En esta edición, incluyo otro cuento autobiográfico de mi libro inédito La noche de las alcancías. Su título es "Textura de fantasma". Habla de un episodio que vivi a los 19 años. Pese a ciertos pasajes inverosímiles, advierto que el relato es absolutamente real.
A continuación, una especie dee publicidad, destinada a promover un taller de ciencia ficción que, próximamente, dará mi amiga, la escritora Iliana Gómez Berbesi. Creo que vale la pena inscribirse y participar de él y por eso la información que completa esta edición cuya lectura, como siempre, agradezco de corazón.
Bienvenidos a Caravasar. Ésta es su casa literaria.
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TEXTURA DE FANTASMA
“Así tu devaneo a aquel joven domó”.
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita.
Libro de Buen Amor.
“Así tu devaneo a aquel joven domó”.
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita.
Libro de Buen Amor.
I
Estoy en desacuerdo con quienes piensan que los nombres influyen en el comportamiento de los individuos. Nada más falso.
He conocido a dos personas en quienes han coincidido no sólo los nombres sino también los apellidos y una era la antítesis de la otra.
La conducta humana es el resultado de numerosos factores, entre los cuales los genéticos, los sociológicos, los climatológicos y los astrológicos son, a mi modo de ver, los verdaderamente importantes.
La nomenclatura humana, por su parte, es vitalicia e influye en el comportamiento de los individuos, es verdad, pero no más que la publicidad o la lectura de los Salmos.
Un nombre como Ingrid, con dos íes en él –la letra de apariencia más indefensa–, pudiera prefigurar a una mujer voluntariosa pero inofensiva, una chica que mantiene su mirada de bambi incluso frente a un pelotón de fusilamiento.
–Perdóname, pero es que yo, cuando manejo, pierdo la noción de todo –fue la primera frase que le oí pronunciar, al momento de aplacar mi indignación con su perfume.
Menos de un minuto antes me había hecho alcanzar la acera de cabeza, a la manera de un gimnasta, en una exhibición de manos libres.
Aún estaba felicitando a mis propios reflejos, cuando vi que su renault rojo se detuvo a unos treinta metros de donde yo me estaba incorporando, indefinido entre el enojo y el susto.
Al verla salir por la portezuela y verla correr hacia mí, tanto o más atemorizada que yo, mis insultos se cuajaron en el paladar.
–Tome, aquí tiene su carpeta –dijo una voz a la que no le presté la menor atención–: revísela a ver si le falta algo.
A quien fue, no sé si hombre o mujer, creo haberle dado las gracias. Mis sentidos sólo percibían a Ingrid.
–¿Te hiciste daño? –preguntó, mientras yo ajustaba mis lentes para observarla mejor. Era casi de mi estatura, sólo tres o cuatro centímetros más baja. Tenía un cuerpo donde no faltaba ni sobraba nada. Sus ojos, profundamente negros, hacían juego con su largo cabello, suspendido en cascada a escasos centímetros de la cintura. Gracias a que iba en minifalda, podía disfrutar del maravilloso espectáculo que eran sus piernas.
–No –me escuché responder lejanamente.
–Menos mal.
Luego agregó que como manejar la fastidiaba ella se dejaba llevar.
–Como un piloto automático –sonrió. Y vaya sonrisa.
Quise decir una de esas frases que paralizan por un instante a la historia, pero las que se paralizaron fueron mis palabras.
–¿Qué te parece si tomamos algo para pasar el susto? –propuso, aliviando mi mudez.
Asentí con la cabeza, mientras terminaba de recobrar la verticalidad. El diálogo anterior transcurrió conmigo arrodillado en la acera.
Un cuarto de hora más tarde, salimos de su automóvil y entramos a una fuente de soda.
–Me llamo Ingrid. Soy maestra. ¿Y tú? –también fue ella quien rompió el silencio que nos había abrigado en el trayecto.
Yo era un inocuo escribiente de un tribunal penal. Esperaba el inicio de clases para estudiar periodismo en la universidad. Tenía, además, pretensiones literarias. La carpeta a la que permanecía aferrado contenía lo más reciente de mi producción: dos poemas y cuatro cuentos.
–Me gustaría que me los leyeras… Pero no en este lugar –dijo, cuando inventarié lo anterior.
Diez minutos más tarde salimos. Mi timidez estaba cavando un foso en mi estómago. Tenía miedo no de fracasar como amante sino de despertar de lo que, evidentemente, creí que era un sueño extraordinario.
Supe que no soñaba, cuando regresamos a su auto y me besó. Yo reaccioné como siempre lo hacía en los sueños –con la determinación y la audacia de las que carecía en la vigilia–, temiendo que, a continuación, retornara bruscamente la conciencia.
Pero esta vez no cambió la escena ni el escenario.
II
El apartamento de Ingrid era un museo del móvil.
Del techo colgaba de todo: animales –incluso ballenas y pterodáctilos–, siluetas o imágenes de diversos objetos, personajes del cómic, el cine y la televisión, hechos con los materiales más variados, desde cartón, hojalata y madera, hasta plástico, vidrio y cuero. En su habitación, justo delante de la cama, doce siluetas de parejas –correspondientes a los signos del zodiaco–, flotaban haciendo el amor.
–Ven –dijo, echándose de espaldas en la cama–: léeme aquí lo que quieras.
Contempladas a la distancia, mi ingenuidad y mi introversión en verdad que me hacían un gran daño al unir fuerzas. Ingrid jamás olvidó que, en esas circunstancias, yo hice ademán de abrir mi carpeta. Afortunadamente, ella me contuvo:
–No seas tonto, deja eso para luego.
Sin darme tiempo a quitarme los anteojos, fundió de nuevo sus labios, sus dientes y su nariz a los míos y me abrazó con ferocidad. Hasta allí duró mi falta de iniciativa.
En el entrepulpo que formamos durante varios minutos, me cruzó por la mente el recuerdo de un amigo que, meses antes, el mismo día de quedar cesante en el trabajo, había acertado un jugoso premio de lotería.
–Lo mejor de la vida –me dijo–, es que te da unas compensaciones cojonudas.
Y tenía toda la razón. Una hora antes de este encuentro, yo había detallado la conformación ósea de la muerte y, ahora, cabalgando orgullosamente a Ingrid, me sentía más vivo que nunca.
En ese y en los siguientes días, descubrimos que encajábamos a la perfección. Ella era abundante en aguas y líneas curvas. Yo en fuego y líneas rectas. Al menos, eso creía.
Entre lo que restaba de la tarde y las primeras horas de la noche, hicimos el amor todas las veces que me fue posible.
Sentí una gran vergüenza por no poder más de tres. Había oído historias de individuos, incluso algunos amigos, que se jactaban de ocho y hasta diez eyaculaciones por sesión. Para completar, menos de veinte días atrás había leído acerca de una tribu en Nueva Zelanda, cuyos varones se consideraban impotentes si no eran capaces de quince en una noche.
Por esa época, aún tenía creencias. Un compañero de estudios me contó que se había masturbado siete veces antes y siete veces después de hacer el amor con una prostituta y yo, pese a que en público manifesté la misma incredulidad de los otros depositarios de la presunta confidencia, en el fondo la creí.
Un primo hermano que había estudiado en Madrid se vanagloriaba de haber follado con una turista francesa diecinueve veces consecutivas, sin sacársela, en menos de doce horas, y juro que también di crédito a sus palabras.
Por mi parte, jamás había tenido ocasión de poner a prueba mi resistencia. En mis diecinueve años, no había pasado de dos, pudiera decirse que seguidos, con la mejor amiga de mi mejor amiga.
Entonces y por regla general, el acto amoroso estaba reducido a un polvo pusilánime, lleno de miedos: miedo a preñar y a un subsiguiente matrimonio precoz; miedo a ser descubiertos en un zaguán, una habitación de servicio, un cuarto lleno de trastos o un baño poco frecuentado. Era además, lo menos amoroso del mundo. Nada más contrario al sexo y al erotismo que la prisa y nada menos importante que la cantidad, a la luz de la calidad.
Ingrid era mucho más que una prueba iniciática: jamás estaba satisfecha, ni siquiera después de gritar y retorcerse, creía yo que a bordo de innumerables orgasmos. Cuando se quedaba quieta, yo sobrenadaba desde hacía rato en el bochorno.
Pese a sentir esa curiosa minusvalía, al retornar a casa me jactaba frente al espejo de mi buena estrella. Años atrás, cuando todavía estudiaba bachillerato, mis compañeros y yo confesamos nuestro deseo de tener como amante a una ninfómana y, según parecía, Ingrid lo era.
Al principio, me consideraba el tipo más afortunado del mundo.
Sin embargo, en los días sucesivos, la euforia inicial comenzó a desvanecerse. Cada encuentro con Ingrid nos empujaba a ambos unos centímetros más hacia la ansiedad y la insatisfacción definitiva.
Esforzándome al máximo y procurando mantenerme en pie de guerra con el heroísmo de quien desea evitar la desaparición del género humano, superé varias veces mis propias marcas pero ello, fui dándome cuenta, no bastaba. No le bastaba a ella, ni a mí.
Por más que me empeñaba en funcionar como una máquina amorosa, no pasaba de ser una especie de rascaespaldas utilizado con intenciones morbosas. No comprendía que el problema de Ingrid no lo originaba yo y me culpaba por su reiterada desilusión al término de nuestras sesiones.
En más de una oportunidad, la sentí sollozar mientras mantenía su cabeza sobre mi pecho pero, aparte de acariciar su cabello, nunca dije nada que la pudiera consolar.
Por ese motivo, decidí consultar alguna bibliografía que me permitiese vencer la que yo creía era la causa del problema. No me atrevía a confesarle a nadie el problema, porque ello le resultaba cuesta arriba a mi timidez. Suponía que, aumentando mi potencia viril, Ingrid alcanzaría tal número de orgasmos que, inefablemente, terminaría satisfecha.
Siguiendo pistas erróneas, deduje que los indios y los chinos, tan prolíficos en eso de reproducirse, tenían que saber bastante del tema, por lo que me fui de librerías y adquirí el Kamasutra, el Ananga Ranga, el Jardín Perfumado del jeque Nefzaqui y un libro escrito por Chang Chung–Lan o Jolan Chang, un sueco con nombre chino: el Tao del Amor y del Sexo.
Sin embargo, aparte de algunas recomendaciones aeróbicas que mostraban cuánto nos ha alejado la civilización de la elasticidad animal, sólo hallé recetas que, por la dificultad en encontrar los ingredientes, los trabajos exorbitantes para efectuar las mezclas y los aromas poco eróticos para nuestro maleducado olfato que resultarían de las mismas, se mostraban imprácticas e impredecibles.
Fue en una revista sexológica donde encontré un artículo que, sin especificar nacionalidad, hablaba de los métodos orientales para aumentar la capacidad amatoria. Figuraban aquí, occidentalizadas, algunas de las recetas que ya conocía. De acuerdo a lo que se decía, ciertas unciones de miel y otras sustancias vegetales y minerales, sumadas a la ingestión de determinados alimentos, lo ponían a uno en condiciones de perforar las bóvedas de cualquier banco y de mantenerse así durante el tiempo suficiente como para satisfacer a un convento.
No me fue difícil juntar miel, alcanfor, áloe y mirra. Lo que sí no pude fue vencer el temor a entrar a un autobús, en horas tope, o a la oficina donde trabajaba, arrastrando conmigo el aroma de la mezcla amargodulzona resultante.
III
Ingrid me aguardaba todas las tardes frente a la salida del edificio de los tribunales. Tan pronto como yo abandonaba el ascensor, miraba al término del pasillo e, invariablemente, allí estaba el renault rojo.
No sé cómo ni gracias a qué, Ingrid conseguía estacionarse en las afueras del Capitolio, en los puestos de los congresistas.
–¿Cómo está mi valiente? –era el saludo que antecedía a sus incontrolables ráfagas de besos.
Mi voz al responderle, aún inestable pero cercana al adjetivo “varonil” que desde más o menos ese tiempo la acompaña, empezó a retroceder en la escala, hasta sonar con algunos matices adolescentes. Como quien descubre, luego de un naufragio en alta mar, que está a merced de algo superior a sus fuerzas, yo me dejaba llevar por el oleaje.
Además, como nunca me he caracterizado por exhibir un carácter fuerte, Ingrid proponía ir a bailar e íbamos a bailar, aunque a decir verdad yo a lo que iba era a hacer el ridículo. Aunque canto y soy aficionado a la música, a la hora de seguir un ritmo, mis pies y mis caderas no distinguen una guaracha de un vals vienés. Ingrid proponía esperar la noche en una carretera, para hacer el amor a luz de los autos que pasaban y amén.
El desgaste físico empezó a hacer mella no sólo en mi cuerpo: mis fantasías eróticas, descaradamente influidas por el cine y las lecturas, se redujeron a meras ensoñaciones de miope, a cansadas imágenes en las que, paulatinamente, el sexo fue quedando abolido. Para completar, Ingrid era noctámbula, lunar, y a media noche sus energías parecían renovarse. Durante unos días, pude disimularlo. Luego, imposible.
En el béisbol fue donde primero se notó mi mengua. Era pitcher y, cuando no lanzaba, centerfield y tercer bate de un equipo de aficionados. Me destacaba por mi capacidad para batear.
No hace falta ser modesto: era tan maravilloso con el bate como detestable con el guante. Cuando la pelota venía rodando hacia mí por la tierra o por la grama, hasta yo cerraba los ojos. En un juego, nueve días después de conocer a Ingrid, me poncharon las cuatro veces que salí a batear, a mí, que tenía fama de imponchable.
–¿Tienes algún problema o estás enredado con alguien? –me interrogó el mánager en los vestidores–. Si es una mujer quien te está consumiendo, come bastantes proteínas: queso, almendras, esas vainas...
Él respetaba mi decisión de no comer carne, por eso militaba en su equipo.
–Eso sí, si se te atraviesa un buen caldo de pollo, no le digas que no –concluyó.
Una de esas tardes, cumplí 20 años. Al llegar al apartamento de Ingrid, una pequeña torta de chocolate me esperaba oculta en la nevera. Ella la había disimulado tras varias latas de refresco y de cerveza.
–¡Vamos a celebrarlo! –gritó y se abalanzó sobre mí, abrazándome como un nudo corredizo. Confieso que me asusté con su proposición, pues no soy amante de fiestas, supongo que por mi complejo de pésimo bailarín. Pero no había invitados. Era una celebración como debe ser o como a mí me gusta: sólo dos personas.
Para crear la ilusión de grupo, colocamos varias carátulas de discos cuyos intérpretes estuviesen retratados en ellas, sobre las sillas y los cojines esparcidos por la sala. Accionamos todos los móviles a la vez y cantamos abrazados, ella en inglés y yo en un conjunto de sonidos que tenía pretensiones de francés, el Cumpleaños Feliz.
Como la nevera tenía un desperfecto, la torta estaba congelada. Al comerla, tuvimos la impresión de estar masticando rebanadas del Partenón. El resto lo colocamos bajo dos lámparas y, tan pronto empezó a derretirse la crema, nos desnudamos y embadurnamos mutuamente con él. Luego, nuestros labios y lenguas se abocaron al doble banquete: mis cosquillas la obligaron a obviar mi vientre. Yo nada más lamí sus pechos.
–Mi amor –preguntó–, ¿qué te pasa? Te noto desganado. ¿Ya no te gusto?
Para ser sinceros, sí me gustaba –¡y cuánto!–, pero mis afirmaciones habían ido en declive. Sentía algo semejante a una ancianidad prematura.
Unas ojeras que casi semejaban un antifaz, tras mis anteojos, y una cierta textura de fantasma que se advertía aún a la distancia, me disuadieron de continuar la relación. Eso y que, en el tribunal debía mantener una lucha constante con el ambiente musical, pues los boleros y las baladas me adormecían, aceleró la ruptura.
El sentirme consumido, vaciado como un envase de pasta dental –para colmo, sin satisfacer plenamente a mi pareja–, me confrontó con toda seriedad y por primera vez en la vida con la certeza de mi propia muerte.
En verdad, la muerte había estado asociada a Ingrid desde nuestro primer encuentro pero sólo entonces me atemorizó su voracidad, sólo entonces sentí miedo de su insaciable agujero negro.
Entre lágrimas y reflexiones que procuraban aliviar mi aflicción, comprendí que el infierno y el paraíso son uno mismo y que cualquiera de ellos es simplemente la exageración del otro.
Como ella siempre llamaba, antes de irme a buscar, comencé a negarme.
–El ya no trabaja aquí: renunció ayer –respondió una tarde la secretaria que secundó mi cobardía.
–No, no está, ya le dije que renunció anteayer –y así, todas las tardes, hasta cinco días después.
Creía ya hallarme a salvo cuando, el sexto día, al abandonar el ascensor, divisé el renault rojo. En la semipenumbra del pasillo temí una delación. Me detuve sin saber qué hacer. En los días precedentes, no sólo me había repuesto, sino que la nostalgia había torpedeado mi razón.
Cuando me supe a punto de ceder, en el límite mismo de salir, inventar alguna excusa y reanudar mi exquisito calvario, un grupo de escribientes del tribunal vecino emergió del ascensor.
De inmediato, maquiné un círculo en el que yo ocuparía el centro, como el signo que los físicos asignan a la masa solar. Inventé una historia inverosímil y suficientemente desesperada como para que ninguno se negase a apoyarme. Minutos después, huí de manera vergonzosa y ruin.
Al parecer, ella no se percató de mi salida. O, pensé al abandonar el amparo del grupo, ni siquiera me esperaba a mí sino a otro, a alguno que conoció mientras yo jugaba al escondite.
Sentí curiosidad, pero no me quedé a despejar la duda, pues me encontré derrotado, no sólo en lo que yo había supuesto mi terreno, sino también con las que hasta unos meses antes había considerado mis mejores armas.
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Una de los más interesantes géneros de la historia del cine y la literatura se está comenzando a desarrollar en Venezuela: la ciencia ficción.
Este taller presenta una visión panorámica sobre los personajes de la ciencia ficción y la forma como el cine y la literatura de este género han recreado antiguos mitos de la civilización. Luciano de Samosata, H.G. Wells, Fritz Lang, George Orwell, Terry Gilliam y muchos otros hacedores estarán presentes en esta travesía, a la cual están todos cordialmente invitados.
En este recorrido, los asistentes participarán en prácticas donde rastrearán y conocerán los más ingeniosos componentes de la ciencia ficción; al mismo tiempo descubrirán androides, cyborgs, mutantes, alienígenas y otras criaturas del Universo.
Las clases serán impartidas por la escritora Iliana Gómez Berbesí, durante 8 sábados consecutivos (dos meses) de 2 pm a 5:00 pm, en la sede de la organización Corriente Alterna, junto al Teatro Municipal, en el piso 6 del edificio Saverio Russo. El taller tiene un costo de 70 Bolívares Fuertes como inscripción y tres cuotas de 60 Bsf durante el transcurso de mismo. Para mayor información pueden escribir a prensacorrientealterna@gmail.com, visitar la página corriente-alterna.net o llamar a los teléfonos: (0212)4844865 y (0212)6140560, de lunes a sábado a partir de las dos de la tarde.
Este taller presenta una visión panorámica sobre los personajes de la ciencia ficción y la forma como el cine y la literatura de este género han recreado antiguos mitos de la civilización. Luciano de Samosata, H.G. Wells, Fritz Lang, George Orwell, Terry Gilliam y muchos otros hacedores estarán presentes en esta travesía, a la cual están todos cordialmente invitados.
En este recorrido, los asistentes participarán en prácticas donde rastrearán y conocerán los más ingeniosos componentes de la ciencia ficción; al mismo tiempo descubrirán androides, cyborgs, mutantes, alienígenas y otras criaturas del Universo.
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