viernes, 4 de abril de 2008

Hoy sólo aparece un cuento de un notable escritor salvadoreño, Salvador Arrué (“Salarrué”), del que hoy, muy pocos se acuerdan.
Puede parecer un escritor costumbrista pero, tras esa fachada, hay muchísimo más.
A los lectores y lectoras que deseen conocer más a este formidable narrador, les invito a bajar totalmente gratis una recopilación de sus mejores cuentos, en el portal Biblioteca Ayacucho Digital, de la editorial venezolana del mismo nombre. Al entrar a la dirección electrónica que copiamos a continuación, encontrarán el libro de Salarrué, El ángel del espejo, en la segunda página y bajo el No. 16 de la colección.
La dirección es:

http://www.bibliotecayacucho.gob.ve/fba/index.php?id=103
Allí pueden bajar muchos otros títulos de esta excelente editorial, en forma totalmente gratuita.
Por favor, disfruten la lectura de cuanto bajen.
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SEMOS MALOS

Salarrué

Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.
-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen...
-Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.
-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.
-Apechálo, no siás bruto.
«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.
El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.
-¡Tata: brán tamagases?...
-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-Estírate, pué...
-No puedo, tata, mucho yelo...
-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.


Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.
Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».
-Te dijo ques fológrafo.
-¿Vos bis visto cómo lo tocan?
-iAjú!... En los bananales los ei visto...
-¡Yastuvo!...
La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.
Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...
Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.
Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.
Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.
Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron...
Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:
-Semos malos.
Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.
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Aparecido originalmente en el libro Cuentos de barro, San Salvador, 1933. Reproducido de El ángel del espejo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2007.