domingo, 4 de noviembre de 2007

SOBRE LA FELICIDAD

NOTA:
la semana pasada este blog estuvo fuera de la blogósfera, por eso que en los medios de comunicación masiva llaman "razones ajenas a nuestras voluntad". Debí viajar a Caracas y dejé el material ya montado, en borrador. Sólo tenía que publicarlo. Sin embargo, esto no fue posible, desde tres computadoras distintas, pues por ignoro qué razón no había acceso a Blogger. Pido excusas por esa ausencia involuntaria y presento el material que estaba destinado a salir entonces.
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Esta semana incluyo uno de mis cuentos más conocidos: "Espantarle las tristezas a la gente", del libro homónimo que continuó con los relatos protagonizados por el tío Ramón Enrique, un zapatero remendón de Barquisimeto, estado Lara, que apareció por primera vez en mi libro Evitarle malos pasos a la gente, con el cual obtuve, en 1979, el Premio Casa de las Américas, en La Habana, Cuba.
Luego, reproduzco un breve ensayo del escritor italiano Claudio Magris, sobre La Felicidad.
Como se ve, estoy contento esta semana y de allí lo de alegrar a mis lectores y compartir una reflexión sobre la felicidad.
Gracias por asomar su mirada en este rincón literario.
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ESPANTARLE LAS TRISTEZAS A LA GENTE



No hay cosa que el tío Ramón Enrique no arregle con un cuento: que si se están peleando dos hermanos, ahí va un cuento sobre dos hermanos a los que amarraron espalda contra espalda hasta que aprendieron a tolerarse.
Que si a la tía se le quebró un santo de yeso, ahí va el cuento del milagro del santo que después de romperse se recompuso; que si mi mamá dice que tanto jugar béisbol a pleno sol me va a embrutecer, ahí va el cuento del muchacho al que el sol derritió y después resurgió de la tierra más fuerte, más inteligente y de mejor corazón.
Una noche al terminar una fiesta yo aún estaba despierto, borracho de música –, le oí decir:
–A mí me gusta contar cuentos, para espantarle las tristezas a la gente.
Y hasta que me dormí lo oí hablar de un médico que no podía curarse a sí mismo porque cobraba muy cara la consulta y no tenía dinero para pagarse y de un gato que cazó mi abuelo, que de exageración en exageración terminó convertido en tigre y de un tartamudo que aprendió a hablar por señas y entonces le dio mal de San Vito y de un amigo suyo de la isla de Margarita que orinaba hormigas y de una mujer que conoció en Italia, tan bella que hasta tenía una sombra de colores.

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LA FELICIDAD

Claudio Magris
–Es rico quien tiene hijos y nietos sanos"
Los elixires prometen, casi siempre, larga vida, amor o felicidad: su lugar está en los puestos de las ferias de plaza o en los spots publicitarios, magnificados por algún merolico que se los brinda a los crédulos. Cierto, la existencia, gracias a Dios, sabe ser a veces también un vino fuerte y generoso que se bebe hasta el fondo, pero la pretensión de embotellarla en frascos etiquetados con fecha de caducidad es un gran engaño. Todo elixir que nos asegura la felicidad –o sea, todo optimismo confeccionado a un confortante sistema o concesión filosófica– es mentiroso, y no sólo se desliza con desenvoltura sobre el mal, sobre la oscuridad, sobre la infamia, sobre el dolor, los cuales tan grande y desigualmente se distribuyen entre los mortales que legítimamente hacen dudar de la bondad de todo el tinglado.
Es mentiroso porque falsifica, en su ampulosa retórica, también y sobre todo los momentos de gloria, de felicidad, de plenitud y de abandono que la vida nos regala; aquellos momentos cuando nos creemos inmortales y en los cuales –como dicen en un estupendo cuento de Kipling los animales divinos esclavizados por la industria del entretenimiento– se nos recuerda que hemos sido dioses. La vida es también un verano glorioso: dispensa amor, fraternidad, placer, risas y felicidad, pero todo esto es verdadero sólo si es vivido a contraluz de los desastres, las injusticias y los miedos sin nombre en los cuales también es pródiga.
Sí, muchas veces podemos decir, como el Toro o el León de Kipling, que hemos sido dioses y lo recordamos, siempre y cuando no se nos olvide que estamos también bajo el azote del domador.
Elíxir remite a felicidad y esta última no puede ser proclamada, sólo puede ser vivida –o mejor dicho, se puede vivir en ella, pero no poseerla, como algo que se mete al bolsillo–. Si la felicidad y el amor se anuncian triunfalmente, como la adquisición del paquete mayoritario de acciones de una sociedad próspera, se convierten en un farolazo, en una elocuente conferencia sobre la vida en lugar de en la vida. La búsqueda de la felicidad, hasta en su definición, tiene casi siempre algo de doloroso. Lo ha expresado, con una intensidad que difícilmente encuentra igual, naturalmente un griego antiguo, al inicio de la civilización occidental: Herodoto, "El Padre de la Historia",(1) en el primer libro de su obra.
Es una página en la que pienso quizá hasta demasiado seguido, desde hace muchos años, y que para mí está inextricablemente conectada con la felicidad o su ausencia. La leí por primera vez de joven, no directamente en Herodoto, sino en una admirable paráfrasis–comentario de Manara Valgimigli, el gran helenista, en una compilación de sus ensayos titulada La mula di don Abbondio. Encontré el libro en casa; Valgimigli se lo había regalado dedicado –cuando era bibliotecario en la Cassense– a mi tío Virgilio, hermano de mi padre, que fue alcalde de Ravenna y al cual debo quizá en parte mis sentimientos respecto a la unidad italiana y la simpatía por los funcionarios de Trajano, Napoleón o Francisco José.
Más tarde leí la página de Herodoto, pero pienso que fue una fortuna acercarme inicialmente a ella –como a otros grandes libros– a través de una alta y profunda divulgación que facilita la comprensión de un texto sin simplificarlo en modo reductivo. Un aspecto negativo del actual clima cultural es la escasa presencia de una divulgación de este tipo, sustituida a menudo por charlas tanto rebuscadas como simplonas.
Entonces, Herodoto cuenta como Solón, el sabio ateniense, de visita en los dominios de Creso, el riquísimo rey de los lidios, es interrogado por este último sobre quién es, entre todos los hombres que ha conocido o de los que ha oído hablar en sus viajes por los más variados países, el hombre más feliz. Creso espera que Solón le diga que él, por sus grandes riquezas.
Pero Solón nombra a Tello de Atenas, quien en un periodo de prosperidad para su patria había tenido hijos y nietos sanos e inteligentes, todos sobrevivientes, la fortuna más grande de la vida y, finalmente, ya anciano, había corrido a socorrer a su ciudad en peligro y había muerto valientemente en su defensa, dejando un recuerdo honrado por sus paisanos.
En el relato de Herodoto hay plenitud de vida, fundada sobre la armonía entre existencia individual y social, sobre un fuerte sentido de la continuidad que supera a la muerte del particular; la felicidad es dada sobre todo por ese gran Eros que se concreta en el amor por los hijos y los nietos, el amor más grande de todos. Es esta felicidad la que permite afrontar con el rostro descubierto no sólo a los enemigos en batalla, sino a ese peligro más insidioso, parte de la vida misma, de su transcurrir y desvanecerse que tan a menudo parece insensato, lo que arrastra todo a la nada y pone en el corazón un espanto que nos induce a menudo a sentirnos, a cualquier edad, como niños perdidos en el bosque.
Pero, ¿si no se ha tenido aquello que tuvo Tello? No es sencillo ser Tello. Ese batallón de hijos y nietos y esa feliz relación con ellos, que parecerían un don fácilmente otorgable por los dioses, puede tornarse de golpe imposible, enturbiarse y trabarse sin razón. Y cada vez se ha hecho más arduo, para el individuo, sentirse en armonía con su mundo –quizá ignorando las injusticias sobre las cuales se funda– y combatir por él, es decir, no sólo morir sino también matar con la conciencia limpia. ¿Cómo están entonces las cosas, si no es posible –o ya no lo es– ser Tello de Atenas?
Solón tiene otra historia, que narra la suerte más feliz después de la de Tello. Versa sobre los dos hermanos Cleobis y Bitón, hijos de una sacerdotisa de Hera. El día de la fiesta de la diosa, la madre tenía que asistir al templo con un carro para llevar a cabo el sacrificio pero no encontraban a los bueyes, así que los dos hermanos –que sobresalían en las lides atléticas– tomaron el yugo sobre las propias espaldas y jalaron el carro, con la madre y la parafernalia para el rito, durante un largo trayecto, hasta el templo. Después del sacrificio, la madre, conmovida por su piedad, pide a la diosa que los premie concediéndoles la mejor suerte posible que pueda tocar a un ser humano, la diosa promete concederlo. Cleobis y Bitón fueron festejados por el pueblo, participaron encantados en el banquete, en la fiesta, en los juegos y al final de ese día perfecto, mientras el sol se escondía en el cielo griego, se durmieron serenamente en el templo y nunca volvieron a despertar.
Quizá ninguna página contiene con tanta intensidad y relajada y compacta concisión el espíritu griego: su dulzura y su crueldad, la afirmación alegre de la vida y el pesimismo radical, la gracia y la maldición de haber nacido.
En esta fábula, la plenitud de la vida bordea a la nada y la felicidad lleva intrínseca una inefable melancolía. La existencia parece un día perfecto, un cielo alto e incorruptible, una noche que desciende lenta y gloriosa sobre horas de fiesta y de abandono. Pero en esa tersa claridad, como en la luz de ciertos días o en ciertos colores del mar, hay un sesgo doloroso, un absoluto doblemente insostenible. Por un lado está la sensación de que esa perfección podría terminar, que quizá concluirá, y entonces será difícil vivir. Pero por otro esa misma perfección y felicidad son quemantes y quitan la respiración, son dolorosas como la flecha de Apolo y nos hacen sentir discordantes con la vida en plenitud, incapaces no sólo de retener la felicidad sino hasta de mirarla de frente, al igual que no se sostiene la mirada de los dioses.
También algunos momentos de amor parecen una trampa de la vida, que ha hecho nacer la asociación entre amor y muerte –la perdición tristánica, el gran mar de la noche de Calipso–. También esos momentos que contienen la esencia de la vida piden eternidad y son a la vez insostenibles, como si fueran demasiado para las pobres espaldas de los hombres. "¿Cómo volteará Agathe, cómo sonreirá hacia la orilla?", se pregunta Ulrich en El hombre sin atributos de Musil, en aquellos capítulos sobre el "viaje al paraíso" que constituyen una de las más altas representaciones de la perdición amorosa, una felicidad indisoluble del horizonte marino en la que tiene lugar, pero tan intensa que los dos amantes no logran soportarla, de suerte que regresan a la vulgaridad, al flirt sin encanto y sin herida, a las ocupaciones y a las horas que se escurren en la nada pero que, no siendo nada, no acarrean dolor al desvanecerse.
La diosa hace morir a Cleobis y a Bitón no sólo porque, después de un día pleno, hubieran sufrido demasiado viviendo otros diferentes sino también porque ni siquiera habrían podido hacerle frente a muchos días como ése. Cierto, ese día no pasa nada excepcional, ninguna aventura extraordinaria, ningún éxtasis particular; sólo horas serenas, juegos, amistad, abandono. Pero Solón –o por él, Herodoto– sabe que la felicidad consiste en estas cosas aparentemente pequeñas y diarias, cuando la magia de una atmósfera, de una situación, de una concordia las une en un encanto irrepetible, en el que todo se tiene y una mirada, una risa, una complicidad, una correspondencia misteriosa entre un color del mar y el timbre de una voz contienen y dicen la esencia del vivir. Y cuando una constelación tal termina –se trate de una historia de amor o de dos días de feliz vagabundeo– es siempre una muerte. Y, al menos por un instante, puede fácilmente envidiarse la suerte de Cleobis y Bitón, temer aquello que podrá venir después.
Para Solón, sin embargo, Cleobis y Bitón tienen el segundo lugar: el primero le toca a Tello, es decir, a quien es capaz de insertar en la continuidad de la vida también todas las muertes, las separaciones, las pérdidas, las disgregaciones que la deshacen incesantemente. Si no se tiene esta fuerza de Tello, quizá sea mejor terminar como los dos hermanos, ignorantes de ese continuo deshilacharse de la existencia. Quizá es pobre quien no ha deseado realmente, al menos una vez, la suerte de Cleobis y Bitón, porque no ha tenido la experiencia de sentirse en el corazón de la vida. Pero si Tello no se hubiera despertado después de alguno de sus grandes días, no habrían nacido algunos de sus hijos y nietos, y él no sería Tello de Atenas, desde hace siglos el símbolo de la felicidad según el genio griego que, sin embargo, en otra ocasión ha proclamado, por boca de Sileno Marcias, que la mejor suerte, para los hombres, es no nacer o regresar lo más rápido posible por donde venimos.
Los tres felices de Solón tienen una ventaja sobre nosotros: ni Tello ni los hermanos conocen el destino del otro y su verdad. Tello puede ser feliz y honrar a los dioses porque sabe que su recompensa más alta puede ser no su suerte, sino la de los dos hermanos; éstos no tienen siquiera el tiempo de enfrentarse a la madurez y al éxito o al fracaso de la vida. Quien, sin embargo, ya sea por culpa o mérito de Herodoto, tenga una gran confusión en la cabeza sobre qué es la felicidad, no puede remitirse a ningún médico de familia para que le recete un buen elixir o reconstituyente que le esclarezca y fortalezca las ideas.
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Nota
1 Algunos estudiosos consideran a Herodoto (485–420 a.C.) padre de la historiografía y dan el título de Padre de la historia a Hesiodo (735 a.C.).
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Traducción: Carlos Vidali Rebolledo.
Publicado en el Corriere della Sera, 15 de agosto, 1999. Tomado del sitio
www.ddooss.org, de la Asociación de Amigos de la Cultura de Valladolid.
Quien aparece en la fotografía tomando café es Claudio Magris.

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