez el más realista de nuestros narradores. Su relato El cuento ficticio no sólo seduce por su suave ironía sobre ciertos abismos de la ficción, sino que resulta ser un lúcido manifiesto sobre algunos polos de lo imaginario en el continente, tal como iba a ser concebido por Borges o por Cortázar después.
En todo caso, las historias y la prosa de Julio Garmendia guardan el secreto de una mirada inesperada (pícara, profunda) sobre acontecimientos y posibilidades humanas de siempre.
Caracas, Octubre, 1975.
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(1) Universidad Central de Venezuela.
(2 ) Antonio Edmundo Monsanto (1890-1947). Pintor venezolano.
(3) Hotel Cervantes, en la avenida Urdaneta, esquina de Punceres.
(4) Jesús Semprún (1882-1931). Médico y escritor venezolano. César Zumeta (1860-1955). Diplomático, político, escritor y periodista venezolano. Ambos prologaron las ediciones príncipes de los libros de Garmendia, en 1927 y 1951, respectivamente.
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José Balza (Tucupita, 1939). Narrador y ensayista venezolano. Es uno de nuestros mayores escritores de la actualidad. Miembro fundador del grupo literario En Haa (Caracas, 1963). Premio Nacional de Literatura (1991). Ha obtenido, además, los siguientes reconocimientos: Premio Municipal de Literatura (1966), Premio CONAC de Narrativa “Manuel Vicente Romerogarcía” dos veces: la primera en 1978 y la segunda en 1996. Autor de varias novelas y libros de cuentos a los que denomina “Ejercicios narrativos”. Entre sus novelas, marcadas por el experimentalismo, destacan Marzo anterior (1965) y Percusión (1982). Otros títulos de narrativa publicados: Largo (1968, novela), Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (1974), Un rostro absolutamente (1970-1982), La mujer de espaldas (1986), Después Caracas (1995), entre otros, así como diversos títulos de ensayo, entre los que destacan: Proust (1969), Narrativa instrumental y observaciones (1969), Este mar narrativo (1987), Espejo, espeso (1997) y la antología El cuento venezolano (1985).
Información tomada del sitio Ficción Breve Venezolana, sección Autores. Dirección: http://www.ficcionbrevenezolana.org
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ARTÍCULOS
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Una excepción
LA VÍA EUROPEA AL BEST-SÉLLER

Arturo Pérez–Reverte


Ilustración de Forbes

SOY UN NOVELISTA PROFESIONAL, y teorizar sobre literatura se lo dejo a quienes tienen ganas y tiempo para ello, o a quienes viven exclusivamente de sentar cátedra sobre lo que escriben otros; del mismo modo que la faceta artística de la literatura –que sin duda existe– se la dejo a los artistas profesionales, expertos en angustias creativas y duchos en las fascinantes zozobras de lo sublime. Yo me dedico a contar las historias que me apetece contar, y a hacerlo del modo más eficaz posible; así que me importa un bledo si la novela en general o en particular está muerta, o no. En lo que a mí respecta, procuro que la mía siga viva, y eso me mantiene lo bastante ocupado como para no andar perdiendo el tiempo en dimes, diretes y chorradas.
Esta vez, sin embargo, debo hacer una excepción. Después del encuentro que tuve hace unos días en la feria del libro de Francfort con Ken Follet, algún amigo me ha pedido que defina un poco algunas de las ideas que allí apunté, ofreciéndome para ello, con toda gentileza, las páginas de La Vanguardia. Así que en eso estoy ahora, dándole a la tecla, en la esperanza de que esto no parezca una justificación ni nada por el estilo. Que maldita la necesidad que tengo de justificar nada; pues todo autor consecuente con su propia obra se justifica muy a fondo, creo, en todas y cada una de las páginas que escribe.
Le decía yo en Francfort al señor Follet, más o menos, que toda novela es en principio respetable, desde Marcial Lafuente Estefanía a Dostoievsky, mientras haya un lector que encuentre en ellas diversión, reflexión, compañía, esperanza, sabiduría, consuelo o cualquiera de las innumerables posibilidades que ofrecen los libros. En ese contexto, el llamado best–séller, etiqueta con la que a menudo, en un exceso de simplificación, se clasifican globalmente los libros más vendidos, constituye en principio un género tan digno como cualquier otro. Hay que ser un perfecto bobo para exigir que doña Luisa, que apenas tuvo estudios, que se casó con un animal de bellota a los dieciocho años, que trabaja catorce horas diarias haciendo desayunos para marido e hijos, yendo a la compra, preparando la comida, fregando, haciendo la cena, termine su jornada dedicando un rato cada noche a leer el Ulises, de Joyce. Bendita sea para ella Corín Tellado, si eso la hace evadirse, y soñar, e imaginar otras vidas. Y tal vez, pues los libros son al fin y al cabo como las cerezas, que tiras de uno y terminan saliendo otros, eso la lleve un día a leer otras cosas. Y si no, pues qué diablos. Tampoco pasa nada.
Mejor que las teleseries
Quiero decir con eso que todo libro puede ser útil, y nadie tiene derecho a despreciar el trabajo de nadie, ni sus consecuencias. Y en ese contexto, el best–séller, entendido como novela popular en su más primario sentido, que es el de entretenimiento o aventura, resulta perfectamente legítimo y respetable si está bien hecho. Incluso el tan denostado best–séller anglosajón puro y duro, de usar y tirar, que apunta como mucho a una fugaz trayectoria cinematográfica, cumple una función de entretenimiento nada desdeñable, que por supuesto es siempre preferible a una estúpida serie de televisión a base de policías y señores de Arkansas, aunque a primera vista parezcan lo mismo. Pero es que, además, dentro de tan amplio género se han producido obras notables, como Shogun, de James Clavell, Chacal, de Forsythe o, en otro registro, las novelas de John le Carré, incluyendo Los pilares de la tierra, del propio Follet. De cualquier modo, lo que el best–séller anglosajón posee son unas técnicas narrativas altamente eficaces, que arrancan tanto de la novela popular europea del XIX como del lenguaje cinematográfico. Unas técnicas muy interesantes cuyo estudio y aplicación, al menos como referencia, resultan de extraordinaria utilidad a la hora de abordar cualquier materia novelesca de un modo actual, para un público lector que posee –obviarlo es una estupidez suicida– una amplia enciclopedia audiovisual en continua recarga y evolución. Entendida la novela, por supuesto, como se entendió siempre y como algunos –sobre todo los lectores, que es lo que cuenta– seguimos entendiéndola todavía: el planteamiento de un problema narrativo basado en acción, pensamiento, o la combinación de ambos, y la resolución de ese problema mediante las herramientas más eficaces, trama, personajes, estilo y estructura, que el autor sea capaz de aplicar en su trabajo. Porque –y esa es otra– por mucho arte, talento, imaginación y demás dones estéticos o divinos de que disponga el novelista, sin trabajo riguroso y disciplinado no hay nada que rascar. Y, pese a lo que afirmaba recientemente algún exquisito e imprescindible novelista de diseño, las novelas no se escriben picoteando de flor en flor, un poquito hoy y otro poco el mes que viene, a base de inspiración divina y de hacer vida de escritor en mesas redondas, talleres literarios, columnas periodísticas y barras de bares de moda. Se escriben echándoles muchas horas, y días, y meses de constante disciplina y trabajo.
Dicho todo lo cual, y respetando a todo el mundo, se impone puntualizar un par de cosas. Y precisamente ese par de cosas son las que me llevaron hasta Francfort para conversar con el señor Follet, pese a que tengo a gala no frecuentar ese tipo de eventos. La principal es que, dicho con todos los respetos, no hay que mezclar las churras con las merinas. Quiero decir que quien sitúe El ojo de la aguja y El nombre de la rosa, ambas indiscutibles best–séllers, o La tapadera y El perfume, o El exorcista y Peón de rey en un mismo paquete, es un perfecto simple y un cretino. Porque frente al clásico best–séller anglosajón, frente a un planteamiento novelesco que tiene por objeto exclusivo el mercado, y donde pocas ambiciones suelen plantearse más allá del aquí te pillo y aquí te mato, frente al huérfano ejercicio de la acción y el entretenimiento sin más pretensiones que lograr impactos rentables en las listas de más vendidos, frente al todo vale prepotente y descarado sin otro sostén que las cifras del enorme mercado en lengua inglesa, a menudo la novela europea con éxito de ventas posee en buena parte, y ganado por derecho propio, un amplísimo margen de independencia y de calidad perfectamente compatible con las ventas masivas, y que es al mismo tiempo fiel a sus propias raíces y a su memoria. Y que además goza del respaldo del número de lectores suficiente, pese a los agoreros y a los enterradores prematuros, para justificarla y sostenerla con plena salud.
No podía ser de otro modo, por otra parte. En el panorama de la novela actual, frente a conceptos culturales en materia novelística limitados en el tiempo y el espacio, que a veces rozan el ombliguismo insular, como en el caso británico, o huérfanos –y a veces manifiestamente bastardos–, como el norteamericano, cuya memoria colectiva directa tiene menos de trescientos años, pese a la pervivencia en ella de tradiciones muy importantes, la novela vocacionalmente europea, entendida ésta como un amplio paisaje cultural que incluye Iberoamérica y no excluye absolutamente a nadie, cuenta con un denso y riquísimo pasado a sus espaldas. Una herencia de tres mil años de solera que nace en La Biblia y la cultura mediterránea oriental, pasa por Grecia y Roma, llega a España y al sur de Europa enriquecida por el Islam, florece en la latinidad medieval y el renacimiento, viaja a América en naves españolas y retorna en forma de barroco para estallar en una inmensa fiesta de ideas y de posibilidades en los siglos XVIII y XIX. Es precisamente ese contexto, ese paisaje, el que hace posible una novela actual europea, respaldada por toda aquella historia y memoria, que puede plantar cara con pleno éxito a la invasión del huérfano bastardo o el best–séller anglosajón a palo seco.
Las armas del enemigo
Otra cosa es que se haga o no se haga. Otra cosa es que muchos novelistas europeos, a menudo dispuestos a escribir para el qué dirán de ciertos críticos y mandarines que tienen secuestrada la cultura desde hace décadas, sigan siendo víctimas de sus propios complejos; y que en países como Alemania e Italia se resignen a abandonar la cabecera de las listas de ventas a las traducciones de best–séllers norteamericanos, como si escribir historias y que la gente las lea fuese algo de lo que un escritor deba avergonzarse. Otra cosa muy distinta sería que, en vez de pasarse la vida teorizando en debates televisivos y suplementos literarios y llorando sobre el presunto cadáver de la novela, los escritores europeos no se resignaran a pasar por el aro de la crítica “culturalmente correcta” y volvieran la vista hacia ese inmenso caudal narrativo, hacia esa larga tradición e inmensa memoria que es su orgullo y su fuerza. Y que aplicando, eso sí, técnicas narrativas eficaces, modernas, extraídas sin complejos del mismo cine o la misma literatura anglosajones, consolidaran un género de novela de amplias ventas y futuro, que goce del respaldo de sus lectores y tenga, al mismo tiempo, posibilidades de librar en el exterior la batalla de una literatura europea capaz de competir en el mercado internacional con la dignidad de su rica memoria. Usando, ¿por qué no?, las mismas armas del enemigo. Haciendo compatibles tradición, profundidad y entretenimiento.
La prueba de que ese puede ser el camino que sostenga y revitalice la narrativa europea es que –como resulta fácil apreciar si se sigue la evolución de tiradas en países como España en los últimos diez años, con cifras impensables hace veinte– los lectores responden de forma masiva, calurosa, cuando se les plantea ese tipo de oferta narrativa de calidad, referida a su propio ámbito cultural y a su memoria. La prueba, por hablar sólo de tres títulos recientes, es la acogida entusiasta en España, en decenas de miles de lectores, a la magnífica novela El hereje, de Miguel Delibes; a Peón de rey, de Jesús Fernández, o a la extraordinaria El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas. Y no me refiero a novela histórica forzosamente, sino a novelas de muy diversa índole que incluso al tratar el presente se asientan en una tradición larga y hermosa: la de los miles de años que nos hicieron posibles y que José María Guelbenzu, en un artículo publicado hace pocos días, destacaba con especial lucidez. Novelas que –y esto es fundamental– en España alcanzan mayor cifra de ventas que las de Ken Follet. Novelas asentadas en una memoria, no lo olvidemos, que también resulta atractiva para el mundo anglosajón y norteamericano, donde Europa sigue fascinando e interesando –¿qué novela más europea que la extraordinaria V, de Thomas Pynchon?– y donde, además, la creciente penetración hispana del sur, que lleva consigo su propia memoria latina, crea grandes posibilidades a medio y largo plazo.
El sistema americano
El principal obstáculo en Estados Unidos sigue siendo que allí, donde un sistema comercial eficacísimo es capaz de poner en el mercado internacional de lengua inglesa, de forma masiva y en pocos días, cualquier libro con vocación de muy vendido o muy leído y donde pese a la usual ordinariez del mercado existen, sin embargo, notabilísimos vínculos de memoria histórica europea que incluyen amplias comunidades cultas italianas, judías, etcétera, las editoriales suelen carecer de lectores cualificados capaces de rastrear, leer y descubrir novelas en otras lenguas que la inglesa. Y eso, dificulta la penetración. Aunque las cosas están cambiando y la presencia de autores en lengua castellana, o española, que dicen allí, es cada vez más intensa.
En cuanto a la vieja Europa, yo creo que sólo en el aprovechamiento de la tradición está el futuro; pues eso permite a quien escribe hacerlo con el aplomo de saber de dónde viene y adónde va. Picasso es imposible sin Velázquez, sin Rembrandt, sin Brueghel. Nadie, salvo los soberbios, los cretinos o algunos “bobenzuelos” a quienes vuelven locos los elogios de críticos cantamañanas, puede creerse de veras capaz de escribir nada que merezca la pena o que perviva cuando se trabaja con una memoria literaria o cultural que empieza en Kundera o en la última película de Tarantino. Cervantes, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievsky, Galdós, Valle, Stendhal, Quevedo, Virgilio, Homero, Dickens, Dumas, Stevenson, Melville y todos los otros, los de siempre, los viejos maestros que nos enseñaron a contar historias como siempre se contaron, siguen siendo necesarios antes de dar el primer teclazo; porque en ellos obtenemos el aplomo y el equipaje y en ellos afinamos las armas de la lengua, el estilo y la estructura. Y la novela europea todavía puede ser algo más que asaltar una gasolinera porque la vida no tiene sentido, o quedarse seiscientas páginas mirándose el ombligo... ¡Qué diablos! Quienes no tienen nada que contar, y encima pretenden que la gente pague por leer los avatares de un vacío personal que no interesa sino al autor mismo, harían mucho mejor en dejar libres las mesas de novedades y dedicarse a otra cosa. Y quienes sí desean hacerlo, quienes de veras tienen historias hermosas que escribir para que miles de desconocidos reflexionen, gocen, sientan, comprendan, vivan más vidas y las añadan a la propia, deberían abordar la tarea sin complejos y más pendientes de su trabajo que de lo que dirá tal o cual crítico al día siguiente. Para eso, naturalmente, es necesario desvincularse de los clanes de compadres, de los mercachifles y los parásitos que se autoadjudican el papel de árbitros y convierten las páginas de cultura de los diarios en feudos personales, y trabajar sin complejos con la certeza de que, en literatura, el lector es el único que, después del naufragio, cuando por fin el mar se cierra sobre los mástiles del “Pequod”, reconoce a los suyos.
A base de recrearse en su propia agonía, de escribir y aplaudir novelas basadas en personajes incapaces de escribir una novela, cierto tipo de gente mató la novela en Francia y en Italia y han estado a punto de matarla también de verdad en España; no por agotamiento del género, como equivocadamente creen algunos, sino por el imperio del esnobismo y la gilipollez y la vacuidad elevada a teoría literaria, a obra maestra imprescindible y a pequeña miniatura imperecedera. No todos tenemos mala memoria, y además las hemerotecas están llenas de definiciones como esas, aplicadas por críticos que siguen pontificando impávidos en ciertos suplementos literarios –los mismos que antes afirmaban que Faulkner y Benet eran el canon– elogiando obras y autores “imprescindibles” que, a los dos meses, todo el mundo, y con justicia, olvida piadosamente. Y, al contrario, son ahora algunos de sus ahijados, compadres y pupilos quienes, poco a poco, cada vez con menos complejos –el autor que dice no importarle vender libros miente como un bellaco–, recurren a estructuras y lenguajes tradicionales, al género policiaco como sostén de la trama, a la historia como memoria y clave del presente, al paisaje cultural común iberoamericano, y miran alrededor para contar novelas como siempre se contaron. Novelas que pretenden abarcar una parte del mundo narrando una historia con planteamiento, nudo, desenlace y con los puntos y las comas en su sitio.
Por fortuna, no todos se “benetizaron” en España por una palmadita en la espalda y un elogio en las páginas de turno. Y hubo gente que se arriesgó, con suerte o sin ella. Y gracias a la resistencia individual opuesta por nombres como Mendoza, Marsé, Sampedro, Torrente y algún otro, la novela de toda la vida, la escrita como Dios manda, siguió viva aquí, mantuvo el cordón umbilical con sus lectores de siempre y pudo enlazar con una generación de novelistas más jóvenes que, con una oferta variadísima, constituyen hoy un sólido núcleo de una veintena de nombres que en su mayor parte son, o serán, perfectamente exportables y traducibles. Por ese camino, la vieja Europa, o al menos la parte que nos toca de ella, puede en mi opinión enarbolar, con absoluta tranquilidad, pabellón propio. Porque best–séller como definición de libros más vendidos, de acuerdo. Nada que objetar al término, porque en él caben Ken Follet, Mendoza, Sepúlveda, Eco, Martín Gaite, Le Carré, D'Ormesson, Prada, Grisham, Marías, Gala, Terenci, Vázquez Figueroa, Clancy, Sampedro, King, Rivas, Baricco, Marsé, Almudena y tantos otros. Libros de éxito, vale. Todos en las librerías, y bendita sea la época en que cada lector puede escoger lo que cuadra con su gusto y no verse obligado, como en otro tiempo lo estuvimos, a exiliarse en novelas extranjeras o en los clásicos, renunciando al presente o sintiéndose miserable porque se aburre con Herrumbosas lanzas.
Todos en las librerías y en las listas, digo, pero cada uno en su sitio. Por mucho que se empeñen los malintencionados y los imbéciles, ni Stephen King es lo mismo que Umberto Eco, ni Ken Follet lo mismo que Jean d'Ormesson, o que Antonio Gala. Y además, Carmen Martín Gaite vende aquí más que Tom Clancy. Así que, mucho ojo. Todos juntos, vale. Pero no revueltos. Y que el buen Saramago nos bendiga a todos.

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Aparecido en La Vanguardia, del 30 de octubre de 1998. Tomado de El Capitán Alatriste, web oficial de Arturo Pérez Reverte. Dirección: http://www.capitanalatriste.com/
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Arturo Pérez-Reverte

(Cartagena, 1951). Novelista y periodista español. Desde 2003 es también académico de la Real Academia Española de la Lengua. Fue reportero de guerra durante 21 años (1973-1994), primero en el Diario Pueblo (donde permaneció 12 años) y luego en los Servicios Informativos de Televisión Española durante otros nueve años, hasta 1994. Como corresponsal de guerra, cubrió conflictos armados en Chipre, Líbano, Eritrea, el Sahara, las Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Chad, Libia, Sudán, Mozambique, Angola, el Golfo Pérsico, Croacia y Bosnia, entre otros. Una experiencia que habría de marcarle fue la Guerra de Eritrea, en la cual en la cual anduvo perdido varios meses y consiguió sobrevivir a duras penas, gracias a sus amigos de la guerrilla. En 1994, se dedicó en exclusiva a la literatura. Desde 1991 es columnista en el suplemento dominical El Semanal. Ha publicado hasta el momento diecisiete novelas y varias colecciones de artículos. Sus novelas La Tabla de Flandes, El maestro de esgrima y El Club Dumas han sido adaptadas al cine con éxito, esta última con el título de La novena puerta por Román Polanski. Además, es autor de una serie de, hasta ahora, seis novelas que tienen como protagonista a un personaje contemporáneo de Francisco de Quevedo, Diego Velásquez y Lope de Vega: el Capitán Alatriste, que lo han convertido en el autor español más leído y con mayores ventas de libros en su país..
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ROBOS EN LIBRERÍAS:
LADRONES ILUSTRADOS


LOS OBJETIVOS MÁS APETECIDOS son best–séllers, novelas de culto y textos de estudio. Para conseguirlos, las personas se valen de ingeniosas estrategias, que los libreros enfrentan de distintas formas, tomándose incluso la justicia en sus manos.
La oportunidad hace al ladrón, dice el refrán. “Uno de los inconvenientes de robar libros es que la elección está supeditada por la oportunidad”, comprueba un personaje de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, volumen que, curiosamente, es uno de los más robados en las librerías de Santiago, y cuyo autor, en su juventud, fue uno de los grandes en el “oficio” de apropiarse de libros ajenos.
En algunos establecimientos comerciales, las pérdidas por robos pasan inadvertidas; en cambio, en otros, se hacen notar, y mucho. Es el caso de la Feria Chilena del Libro, donde las pérdidas ascienden a 50 millones de pesos, según el último inventario que se hizo en todos sus locales.
Al clasificar estas pérdidas por títulos, los propietarios y encargados de las librerías también pueden establecer una diferenciación entre quienes acuden a ellas. Existen tres tipos de ladrones. El primero de ellos es el ladrón ocasional, que roba cuando tiene la oportunidad de hacerlo. Ve un libro que le llama la atención y, si puede sustraerlo sin ningún problema, se lo lleva. Y ni siquiera hace una compra para disimular. La segunda categoría es la del ladrón ilustrado, que quiere leer un libro, pero no le alcanza el dinero; es tal su desesperación, que termina robándoselo. En la última categoría, la más despreciable según los libreros, están los ladrones por encargo, que reducen la mercadería en barrios como San Diego, por menos de la mitad del valor del libro.
Ahí radica la diferencia entre robar literatura para saciar una necesidad de lectura y conocimiento, y hurtar por necesidad económica o lucro personal. Pero que quede claro: ambos son delitos.Para combatir a los ladrones, no importando la categoría en que se encuentren, los libreros han adoptado cada vez más medidas de seguridad en sus tiendas. Los guardias han aumentado, así como también las cámaras y sensores en el interior de los libros, especialmente en aquellos que corren más riesgo. Todo lo cual produce un encarecimiento en los costos de operación, cuestión que finalmente se traduce en el aumento de los precios.
Modus Operandi
Actúan como los ladrones de supermercados. Algunos pertenecen a verdaderas mafias. En este caso, las amenazas cuando son descubiertos dejan atemorizado a cualquiera. Es el caso del jefe de ventas de la Feria Chilena del Libro, Mario Banda, quien a través de sus años de experiencia como vendedor ha sufrido innumerables amedrentamientos por parte de ladrones que ha sorprendido in fraganti. “Uno sabe quiénes son, ya los identificamos, porque algunos regresan a la librería. Y, cuando uno los descubre antes que se vayan, antes de que suene el sensor, les dices que para evitar problemas devuelvan los libros. Entonces se enojan y nos tiran los libros por la cabeza, junto a un tremendo rosario de groserías y, por supuesto, las amenazas de muerte por sapos”, cuenta Banda. Afortunadamente, las intimidaciones contra los vendedores sólo quedan en eso.
Otra forma de operar, menos violenta, es la de parejas que supuestamente entran a las librerías a curiosear, saltando de un volumen a otro, lo que a ojos de muchos podría ser un acto normal. Pero su intención no es tan inocente como parece. Muchas veces, la mujer lleva un gran escote, una minifalda, y comienza a coquetear con los vendedores, quienes caen embelesados cuando ella se les acerca pidiéndoles una cotización. Les habla, los mira, se inclina ante ellos para ostentar su busto. Mientras esto sucede, la pareja de la mujer llena de libros su bolso recubierto por un papel aluminio especial, el que muchas veces impide que suene el sensor a la salida de la librería.
También las jovencitas hacen de las suyas. Muy lindas, bien vestidas, y extremadamente sensuales, comienzan a hojear libros, les preguntan a vendedores por autores, títulos, y mientras son atendidas cortésmente, las demás aprovechan la oportunidad, abren sus mochilas y comienzan a sacar libros de los anaqueles hasta llenarlas.
Otros, los más descarados, adaptan sus chaquetas implementándoles bolsillos en la parte interior, generalmente en el forro y, al llegar a la librería, se las sacan, supuestamente por causa del calor, y comienzan a introducir libros en ella. Cuando son descubiertos, y revisados posteriormente, se hacen los desentendidos diciendo: “No sé como llegaron esos libros a mi chaqueta, alguien los debe haber puesto ahí”.
Los ladrones por encargo acuden directamente a realizar su misión. Se dirigen sin mayor trámite hacia el libro que les fue encomendado. “Viene alguien y lo marca, lo dobla de forma especial, lo cambia de sección, o lo deja medio escondido, y después llega el ladrón y se lo lleva”, cuenta Juan Carlos Fau, dueño de la librería Qué Leo.
Sin distinción de clase
Lo usual en los ladrones de librerías es que pertenezcan a distintos sectores socioeconómicos. Es fácil advertir a clientes habituales que tratan de sustraer algún texto sin pagarlo. “Los pocos intentos de robo que hemos tenido, son de estudiantes, profesionales, quienes muchas veces son clientes. Cuando roban libros, se los quitamos, pasan la vergüenza de su vida y no regresan. En menor medida, vienen tipos de mal aspecto a robar por encargo”, cuenta Patricio Larrondo, encargado de la librería Nueva Altamira, ubicada en el Drugstore de Providencia.
Lo mismo ocurre en la Feria Chilena del Libro ubicada en el Mall de La Dehesa, donde se ha encontrado a gente del sector sustrayendo libros. “Roba todo tipo de gente, eso es lo más impresionante, ya que uno pudiera creer que es un segmento de la población, pero hemos comprobado lo contrario”, afirma el librero y periodista Héctor Velis-Meza.
Aunque la mayoría condena, sin atenuantes, la violación del séptimo mandamiento, otros justifican que algunos no puedan resistir la tentación de leer un buen libro. Cueste lo que cueste. O, mejor aún, sin que cueste nada. Es el caso de Sergio Parra, poeta y dueño de la librería Metales Pesados, quien recuerda que en la década de los ochenta era bastante bueno en el “oficio”. Aún posee algunos textos que sustrajo en el pasado, acción que realizó porque en esos tiempos el dinero que conseguía trabajando como junior no le alcanzaba para comprar libros. Tenía muy bien armada su defensa en caso de que fuera descubierto. “Si me enfrentaba a la policía o a los jueces, mi argumento era que yo tenía una gran necesidad de lectura, pero ganaba muy poco, y mi interés era aprender”, cuenta.
Las peripecias de la vida ahora lo han llevado del otro lado del mesón, pero sin que haya cambiado su filosofía. Los robos en Metales Pesados no se notan. Y es que Parra cree que suceden en contadas ocasiones. “Roban poco o no me doy cuenta. También pueden ser muy buenos y habría que felicitarlos, como cuando alguien tiene un buen oficio”, comenta.
También afirma que prefiere hacerle un buen descuento a un ladrón, ya que de esa manera ambos quedan contentos: él, porque vendió un libro, y el ladrón porque se va con el texto que quiere. Asegura que la mejor manera de tratar a las personas es dialogando. “En realidad, cuando a una persona se le trata mal, como a un delincuente, tiende a robarse el libro en mala, porque fue discriminada, y eso pasa en muchas librerías, donde la gente es mal vista porque anda con mochila, por el pelo o por su forma de vestir. Acá eso no pasa. Yo creo que por eso la gente cuida mucho la librería, porque no se le discrimina”, afirma el dueño de Metales Pesados.
Acciones legales y de facto
Pero no todos enfrentan el tema de la misma forma. Como un acto verdaderamente despreciable califica Juan Carlos Fau lo que hacen los ladrones por encargo. Cuando descubre robando a alguno en el interior de su librería, toma la justicia en sus manos y “con patadas y palos” defiende su local. “Es la parte más fea del negocio, siendo una pega muy grosa, muy rica, en la que conoces a mucha gente y aprendes algo todos los días. El robo, en cambio, te desmotiva, te hace repensar a veces la continuidad del giro”, confiesa Fau.
Distinto es cuando encuentra a cuatro o seis delincuentes sustrayendo textos. Ellos actúan en bandas y son tipos peligrosos. “En ese caso, acudimos a la policía, que los identifica fácilmente hasta por sus sobrenombres. La recomendación de Carabineros es que si sabes que te están robando, los llames”, cuenta el propietario de Qué Leo.
A semejanza de lo que ocurre en algunas multitiendas, la mayoría de los dueños y encargados de librerías está comenzando a emprender acciones legales contra los ladrones. Uno de los motivos para este cambio de actitud es que la mercadería ya no se confisca, como se hacía en el pasado. Los libros son devueltos a sus dueños en el momento en que llega la policía después de un acto de reconocimiento.
Como sea, los libreros asumen que el hurto de libros nunca podrá frenarse por completo. Ni siquiera en países con un nivel de vida mucho más alto que el nuestro. Hace poco, un rápido sondeo hecho por el New York Times Books Review entre libreros norteamericanos, revelaba que los libros del japonés Haruki Murakami eran algunos de los más robados. ¿El perfil típico del ladrón? Estudiantes. O sea, la combinación habitual: muchas ganas de leer y poco dinero en el bolsillo.

Ranking de los libros más robados en Santiago de Chile
Los detectives salvajes. Roberto Bolaño. $14.700.
El diario de García Madero familiariza al lector con los fundadores del realvisceralismo en México. De paso, nos revela cuáles son los botines predilectos que sustrae de las librerías del D.F. : Poemarios de Roque Dalton, Enrique Lihn, Amado Nervo, Alberto Girri, Kenneth Fearing...
2666. Roberto Bolaño. $28.800.
Esta obra póstuma de Bolaño, de más de mil páginas, se considera su testamento literario. A pesar del tamaño, los ladrones más jóvenes se las ingenian para disimular entre las ropas sueltas el objeto oculto de su deseo.
El Código Da Vinci. Dan Brown, $14.640.
Confabulaciones y simbologías esotéricas se dan la mano en el intrincado argumento de esta novela, pirateada hasta la saciedad. El libro le roba su tiempo al deshonesto lector, después que éste se ha robado el libro. Justo castigo. El que roba a ladrón tiene cien años de perdón.
Inés del alma mía. Isabel Allende, $9.900.
Inés Suárez se embarca a América en busca de su marido. Al llegar, descubre que murió. Conoce a Pedro de Valdivia. y nace un romance que sobrevivió a guerras, batallas y muertes. Una novela que le ha robado el corazón a miles de lectores.
Álgebra de Baldor. Aurelio Baldor, $22.960.
Una biblia para los estudiantes de matemáticas. A muchos escolares, Al-Jwarizmi, el árabe con turbante que sale en la portada, les causa más miedo que Bin Laden y Al Qaeda, lo que es toda una injusticia si consideramos que esa cultura realizó aportes fundamentales para el progreso de la humanidad.
Atlas de anatomía. Frank H. Netter, $140.000.
El precio del libro explica por qué el cuerpo humano se puede transformar en el cuerpo del delito.

Tomado de la edición digital del diario chileno El Mercurio, de fecha 14/01/2007 y provisto por Ficción Breve Libros
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miércoles, 14 de febrero de 2007

PRUEBA

A LOS LECTORES:
esperamos reaparecer
el viernes 16/02/2007
en esta nueva dirección
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Esencia de entrevista
WILLIAM FAULKNER



Mapa del condado de Yoknapatawpha
hecho por el propio Faulkner


Ocasionalmente y a partir de este número, presentaremos extractos de entrevistas realizadas a grandes escritores que hemos conseguido en la red, especialmente, aquellas en las que se hable de aspectos relativos a la creación literaria. Lamentablemente, donde obtuve este texto, no se cita su origen ni su fecha.

¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?
99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.
¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?
Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos, tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo.
Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?
De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes de que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de la obra, antes de escribir la primera. Eso sucedió con
Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al día haciendo trabajo manual. Sencillamente, me imaginé un grupo de personas y las sometí a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero, cuando la técnica no interviene, escribir es también más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de aquella que me causó la mayor aflicción y angustia, del mismo modo que la madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote.
¿Qué obra es esa?
El sonido y la furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de contar la historia para librarme del sueño que seguiría angustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo.
¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?
No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la “porción” no tiene importancia. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.
Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor.
¿Incluiría usted la inspiración?
Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto.
Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?
Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al Ulises de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe.
¿Lee usted a sus contemporáneos?
No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: el Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... Leo El Quijote todos los años, como algunas personas leen La Biblia. Flaubert, Balzac -este último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoievki, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville, ocasionalmente y, entre los poetas, a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.
¿Y Freud?
Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco.
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Texto tomado del Boletín de Libros en Red No. 72, del 29 de enero de 2007.
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William Faulkner (1897-1962). Escritor estadounidense, Premio Nóbel de Literatura 1949. Hasta la publicación de El sonido y la furia (1929) no alcanzó el éxito literario. A esta obra le siguieron otras grandes novelas -también experimentales en alto grado- como ¡Absalón, Absalón! (1936) y Las palmeras salvajes (1939). Faulkner vivió muchos años sumido en un alcoholismo destructivo. Escribió guiones de cine para productoras cinematográficas de Hollywood y los últimos años de su vida transcurrieron entre conferencias, viajes, relaciones sentimentales efímeras y curas de desintoxicación.Extracto de una entrevista a William Faulkner.
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