Estaba asomado a la ventana del apartamento, cuando sonó el teléfono.
La calle desierta por el toque de queda lucía extraña, como de escenario de película. Como de día festivo al amanecer.
Pero atardecía. El sol concluía su jornada y escondía sus penúltimos rayos en quién sabe qué bolsillos.
–Sí, ¿quién? –pregunté.
–¿Armando?
–Sí, ¿quién es?
–Soy Elsa –y, a continuación, mencionó su apellido.
–¿Cómo estás?
–Bien… Bien, dentro de lo que cabe… Con todo esto que está pasando.
–Sí. ¿Y tu mamá, tus hermanos?
–También están bien. Bueno, Carlota es la que ha estado un poco enferma. Tú sabes, el virus ese que está dando.
–¿La agarró el virus?
–Sí, y lo peor es que, cuando se prendió todo, ella estaba en el médico por eso.
–Vaya.
–Como tenía el carro en el taller mecánico, ese día le costó conseguir un taxi que le llevara a su casa y cuenta que lo tuvo que compartir con una señora que llevaba dos niñas e iba para un barrio.
–¿Le tocó hacer turismo de barrio? –bromeé.
–¡Ay, no te pongas chistoso que Carlota la pasó muy mal! Imagínate que el carro se metió al barrio José Félix Rivas, ahí en Petare, y tuvieron que esquivar de todo: barricadas, piedras… El chofer no quería seguir pero le daban lástima las dos niñas.
–¿Y Carlota?
–Iba aterrada, en el asiento junto al chofer. Por fin, cuando salieron y regresaron a la autopista, ella sintió que iba sobre algo mojado y era que se había hecho pipí. ¿Puedes creerlo?
–¿Y tú estás bien? ¿Tu nena? ¿Isaías?
–Ellos también están bien, gracias a Dios.
–Nosotros, aquí, en casa, nos dimos cuenta de que estaba pasando algo grande porque fuimos al Parque del Este, a trotar, y escuchamos muchos disparos. Luego, cuando volvimos a Sabana Grande, vimos que el supermercado cercano tenía una cola larga de personas, tratando de entrar a comprar.
–¿Y pudiste comprar bastante comida? Mira que esto parece que va para largo.
–Sí, yo había hecho mercado la tarde anterior pero el dueño, apenas me vio, me dijo lo mismo que me acabas de decir y me ofreció que llevara lo que necesitara y que le pagara después.
–¿Y lo hiciste?
–¡Claro! Compré suficiente pasta, azúcar, arroz, sal, leche en polvo, caraotas y lentejas como para dos o tres meses.
–Así hice yo también y ahora tengo la despensa a reventar. Pero si esto sigue, no sé cuánto me pueda durar.
–Esta situación no va a ser eterna.
–No, yo sé que no, pero a mí me preocupa que empeore. ¿No has oído los rumores?
–No sé cuáles: hay tantos.
–El de que la gente de los cerros va a bajar y va a saquear todas las casas y los edificios.
–Yo no creo.
–Pues, tienes que creerlo, porque eso está por pasar…
–No…
–A Isaías se lo dijo un general, que había planes en varios barrios de Caracas para bajar de los cerros y saquearlo todo.
–A mí eso me parece exagerado: eso es un rumor y más nada.
–Aquí, en mi edificio y en los cuatro edificios cercanos, los vecinos nos estamos preparando y, precisamente, por eso es que te estoy llamando.
–¿Se están preparando?
–Sí. ¿Tú todavía eres presidente de condominio?
–Todavía.
–Yo te estoy llamando porque los vecinos hemos decidido que, si la gente baja de los cerros y viene a saquear, nosotros tenemos que estar preparados.
–Ya me dijiste. ¿Y en qué consiste esa preparación?
–Con las armas que cada quien tiene en su casa y otras que hemos comprado con una partida especial del condominio, hemos montado un pequeño arsenal en la terraza y queremos instalar un caldero gigante.
–No entiendo.
–Tú eres inteligente para otras cosas pero lo que es para las estrategias militares…
–¿Estrategias militares? ¿No te parece que estás exagerando?
–¿¡Exagerando?! ¡¿Es que tú no ves las noticias?! ¡¿No ves que este país se está yendo por el caño del desagüe?!
–Discúlpame, pero yo no lo veo así.
–Armando, óyeme: lo que te quiero decir es que la situación es tan grave que amerita acciones desesperadas.
–Perdóname, Elsa, pero honestamente…
–Déjame decirte para qué te llamo y después me das las opiniones que quieras.
–Habla.
–Los propietarios de los edificios de alrededor y donde yo vivo hemos decidido poner, en cada terraza, una caldero gigante, de esos de hacer comidas en los cuarteles…
–¿Para cocinar colectivamente, en caso de que tengan que hacerlo?
–¡No!, ¡Déjame explicarte! ¡Queremos poner el caldero en la terraza, justo sobre la entrada, y llenarlo de aceite hirviendo, para que cuando venga la chusma de los cerros a saquear, se lo echemos encima y así nos dejen en paz!
–…
–Armando, ¿estás ahí?
–Sí.
–¿Qué te parece lo que te estoy diciendo?
–¿Tú estás hablando en serio?
–¡Claro! ¿Algo de lo que te he dicho te suena a broma?
–A lo que me suena es a Edad Media.
–Te sonará a lo que tú quieras, pero es algo que a todos nos parece necesario. Si después de echarles el aceite insisten en meterse en nuestros edificios, entonces sí tendríamos que apelar al arsenal y dispararles.
–Ya va. ¿Estás segura de que no me estás llamando en broma?
–Tú me conoces: yo no soy persona de estar haciendo bromas, y menos en momentos como éste, cuando la seguridad de los míos está en juego.
–¿Y qué es lo que quieres que yo haga, como presidente de condominio?
–Bueno, que como uno de los vecinos del edificio de al lado conoce a una persona que fabrica esos calderos, esta persona le dijo que si los comprábamos por docena nos saldrían más baratos, casi a mitad de precio.
–¿Y quieres que yo también compre uno?
–¡Eso mismo! ¡Es que pensé en ti, pensé en Chichi, que también es presidenta de condominio! ¡Si nos juntamos, podemos hasta ahorrar!
–Mira, Elsa, a mí eso me parece un disparate.
–¿Cómo te puede parecer un disparate el que uno se resguarde, el que uno vele por la seguridad de los suyos?
–Es que echar aceite hirviendo sobre las personas no me parece que sea una forma de velar por quienes uno quiere.
–¿Te vas a meter en la lista de pedidos o no? ¡Dímelo rápido, que no podemos perder tiempo!
–No, Elsa, yoooo…
–¡Ay, Armando José, contigo no se puede. ¿Cómo puedes ser tan insensible? –y colgó.
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La fotografía que acompaña esta nota es del excelente fotógrafo venezolano Frasso.
viernes, 16 de mayo de 2008
El relato que presento a continuación es inédito. Forma parte de un grupo de cuentos autobiográficos que tengo sin editar, cuyo título es La noche de las alcancías. Corresponde a un diálogo absolutamente real, aunque inverosímil, sostenido con una amiga, en los días del Caracazo. He cambiado todos los nombres personales, excepto el mío, por supuesto.
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¿CÓMO PUEDES SER TAN INSENSIBLE?