viernes, 16 de marzo de 2007

CARAVASAR No. 20

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ÍNDICE

La pata de mono (cuento). W. W. Jacobs.
Noches de pesadilla (libro recomendado).
Y, ahora, un clásico (memoria). Álvaro Mutis.
Mi entrevista con Antonio Machado. Pascual Plá y Beltrán.
“Boté elo primer libro de García Márquez” (entrevista). Germán Briceño.
De libros y bibliotecas (artículo). Paulo Coelho.
Elegía por los libros de Bagdad. Tomás Alcoverro.
Cómo hablar de esos libros que nunca leíste. (reseña), Natalia Zuazo.
Qué opinan los escritores sobre las lecturas inacabadas (Encuesta). Ernest Alós y Elena Hevia.
El Banco del Libro ganó el Premio Astrid Lindgren. Ana María Hernández G.
Antonio Lobo Antunes gana el Premio Camoes 2007 de Literatura.
La editorial RBA anuncia el premio de novela negra mejor dotado del mundo.
Sitios web recomendados.
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LA PATA DE MONO

W. W. Jacobs



I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
–Oigan el viento –dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
–Lo oigo –dijo éste moviendo implacablemente la reina–. Jaque.
–No creo que venga esta noche –dijo el padre con la mano sobre el tablero.
–Mate –contestó el hijo.
–Esto es lo malo de vivir tan lejos –vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia–. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
–No te aflijas, querido –dijo suavemente su mujer–, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
–Ahí viene –dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
–El sargento mayor Morris –dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
–Hace veintiún años –dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo–. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
–No parece haberle sentado tan mal –dijo la señora White amablemente.
–Me gustaría ir a la India –dijo el señor White–. Sólo para dar un vistazo.
–Mejor quedarse aquí –replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
–Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas –dijo el señor White–. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
–Nada –contestó el soldado apresuradamente–. Nada que valga la pena oír.
–¿Una pata de mono? –preguntó la señora White.
–Bueno, es lo que se llama magia, tal vez –dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
–A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular –dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
–¿Y qué tiene de extraordinario? –preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
–Un viejo faquir le dio poderes mágicos –dijo el sargento mayor–. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
–Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? –preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
–Las he pedido –dijo, y su rostro curtido palideció.
–¿Realmente se cumplieron los tres deseos? –preguntó la señora White.
–Se cumplieron –dijo el sargento.
–¿Y nadie más pidió? –insistió la señora.
–Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
–Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán –dijo, finalmente, el señor White–. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
–Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
–Y si a usted le concedieran tres deseos más –dijo el señor White–, ¿los pediría?
–No sé –contestó el otro–. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
–Mejor que se queme –dijo con solemnidad el sargento.
–Si usted no la quiere, Morris, démela.
–No quiero –respondió terminantemente–. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
–¿Cómo se hace?
–Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
–Parece de Las mil y una noches –dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa–. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
–Si está resuelto a pedir algo –dijo agarrando el brazo de White– pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
–Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros –dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren–, no conseguiremos gran cosa.
–¿Le diste algo? –preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
–Una bagatela –contestó el señor White, ruborizándose levemente–. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
–Sin duda –dijo Herbert, con fingido horror–, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
–No se me ocurre nada para pedirle –dijo con lentitud–. Me parece que tengo todo lo que deseo.
–Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? –dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro–. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
–Quiero doscientas libras –pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
–Se movió –dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer–. Se retorció en mi mano como una víbora.
–Pero yo no veo el dinero –observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa–. Apostaría que nunca lo veré.
–Habrá sido tu imaginación, querido –dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
–No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
–Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama –dijo Herbert al darles las buenas noches–. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
–Todos los viejos militares son iguales –dijo la señora White–. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
–Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza –dijo Herbert.
–Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias –dijo el padre.
–Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta –dijo Herbert, levantándose de la mesa–. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
–Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas –dijo al sentarse.
–Sin duda –dijo el señor White–. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
–Habrá sido en tu imaginación –dijo la señora suavemente.
–Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
–Vengo de parte de Maw & Meggins –dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
–Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
–Lo siento... –empezó el otro.
–¿Está herido? –preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
–Mal herido –dijo pausadamente–. Pero no sufre.
–Gracias a Dios –dijo la señora White, juntando las manos–. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
–Lo agarraron las máquinas –dijo en voz baja el visitante.
–Lo agarraron las máquinas –repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
–Era el único que nos quedaba –le dijo al visitante–. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
–La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida –dijo sin darse la vuelta–. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
–Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente –prosiguió el otro–. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
–Doscientas libras –fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
–Vuelve a acostarte –dijo tiernamente–. Vas a coger frío.
–Mi hijo tiene más frío –dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
–La pata de mono –gritaba desatinadamente–, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
–¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
–La quiero. ¿No la has destruido?
–Está en la sala, sobre la repisa –contestó asombrado–. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
–Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
–¿Pensaste en qué? –preguntó.
–En los otros dos deseos –respondió en seguida–. Sólo hemos pedido uno.
–¿No fue bastante?
–No –gritó ella triunfalmente–. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
–Dios mío, estás loca.
–Búscala pronto y pide –le balbuceó–; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
–Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
–Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
–Fue una coincidencia.
–Búscala y desea –gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
–Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
–¡Tráemelo! –gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta–. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
–¡Pídelo! –gritó con violencia.
–Es absurdo y perverso –balbuceó.
–Pídelo –repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
–Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
–¿Qué es eso? –gritó la mujer.
–Un ratón –dijo el hombre–. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
–¡Es Herbert! ¡Es Herbert! –La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
–¿Qué vas a hacer? –le dijo ahogadamente.
–¡Es mi hijo; es Herbert! –gritó la mujer, luchando para que la soltara–. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
–Por amor de Dios, no lo dejes entrar –dijo el hombre, temblando.
–¿Tienes miedo de tu propio hijo? –gritó–. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
–La tranca –dijo–. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
–Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
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William Wymark Jacobs (1863-1943), humorista, novelista y cuentista británico. Se le conoce principalmente por uno de sus relatos macabros, La pata de mono, incluido originalmente en el libro de cuentos La dama de la barca, 1902, y luego en numerosas antologías de cuentos y relatos de terror. Además, se han hecho sobre este cuento varias versiones cinematográficas y televisivas. La mayor parte de la obra de Jacobs –dieciocho libros– se adscribe, sin embargo, al género humorístico.
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NOCHES DE PESADILLA
Antología de cuentos de terror.
Editorial Alfaguara, Buenos Aires, 2005. Prólogo de Marcelo Birmajer y un estudio de María Cristina Figueredo sobre la obra.
Este libro contiene siete relatos clásicos de terror, debidos a autores como Joseph Sheridan Le Fanu y Bran Stoker, considerados entre los más importantes escritores del género.
Los cuentos incluidos son los siguientes: El hombre y la serpiente, de Ambrose Bierce; Napoleón y el espectro de Charlotte Brontë; La pata de mono, de William Wymark Jacobs; Relato de los extraños sucesos de la calle Aungier, de Joseph Sheridan Le Fanu; El invitado de Drácula de Bram Stoker; El fantasma, de Catherine Wells y La historia del difunto Sr. Elvesham, de Herbert George Wells.
La edición se promueve como lectura juvenil, dado el gusto de los jóvenes actuales por las narraciones de terror, en el cine, la televisión y los libros. Sin embargo, los textos seleccionados –con la excepción de La pata de mono–, no son los más atractivos para dicho público. La mayoría de ellos fue escrita en el siglo XIX o a comienzos del XX y es mucha el agua que ha transitado bajo los puentes desde entonces.

Visto desde otra perspectiva, la del lector común, son francamente disfrutables la mayoría de los siete textos, especialmente el ya mencionado de W. W. Jacobs y los de Le Fanu y H. G. Wells. El texto de Stoker es algo confuso pues constituye una especie de aperitivo a su célebre novela Drácula, pero no forma parte de ella. Mantiene, eso sí, el clima de terror primigenio propio de su inolvidable libro e introduce a uno de los principales temas de la literatura de terror: el del enfrentamiento entre la razón y los instintos.
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Y, AHORA, UN CLÁSICO

Álvaro Mutis


Me piden mis amigos de Cambio que escriba unas líneas sobre cuál ha sido la vida que he compartido con Gabriel García Márquez. La mención de este nombre, tan cercano a mis afectos, me hace viajar muy lejos en el pasado, cuando lo conocí hace 54 años, durante una noche de tormenta en el barrio de Bocagrande, en Cartagena. Me lo presentó Gonzalo Mallarino, su compañero de Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, y desde entonces su admirador irrestricto.
He dicho que dos cosas me sorprendieron en él, y las dos siguen siendo rasgos definitorios de su carácter: una devoción sin límites por las letras, desorbitada, febril, insistente, insomne entrega a las secretas maravillas de la palabra escrita, y una madurez varonil, un sentido común infalible, que en nada concordaban con los veinte años, a los que había entrado ya con su ceño de bucanero y su corazón a flor de piel.
Tal vez por eso mismo, por lo mucho que lo conozco, me resulta imposible entrar en terrenos de una tan entrañable intimidad de tantos años, con momentos de dicha y plenitud y otros de amarguras y tristezas compartidas. Hemos vivido juntos, Gabriel y yo, muchas horas de felicidad desbordada y no pocas de incertidumbre y estrechez. Hemos viajado por casi todos los continentes, hemos compartido libros, músicas y amigos. Todo lo vivido con él ha sido para mí como un premio extraordinario en el oscuro azar de los días. Todo ello vivido con un afecto sin sombra. Estos sentimientos tan profundos no se pueden transmitir en unas palabras, e intentarlo sería caer en un trivial recuento de anécdotas.
Y me piden que hable de la vida de Gabriel justamente cuando él mismo acaba de hacerlo para los siglos venideros. Resultaría más cuerdo referirme al modo magistral en que él mismo responde a lo que ustedes me piden a mí.
Acabo de leer la autobiografía de Gabriel que tiene el único posible y justo título de Vivir para contarla. A medida que fui avanzando en esta lectura, mi asombro iba creciendo, porque a cada página que leía, más firme se hacía mi certeza de que estaba recorriendo las páginas de un clásico.
¿Por qué clásico? Porque el lector va tomando conciencia a medida que avanza en la obra de que el tiempo no podrá ejercer su trabajo acostumbrado de marginación y olvido, y el libro vivirá siempre un intacto presente.
Uno de los aspectos que más profundamente me marcaron en esta lectura fue ver cómo el escritor avezado y maduro en el ejercicio de la narración que es García Márquez, jamás interfiere en los pasos de la vida que va narrando. El niño que nos presenta vive su propia vida y descubre su mundo como niño. Así sucede luego con el joven adolescente, con el estudiante y con el escritor que va cumpliendo su destino.Estamos hombro con hombro con cada uno de ellos, y nos damos cuenta, al final, de que hemos participado plenamente en una vida que se narró sin juegos de ingenio, sin malicias de estilo y en forma llana, con los tropiezos amargos o felices sorpresas que nos reservan los años. El talento del escritor se manifiesta en que en ningún momento intenta pasarse de listo en esta visión directa y desnuda de una vida.
Pero hay otro aspecto que en esta autobiografía nos está mostrando un narrador de inagotable lucidez: todas las novelas y cuentos de García Márquez van desarrollándose como telón de fondo de la vida del autor. Naturalmente, con la distancia y eficacia de quien las deja vivir por su cuenta y, al mismo tiempo, nos va mostrando de dónde y cómo nacieron. Es así como la vida me ha regalado la dicha de ver a alguien que quiero tanto convertido en un clásico más de los que acompañan mis días para alivio y lección de mi alma.
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Tomado de Club Cultura.com, página dedicada a Mutis.
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MI ENTREVISTA

CON ANTONIO MACHADO

Pascual Plá y Beltrán

Rocafort, asentado sobre el declive de un cerro enano, tiende lar­gamente sus pies al cercano mar donde las espumas marinas se confunden con las jaspeadas barcas pescadoras. La tierra fulge verdes rabiosos, amarillos tonantes y acalorados sienas, cruzado de continuo —de día y de noche— por ese rumor fresco que tiene el agua de las acequias. Estos son los pies de Rocafort. Su frente está coronada por un pinar menguado; de su hombro diestro baja en las noches del estío el azahar de los naranjales, cuyos huertos han ganado los hombres horadando en la piedra, a fuerza de sudorosos sacrificios: sangre, trabajo y tiempo.
En este Rocafort levantino moró Machado algunos meses.
Ocupaba un bello chalet en la parte baja del pueblo, con un huerto de jazmines, de rosales y de limoneros. Este paisaje, en el crepúsculo de su edad, le recordaba su niñez en Sevilla. El edificio tenía —o tiene— un mi­rador abierto desde donde podía adivinarse el mar. En aquella pequeña terraza solía recibir Machado a sus visitas. [...]
Yo había decidido aquella tarde ver al poeta. Era en agosto de 1937. [...]
Me abrió la puerta una muchacha delicada, muy joven, sobrina del poeta. Me hizo aguardar en el jardín mientras ella subía a comunicar mi llegada. Los limoneros desgarraban sus ramas con la acongojada acidez de sus frutos. Reapareció la muchacha en lo alto de la esca­lera y con un gesto de su mano me invitó a subir. Detrás de ella di­visé a don Antonio; le acompañaba su hermano José. Me acogieron con tanta cordialidad que mi nerviosismo cesó.
Fuimos a la terraza o mirador de que antes he hablado. Allí había una mesa, a cuyo alrededor tomamos asiento. Antonio Machado –con su perpetuo traje marrón– se sentó al frente; su hermano se colocó a mi diestra. “He frente a mí —pensé— al hombre sobre cuyos hombros reposa la más entrañable poesía española”.
Era conmovedor ver el cariño con que se trataban ambos hermanos. Es difícil ser artista y no poseer un rencor, una envidia, un veneno. “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, había escrito el poe­ta. Ahora hablaba con su ligero acento andaluz, con su dura timbrada voz agradable. De vez en vez requería el asentimiento de su hermano; éste corroboraba sus aseveraciones con una palabra, con una sonrisa, con un gesto, con una mirada. [...]
—La llevada y traída y calumniada generación del 98, en la cual se me incluye [...], ha amado a España como nadie, nos duele España —como dijo, y dijo bien, ese donquijotesco don Miguel de Unamuno— como a na­die ha podido dolerle jamás patria alguna. Pero los españoles habíamos soñado con exceso, habíamos vivido demasiado de nuestros antepasados, demasiado como milagro. Nuestro sueño cayó con la bancarrota de las últimas empresas ultramarinas. La razón contundente de nuestros fraca­sos nos demostró que podía lucharse, pero no vencerse con lanzas de papel. Recogimos velas, las pocas y desgarradas velas que aún nos que­daban, y nos volvimos patria adentro. Había que poner un poco de orden aquí. Nuestra universalidad, la universalidad de España, no puede ser ya una universalidad física, sino espiritual, No nos engañemos.
Del cielo encapotado, fosco, desprendióse una fulminante llamarada; seguidamente, se escuchó un imponente trueno. Comenzó a llover.
Yo dije, tal vez tontamente:
–El pesado balón de la tormenta /de monte en monte rebotar se oía.
Antonio Machado sonrió.
—No sé —dijo de nuevo— si han sido mis palabras o mis versos, que fluían en la mente de usted, los que han convocado la tormenta, pues no creí que fuera a llover esta tarde. Veo, también, que usted lee mis versos; yo no los leo nunca. No los leo, porque creo que los versos son intuiciones cuajadas, experiencias latentes, cuando son y significan algo; precisamente por lo que tienen de testimonios de momentos que fueron, de sombras del pasado, nos llevan fatalmente a la elegía. Yo dejo caer mis poemas como hojas frescas, como esas hojas de limonero tan relucientes bajo el agua, sin volver sobre ellos; así tengo la impresión de que permanecen tan juveniles como cuando los concebí y creé.
–Lo siento por usted, don Antonio —le interrumpí—. Debería leer al mejor poeta de España.
–Me basta —y su palabra cobró una entonación especial— con leer a Jorge Manrique y a Federico García Lorca. [...]
Yo cometí otra pequeña indiscreción:
—¿Qué sabe de su hermano Manuel? —dije.
El rostro de Machado se iluminó.
—Es para mí una tremenda desgracia estar separado de Manuel —me contestó—. Él es un gran poeta. Él, además de mi hermano, ha sido mi colaborador fiel en una serie de obras teatrales; sin su ánimo, nunca esas obras hubieran sido escritas —hizo una breve pausa—. La vida es cruel a veces; a veces, es excesivamente dura. Pero este dolor nuestro, por profundo que sea, no es nada comparado con tanta catástrofe como va cayendo sobre el pecho de los hombres. Sin embargo, cuando pienso en un posible destierro, en una tierra que no sea esta atormentada tierra española, mi corazón se llena de pesadumbre. Tengo la certeza de que el extranjero significaría para mí la muerte.
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Pascual Pla y Beltrán. Poeta español al que encuentro mencionado en diversos sitios, pero del que no he podido obtener ningún otro dato vital ni una fotografía. El texto publicado pertenece a su libro Prosas sueltas de la guerra (Agosto de 1937), págs. 2205–2212.
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“BOTÉ EL PRIMER LIBRO
DE GARCÍA MÁRQUEZ”


Germán Briceño


Esta historia fue narrada por primera vez en un programa colombiano de la radio llamado La Noche, conducido por el periodista Antonio Ibáñez.
Esa vez, a pesar que Gabriel García Márquez acababa de recibir el Nóbel de Literatura por su Cien años de soledad, muy pocos le pusieron atención.
Sin embargo, como la misma historia de Gabo, el relato de Eva Castillo Fries siguió rondando en la magia del Caribe y, como ella, llegó a Honduras.
En una noche calurosa como las calles de Aracataca, al sabor de unos rones y al lado del mar del Caribe hondureño, el relato volvió a cobrar vida.
Ahora, cuando el escritor acaba de cumplir sus 80 años, cuando su primer cuento llegó a los 60 de haberse escrito en papel, cuando Cien años de soledad arriba a los 40 de existencia y cuando su Premio Nóbel lleva 25 años en la estantería de los latinoamericanos, doña Eva vuelve a relatar cómo fue que tiró a la basura toda la primera edición de La hojarasca, la novela con la que García Márquez empezó a hacer que el mundo se fijara en su magia.
“Yo nunca conocí a Gabriel, pero mi esposo, Eduardo Fries Herrera sí, al igual que su primo Roberto Herrera Soto. Ambos habían nacido en Santa Marta, Colombia, y, como todos los costeños que vivían en Bogotá, eran compadres entre todos. Estamos hablando de hace más de 60 años. Fue Roberto el que se encontró a Gabo, quien aprovechó para decirle que necesitaba imprimir un libro.
Roberto le dijo que Eduardo trabajaba en una imprenta en el centro de la ciudad. Entonces, los tres conversaron y llegaron a un acuerdo para imprimir el libro, el primero de Gabo, un joven del que no se conocía nada y que vivía sin cinco centavos”, aduce Eva con una sonrisa en el rostro y un brillo especial en sus ojos.
Recuerdos

La hojarasca empezó a imprimirse en un taller de la calle 13, entre avenidas 6 y 7, del centro de Bogotá, que era propiedad de don Carlos... “del apellido no me acuerdo, pero sí sé que era una bella persona, que trabajaba en los talleres con los empleados mientras mi esposo conseguía los contratos”.
Con La hojarasca, las únicas ilusiones de Eduardo eran ganarse unos pesos, que serían pagados a medida que el libro se vendiera, y llevar un trabajo más a una tipografía en crecimiento.
“Entonces se hizo el libro, salió y empezó a repartirse en las librerías. Yo no me metí en nada, pero mi esposo me pedía muchos consejos, estaba muy entusiasmado. Fuimos a las vitrinas a mirar las carátulas, que eran avivadas con fotos de hojarasca para que todo estuviera a tono. No recuerdo cuántos libros se imprimieron, pero no eran muchos y gracias a Dios fue así, porque no se vendió ni uno. Yo creo que el único que se comercializó fue el que Gabo le dio autografiado a Eduardo como regalo por haberlo ayudado”. Doña Eva aduce que la edición estuvo en las vitrinas “no sé por cuánto tiempo”, pero el suficiente para que Eduardo se diera cuenta de que La Hojarasca había sido un fracaso total.
“Al ver eso, mi esposo habló con Gabo para saber qué hacer porque las librerías necesitaban el espacio y el escritor le dijo: queme esa m... Fue lo único, y yo lo repito textual. Creo que mi esposo recogió los libros porque a mi casa fue a dar toda la primera edición. Los libros no iban en cajas, sino en bolsas plásticas. Con Trina, mi ayudante de aquella época y que ríe cuando recuerda esta historia, llenamos como tres costales con los libros y esperamos a que pasara el camión de la basura para que se los llevara. No podíamos quemarlos porque en las casas de Bogotá no se permitía. Así terminó la primera edición de La hojarasca, en la basura”.
El único libro que se salvó fue el autografiado, que permaneció en la biblioteca de los Fries hasta que un día de crisis fue vendido en una compraventa de textos, algo muy común en Bogotá.
“Entre los que vendieron, ese libro se fue. Quién sabe si existirá todavía o si también terminó en la basura”.
Eduardo Fries, quien no volvió a ver a García Márquez, y su primo Roberto Herrera, que sí lo volvió a ver porque era un hombre de tertulia literaria, siguieron con la imprenta hasta que ésta dejó de funcionar muchos años después.
Gabriel García Márquez escribió otros libros en busca de la perfección literaria. Doña Eva, por su parte, siguió viviendo, asombrada por ser la mujer que le tiró a la basura la obra a un Nóbel que, a punta de realismo mágico, conquistó el mundo.
“Cuando Gabriel ganó el premio, mi esposo ya no vivía. Eduardo murió en diciembre de 1976. Sin embargo, cuando Gabito empezaba a triunfar unos años antes, yo le decía a mi esposo que fuera y le cobrara lo que había quedado pendiente por pagar de la impresión, pero eso se quedó así, la deuda era muy poca”.
La noche en que Cien años de soledad y su autor recibieron el Nóbel, doña Eva contó todo a la medianoche. Eso fue en 1982, y hoy, 25 años después y cuando el escritor celebra 80 años, Eva Fries, la mujer que llegó a Honduras tras los pasos de sus hijos Elsa María, Gerardo y Julio, los de su nuera Nubia y los de sus nietos Juan David y Nicolas, revivió el relato para La Prensa.
“Basura. Al fin y al cabo tenía que ser hojarasca. Eso decía la gente de esa época. Quién sabe si Gabriel lo recuerde”, concluye la mujer que de todas formas tuvo que comprar el libro para leerlo, y que ahora reprocha que nadie, ni siquiera ella, hubiera visto la magia del joven que todavía no se arrepiente de haber nacido en Aracataca y que se atrevió a hacernos soñar.
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Germán Briceño es un periodista adscrito al diario hondureño La Prensa. Su dirección electrónica es: gbriceno@laprensa.hn Texto tomado de la edición digital de La Prensa (diario de San Pedro Sula, Honduras), del 10/03/2007. Suministrado por Alerta de Noticias Google de la misma fecha.

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DE LIBROS Y BIBLIOTECAS

Paulo Coehlo




La semana pasada, hablé de mis libros subrayados. La verdad es que no tengo muchos libros: hace algunos años, tomé ciertas decisiones en mi vida, guiado por la idea de intentar tener una máxima calidad de vida con un mínimo de cosas.
No quiere esto decir que haya optado por una vida monástica; más bien todo lo contrario: cuando no estamos obligados a poseer una infinidad de objetos, tenemos una libertad inmensa. Algunos de mis amigos (y amigas) se quejan de que, por culpa del exceso de ropa, pierden horas de su vida intentando decidir qué ponerse. Como yo he reducido mi guardarropa a un “negro básico”, no tengo ese problema.
Pero no estoy aquí para hablar de moda, y sí de libros. Para volver a lo esencial, decidí mantener sólo 400 libros en mi biblioteca, algunos por razones sentimentales, otros porque siempre los estoy releyendo. Tal decisión fue tomada por varios motivos, y uno de ellos es la tristeza de ver cómo bibliotecas acumuladas cuidadosamente a lo largo de una vida, son después vendidas a peso, sin ningún respeto. Otra razón: ¿por qué mantener todos estos volúmenes en casa? ¿Para mostrar a los amigos que soy culto? ¿Para adornar la pared? Los libros que he comprado serán infinitamente más útiles en una biblioteca pública que en mi casa.
Antiguamente, podría haber dicho: los necesito porque los voy a consultar. Pero hoy en día, cuando necesitamos cualquier tipo de información, enciendo el ordenador, escribo una palabra clave, y delante de mí aparece todo lo que necesito. Allí está Internet, la mayor biblioteca del planeta.
Claro que sigo comprando libros, no existe medio electrónico que pueda sustituirlos. Pero en cuanto termino de leer uno, dejo que viaje, se lo doy a alguien, lo dono a una biblioteca pública. Mi intención no es salvar bosques o ser generoso: simplemente creo que un libro tiene su propio recorrido que realizar, y no podemos condenarlo a quedarse inmóvil en una estantería. Al ser escritor y vivir de derechos de autor, puede que esté lanzando piedras contra mi propio tejado; al fin y al cabo, cuantos más libros se compren, más dinero ganaré. Sin embargo, sería injusto con el lector, sobre todo en países donde gran parte de los programas gubernamentales de compras de libros para bibliotecas se hace sin el criterio básico de una elección seria: el placer de la lectura con la calidad del texto.
Así pues, dejemos que nuestros libros viajen, que sean tocados por otras manos y disfrutados por ojos ajenos. En el momento en que escribo esta columna, me acuerdo vagamente de un poema de Jorge Luis Borges que habla de los libros que nunca volverán a ser abiertos.
¿Dónde estoy ahora? En una pequeña ciudad de los Pirineos, en Francia, sentado en un café, aprovechando el aire acondicionado ya que la temperatura afuera es insoportable. Por casualidad, tengo la colección completa de Borges en casa, a algunos kilómetros del lugar donde escribo; es un escritor que releo constantemente. ¿Por qué no hacer la prueba? Cruzo la calle. Camino cinco minutos hasta otro café, equipado con ordenadores (un tipo de establecimiento conocido por el simpático y contradictorio nombre de cibercafé). Saludo al dueño, pido un agua mineral muy fría, abro la página de un buscador, y tecleo algunas palabras del único verso que recuerdo, junto con el nombre del autor. Menos de dos minutos después, tengo el poema completo delante de mí:
Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
Hay un espejo que me ha visto por última vez,
Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
Hay alguno que ya nunca abriré.

En verdad, tengo la impresión de que nunca habría vuelto a abrir muchos de los libros que doné: siempre se publica algo nuevo, interesante, y yo adoro la lectura. Me parece estupendo que la gente tenga bibliotecas; generalmente, el primer contacto de los niños con los libros se da a través de la curiosidad por aquellos volúmenes encuadernados, con figuras y letras. Pero también me parece estupendo cuando, en una tarde de autógrafos, me encuentro con lectores con ejemplares muy usados, que han sido prestados decenas de veces: eso quiere decir que aquel libro viajó tanto como la mente de su autor mientras lo escribía.
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Tomado de la edición No. 88 de Guerrero de la Luz On Line, página web de Coelho.
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ELEGÍA POR LOS LIBROS DE BAGDAD

· La inseguridad en la capital iraquí afecta también al famoso mercado de volúmenes usados de Al Mutanabi
· Animales domésticos y libros son ahora las víctimas al alcance de la mano de los criminales de Iraq

Tomás Alcoverro



Cada vez que viajaba a Bagdad compraba libros. Eran muy baratos en los años de las impuestas sanciones internacionales, debido a la brutal depreciación de la libra iraquí. En las destartaladas librerías de centros estatales de la calle Saadun, encontraba en sus polvorientas estanterías obras clásicas de las literaturas inglesa, francesa o árabe. En Makhenzi, pequeña librería de la porticada calle Rachid, cerca del mercado de libros viejos de Al Mutanabi - destrozado en un reciente atentado-, di con valiosas historias de las artes plásticas.
En aquellos años, tras la primera guerra estadounidense y aliada de 1991 contra Iraq, el Ministerio de Información publicaba libros en diversos idiomas, entre ellos el español. No en balde en Oriente Medio se decía que “se escribe en El Cairo, se edita en Beirut y se lee en Bagdad”. Hasta poco antes de aquella malhadada guerra provocada por la invasión iraquí de Kuwait, el Premio Sadam Husein era el más prestigioso y el mejor dotado de los premios literarios árabes. Las revistas de poesía y arte editadas en la ciudad gozaban de gran reputación intelectual.
En la esquina de la calle Rachid con la de Abu Taib el Mutanabi se montaba cada viernes, contra viento y marea, su feria de libros usados. En ninguna otra ciudad de Oriente Medio había una venta callejera semejante de libros de segunda mano.
Después de la invasión estadounidense y del derrocamiento de Sadam, visité este mercado en el perímetro de los zocos de Bagdad. En algunos balcones habían colgado banderas rojas, verdes, amarillas, negras, y en los escaparates de las tiendas había pegadas policromas imágenes de los venerados imanes Ali y Husein y de populares ayatolás chiíes como Ali Sistani, donde antes reinaba, omnipresente, la variada iconografía de Sadam. En la calzada de la calle, observando los libros expuestos en todas las lenguas, se podía leer la historia contemporánea de Iraq. La última novedad eran las obras escritas por jurisconsultos y dignatarios chiíes sobre la religión musulmana o la República Islámica de Irán, que antes nadie se atrevía a mostrar en aquella pobre pero concurrida feria. La exhibición de portadas de revistas femeninas, el despliegue de los innumerables diarios y periódicos que florecieron tras el derrocamiento del régimen baasista, se hicieron un hueco entre los puestos de libros viejos, bajo los ennegrecidos y ahora reventados pórticos de Al Mutanabi.
La historia reciente del Estado y de su pretendida ideología se reflejaba en las abundantes obras sobre Stalin, Lenin, Tito, Fidel Castro, los discursos de Pham Van Dong, el primer ministro vietnamita. Al lado de los Coranes, lujosamente encuadernados, de las biografías clásicas sobre héroes históricos como Saladino, o de los libros en torno a la civilización árabe, se vendían, casi como si de reliquias se tratase, fascículos, postales y estampas de Sadam Husein. Los dinares con su imagen, fuera de circulación, las colecciones de monedas acuñadas con su efigie, encontraban siempre compradores en esta suerte de Sadammanía que apareció en Bagdad tras la ocupación estadounidense.
No puedo volver a visitar este centro de la capital, convertido en uno de los lugares más peligrosos de Bagdad, con su palacio abásida, la antigua Universidad de Mutansiriya, sus zocos de artesanos. El reciente atentado destrozó también el frecuentado café literario de Sha Bender, con sus bancos de altos respaldos de madera.
“Matar libros es peor que matar personas -clamó un vendedor-, porque los libros son eternos”. Pero el terror de Bagdad es más que inhumano. El mercado de animales de Al Gazil, en el corazón de la capital, donde compré un canario en las vigilias del bombardeo estadounidense de la ciudad pronto hará cuatro años, fue también arrasado en otro atentado. El terrorista llevaba la bomba en una cesta de palomas. Después de los expolios y saqueos de obras de arte al principio de la ocupación, los libros y los animales domésticos son ahora las víctimas al alcance de la mano de los criminales de Bagdad.
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Al momento de escribir esta nota, Tomás Alcoverro se hallaba en Bagdad, en calidad de enviado especial.
Tomado de La Vanguardia.es del día 13/03/2007 y suministrado por abastodenoticias.com de la misma fecha.
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CÓMO HABLAR
DE ESOS LIBROS QUE NUNCA LEÍSTE


Natalia Zuazo



Kant, Hegel, Proust, Cervantes, Dostoievski, Shakespeare, Borges, Tolstoi, Baudelaire, Balzac, Virgilio, Sófocles, ¿seguimos? Obras completas. Clásicos. El Martín Fierro. ¿No lo leíste? Mmm, creo que sí. ¿Qué edición tenés vos? Los clásicos de la literatura. Los que hay que saber para “ser culto”. Los que están de moda. ¡Ya basta! ¿Quién es capaz de jactarse de tanta lectura? Y, en todo caso, ¿quién la necesita en cantidades? Pero a algunos parece que les interesa leer MUCHO más que LEER (bien, o por placer, o por elección), y entonces, hay un libro para quienes se han sincerado de que, en realidad, leen contratapas, husmean vidrieras, leen reseñas en diagonal, escuchan y repiten. Justamente un profesor de literatura francés, meca de la ilustración si las hay, escribió un libro para arreglárselas y hacer como que uno ya leyó más de lo que parece.
Advertencia uno: yo aún no lo leí. Aún no ha salido la edición en castellano. Ya viene. Pero leí la reseña. (Que nadie me culpe. Y no es que tampoco me dé culpa, aclaro).
Advertencia dos: parece que en Estados Unidos y Europa es un caso de bestsellerismo atroz, digno, claro, de esos libros que–todos–leyeron–y–nadie–dejó–de–leer. Porque el profesor Bayard, de 52 años, dice haber descubierto lo que todo lector de contratapas siente: “Los que no leen se sienten tremendamente culpables, y con este libro pueden sacarse esa culpa sin psicoanálisis. ¡Es tanto más barato!” (14,25 euros según Amazon Francia), confiesa.
Él dice
Algunos académicos, pero sobre todo editores, ya lo odiarán, o simplemente (ver abajo), dirán que es un idiota. Porque monsieur Bayard (recuerden, él es profesor de literatura) dice cosas tales como: 1) Que no hay ninguna obligación de leer; 2) Que todos los estudiantes de la facultad incluido él, leen exploratoriamente; 3) Que ni los propios Montaigne o Paul Valery recordaban qué habían leído; 4) Encuentra que personajes de Graham Greene o David Lodge se preguntan sobre la verdadera necesidad de leer; 5) Se niega a que autores como Proust o Joyce intimiden. Y así. Bueno, para empezar, nada nuevo.
Y entonces, como si fuera un autor de autoayuda, vienen... ¡los consejos para el lector no lector! Y él encuentra todo mucho más fácil que las cátedras de literatura (que él mismo dicta): 1) Encontrarse con el autor de un libro –sin haber leído su libro–, dice, es sencillo: lo único que el autor quiere es que uno le diga “me encantó tu libro”, y nunca hay que entrar en detalles. 2) Las novias/os quieren que uno comparta su amor por un libro determinado, quieren compartir ese universo íntimo, y en esos casos, lo mejor es “la empatía silenciosa”. 3) Hay que aprender de los alumnos, que tienen mucha experiencia en hablar de libros que nunca leyeron: recurrir a las contratapas, reseñas, comentarios públicos, o simplemente una conferencia del autor pueden ser de una gran ayuda. Y así sigue con tips que exasperarían a cualquiera, hasta llegar a uno fascinante: si uno no sabe de un libro, finalmente, es mucho más interesante inventar la propia historia. Su argumento: “Ser capaz de hablar finamente de algo no es mejor que ser capaz de hablar de literatura”.
Bayard, que antes de este libro había escrito cosas algo oportunistas como Cómo mejorar trabajos literarios, en el que se metió en los libros fracasados de Proust y Marguerite Duras, se defiende tranquilamente: “Es obvio que el autor de este libro no soy yo, es alguien que no leyó, alguien que no lee”. Por el contrario, dice, su libro es una forma de ayudar a la gente a superar su miedo a la cultura: “A los alumnos se les pide leer y recordar cada detalle de lo que leen como si fuera un cuestionario. Esto es una aproximación lineal que sólo sirve para simplificar los libros, y entonces sufren culturalmente, porque creen que si no leyeron todo Proust se van a traumatizar”, explica. Y concluye: “Me gusta escribir libros divertidos, y trato de usar el humor para meterme con temas complejos”.
Ellos dicen
Consultados por Clarín.com, algunos escritores y expertos en lectura, opinaron sobre el libro de Bayard, y proponen algunas ideas más sobre un tema, que seguramente servirán para continuar el debate.
Jorge Aulicino, editor adjunto de la revista Ñ: “La culpa no le agarra al que lee poco sino al que ya lee. Es un síndrome de los lectores. Creo que es una jugada oportunista de este señor que especula justamente con el sentimiento que dice que tiene la gente y enseña a resolverlo de una manera hipócrita y logra, paradójicamente, un fenómeno de ventas. Pero que este libro venda habla de que debe existir esa culpa. La gente, en determinados ambientes, se siente incómoda. Sin embargo, en general sucede que la gente frecuenta ambientes donde sus pares leyeron algo parecido. Cuando realmente se dispone de cierto capital literario, uno entonces sortea eso, y termina leyendo lo que le gusta. Como decía Borges, la lectura obligatoria es una contradicción en los términos. Y lo mismo pasa con los clásicos: si no te causan placer, mejor, no los leas”.
Leopoldo Brizuela, escritor: “El otro día un librero de La Plata, amigo y estudiante de Letras, me dijo esta aberración que me confirmó que estoy gagá: No interesa la literatura, sino lo que se escribe sobre ella. Ya leeré a Silvina Ocampo, a Lamborghini, pero por el momento en la carrera estoy fascinado con la lectura de una profesora de la carrera sobre cómo se cruzan sus lecturas. Tiendo a considerar a este profesor como esa profesora, pero en versión francesa. Si el libro está bien escrito, si divierte y es original, como cualquier libro, merece ser leído cuando le llegue el momento a cada uno. No creo en los planes de lectura. Si no, si es otra taradez al estilo no lea, pero sienta que entiende todo lo que no leyó, bueh, formará parte de los personajes insignificantes de este comienzo de siglo. ¿Leer para darse dique en dónde? Además, no es ninguna novedad. Hay enciclopedias enteras que resumen libros, antologías, todo Borges es una introducción a la literatura... Si el tipo es realmente brillante, digamos, si no es un divulgador, todo bien. Pero si llega a serlo, se sumará a la lista de licenciados incapaces de escribir una página pasable que se ponen a vengarse de los que erraron pero porque se animaron a escribir”.
Guillermo Martínez, escritor: “El libro me parece un ladrillo más en la pared del lugar común tan falso como extendido de que la cultura es aburrida y que hay buscar maneras de salteársela lo más fácilmente posible porque lo divertido, ya se sabe, siempre sería otra cosa, por ejemplo, Gran Hermano, o veinticuatro horas de fútbol intravenoso. A cualquiera que le guste leer, un libro así le parece tan patético como inexplicable. Creo que libros como este surgen porque para mucha gente la lectura es una asignatura pendiente y se sienten culpables de no haber leído algunos autores obvios que aparecen recurrentemente como referencias culturales. Por supuesto, a todos nos falta leer casi todo, incluso de nuestras bibliotecas; la diferencia es que algunos quisiéramos leer más y no que nos ahorren el trámite. También porque da cierto buen tono en algunos círculos poder citar algunos libros y demostrar que ese casillero también está cubierto junto con otros más mundanos. Hay mucha gente dentro del mundo de la cultura para quienes la lectura ocasionalmente es un medio y no un fin (pienso en sufridos lectores de editoriales, en jurados de concursos literarios, en críticos de novedades mediocres, en periodistas culturales que deben entrevistar a un autor distinto cada semana, en escritores que reciben libros de sus colegas). Todos ellos deben fingir que saben de qué están hablando y supongo que algunos pueden llegar a leer sólo solapas o primeras líneas. Toda la cuestión es si a uno le gusta o no la literatura. A quien le gusta leer no le interesa ahorrarse buenos libros, como a quien le gusta el fútbol no le interesa que le ahorren noventa minutos y le cuenten sólo el resultado final. En definitiva, me parecería más interesante hablar de por qué sí leer a Italo Calvino o sobre los debates estéticos subterráneos de unas y otras corrientes, o una entrevista a cualquiera de los jóvenes escritores argentinos que publican por primera vez”.
Daniel Link, escritor y profesor de literatura de la Universidad de Buenos Aires: “Yo creo que el de Bayard es un fenómeno típicamente francés. Los extractos de libros, los resúmenes, son todo un género escolar en Francia. Yo sospecho siempre que la tan cacareada crisis de la lectura es un invento de los departamentos de mercadotecnia para hacer sentir culpable a las personas que no leen. Se lee lo que se quiere y lo que se necesita. No necesariamente lo que está de moda o lo que más se vende. Mis alumnos, por ejemplo, leen mucho y, por lo general, bien”.
Mirta Castedo, directora de la Maestría y Especialización en Escritura y Alfabetización de la Universidad Nacional de La Plata: “En principio, me parece bastante mediocre partir del supuesto de que está bien mostrar que uno lee lo que no lee. Por otra parte, este profesor no descubrió nada: lo que dice acerca de cómo hacer para aparentar leer cuando no se lee, sucede bastante en la escuela secundaria y todos los profesores lo sabemos. Y, en todo caso, yo no veo tampoco que los jóvenes se sientan culpables por no leer. Además, es claro que el intercambio del mundo en común de ellos es el del cine, el de Internet, la lectura está en otro lugar. Mi pregunta sería saber para qué hablar de libros que nunca leí y parece que esa pregunta está dirigida al público general y no a escolares. Pero, contradictoriamente, creo que en la única situación donde se exige esa lectura obligatoria es en la escuela. Y eso no es lo mejor de la escuela, la de leer por una cuestión desprovista de total deseo e interés. Por otra parte, en el ámbito académico, yo nunca sentí que fuese una vergüenza no leer algo; mas, vale que estamos angustiados por todo lo que se publica y entonces la pregunta genuina es cómo hago para elegir qué leer de todo en el poco tiempo que tengo. Porque, evidentemente, cantidad de publicación no implica buena cantidad. ¿Cómo hago para elegir mejor qué leer? Primero, cuanto más se lee, mejores criterios de selección se tienen. Luego, es importante también aprender a hacer lecturas exploratorias para ver si compro el libro, si lo leo todo, si leo un capítulo, también de acuerdo al contexto para el que lea: si es para estudiar, si es por placer. En la antigüedad, se leía intensivamente, porque había pocos libros, y uno podía decir que había leído todo sobre algo. Pero hoy eso es imposible, y por lo tanto, la lectura tiene una entrada exploratoria, extensiva, y se considera que un buen lector puede desarrollar esas prácticas y completarla con lectura intensiva de algunos temas y autores que le gusten o le interesen particularmente. Y finalmente, ¿para qué necesitamos tanta lectura? No es un bien material que uno acumula como si acumulase arroz para no morirse de hambre durante la guerra. Es, en cambio, una actividad que tiene algún sentido para el sujeto que la practica, que tiene que ver con algún conflicto que uno está atravesando y la lectura lo vincula, o con fines prácticos de la vida cotidiana, para estudiar, porque nos gusta, o simplemente porque es lindo. Eso de mostrarle a otro la cantidad de lecturas tiene que ver con el consumismo, con cuántos libros leí, cuántas películas miré. Pero el problema no es de cantidad, sino de calidad. Lo que sí importa es lo que se lee, pero lo que se lee de verdad, para tener un mundo en común con los otros, sobre todo con otros con los que uno no tiene contacto diario. Pero para eso no sirve hacer como que se lee, sino que sirve leer.
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Natalia Zuazo forma parte de la redacción de Clarín.com. Su dirección electrónica es: nzuazo@claringlobal.com.ar
Tomado de la edición digital del diario argentino Clarín (Clarín.com) del 28/02/2007 y proporcionado por Alerta de Noticias Google del 01/03/2007.
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Encuesta
QUÉ OPINAN LOS ESCRITORES
SOBRE LAS LECTURAS INACABADAS


Ernest Alós / Elena Hevia


Javier Cercas. “A los 18 años solo pude leer 30 páginas de En busca del tiempo perdido, de Proust. Cumplidos los 30 y tantos no abandoné su lectura hasta el final. Para un lector no debe haber canon, ni más secreto que ser fiel a los propios gustos”.
Joan Margarit. “No pude acabar El castillo y El proceso, ambas de Kafka, ni el Ulises de Joyce. No es admisible que una obra literaria aburra a un lector habitual. Si no te dice nada, no vale la pena leerla. No hay canon que te obligue a aburrirte”.
Vicente Molina Foix. “No pude con La guerra y la paz. Tenía la sensación de que me quitaba demasiado tiempo y de que otros libros me servían mucho más. De todas formas, todavía conservo el punto del libro donde lo dejé por si volvemos a encontrarnos”.
Imma Monsó. “No pude con Volverás a Región, de Juan Benet. Hay libros que puedes comenzar a leerlos por la mitad, o empezar y no acabarlos, pero aun así te dan lo que deben darte. He sacado mucho de algunos libros que he leído parcialmente”.
Felipe Benítez Reyes. “Soy un lector muy impaciente y no dudo en abandonar un libro si no me convence a las pocas páginas. Confieso que me aburrí soberanamente con La montaña mágica, de Thomas Mann. Una mala traducción contribuyó a dejar su lectura”.
Isaac Rosa. “Me sentía obligado a leer a Paul Auster por el extraño consenso sobre su obra. Lo he intentado con varios títulos suyos, pero siempre tropecé. No sé si fue una mala elección, exageradas expectativas o que no me interesa su literatura”.
Joan Francesc Mira. “Por ejemplo, no acabé las Gramáticas de la creación de Steiner. Uno ha de dejar un libro que no le guste ni interese con toda tranquilidad. Me molesta más haberme sentido obligado a acabar títulos como El hombre sin atributos, de Musil.
David Trueba. “Tuve una cierta fascinación por Sam Shepard, guionista de Paris-Texas de Wenders, pero un día, mientras leía uno de sus libros, me descubrí ajeno al mundo retratado por sus relatos, que me parecieron bastante artificiosos”.
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Tomado de El Periódico, edición del 13/03/2007. Proporcionado por abastodenoticias.com de similar fecha.
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El Nóbel de la literatura infantil
EL BANCO DEL LIBRO
GANÓ EL PREMIO ASTRID LINDGREN


Ana María Hernández G.

La alegría se desbordó en el Banco del Libro cuando llegó a sus puertas la noticia: la institución fue galardonada con el Premio Astrid Lindgren 2007, uno de los más prestigiosos del mundo en literatura infantil. Algo así como un Nóbel infantil.
El premio, dotado con cinco millones de coronas suecas (es decir, unos 700.000 dólares), suele reconocer a autores, ilustradores e iniciativas que inciten a la lectura siguiendo el espíritu de la creadora del célebre personaje de cuento Pippi Calzaslargas.
Sólo que, tal como cuenta María Beatriz Medina, presidenta de la institución, “es la primera vez que el premio del Ministerio de Cultura sueco se entrega a una institución”.
El jurado falló a favor del Banco del Libro porque “con espíritu pionero, ingenio y tenacidad, ha buscado constantemente nuevas formas de difundir los libros y fomentar la lectura entre los niños de Venezuela. El entusiasmo, el profesionalismo, la cercanía a los niños y una liberadora falta de mentalidad burocrática caracterizan su trabajo tanto en las barriadas y en los pueblos como en la universidad y en el ciberespacio”.
Medina resalta que el premio es un homenaje a la labor diaria y a la trayectoria de la institución. “Nosotros competimos con 107 candidatos y con instituciones como la Jugendbibliotheke de Alemania, que es un centro de estudios para la literatura infantil muy reconocido. Pero también el Banco del Libro es un centro de documentación, un programa amplio de formación de promotores de lectura, y además tiene la promoción de lectura de la mano de instituciones públicas y privadas. Es un reconocimiento al Banco, que cumple 45 años.”.
Los miembros del jurado, cuenta Medina, vinieron al país a evaluar la veracidad de las acciones de la institución. “Los llevamos primero a Guárico, donde montamos siete rincones de lectura en seis poblaciones rurales. También los llevamos a Vargas y hasta tuvimos un encuentro en la sede de Altamira Sur con uno de los proyectos que mantenemos con la Universidad del Valle del Momboy (Trujillo), donde le mostramos las bibliomulas, que es una manera de movilizar la lectura hacia las zonas agrestes. Creo que eso los impactó muchísimo”.
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Ana María Hernández G. es una destacada periodista venezolana del área cultural, especialmente, de literatura.
Tomado de la edición digital de El Universal (Caracas) del 15/03/2007 y proporcionado por Alerta de Noticias Google del mismo día.
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Antonio Lobo Antunes gana
el Premio Camoes 2007 de Literatura


LISBOA. El escritor portugués Antonio Lobo Antunes ha ganado el Premio Camoes 2007, el mayor galardón literario en lengua portuguesa, dotado con 100.000 euros, anunció ayer el jurado en Río de Janeiro.
El premio, instituido en 1988 por un acuerdo cultural entre el gobierno portugués y el brasileño, Busca “consagrar anualmente a un autor de lengua portuguesa que, por el valor intrínseco de su obra, haya contribuido para el enriquecimiento del patrimonio literario y cultural de la lengua común”.
Lobo Antunes, de 64 años y natural de Lisboa, es junto a José Saramago uno de los dos autores portugueses más traducidos, y ya fue candidato al Premio Nóbel de Literatura en varias ocasiones. Es autor de numerosas obras, entre ellas, El orden natural de las cosas, La muerte de Carlos Gardel, Exhortación a los cocodrilos, No entres tan deprisa en esa noche oscura: poema y Yo he de amar a una piedra. Su última novela Ayer no te vi en Babilonia fue lanzada el pasado octubre. Además, es articulista en periódicos y revistas de varios países, como en el suplemento Babelia, del diario español El País.
El autor portugués estudió y ejerció medicina, especialidad psiquiatría, en un hospital lisboeta. Estuvo enrolado en la guerra de Angola durante 17 meses, como médico del ejercito, una etapa que marcó en parte su vida y jugó un papel importante en los temas y argumentos de sus novelas, en donde la muerte, la crueldad humana y la dictadura portuguesas son una constante.
El jurado, que se reunió en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro, estaba integrado por dos portugueses, J.B.Martinho y María de Fátima Marinho; dos brasileños, Leticia Malard y Domicio Proença Filho, y dos miembros de los países de lengua oficial portuguesa (PALOP), el mozambiqueño Francisco Noa y el angoleño Joao Melo.
El año pasado el premio fue atribuido a José Luandino Vieira, que lo rechazó alegando “razones de conciencia”. Entre los galardonados con el Camoes, están Agustina Bessa Luis, Eugenio de Andrade o Sofia de Mello Breyner, Eduardo Lourenço, José Saramago, Jorge Amado y Miguel Torga.
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Tomado de DeConcursos.com del 15/03/2007 y proporcionado por abastodenoticias.com de la misma fecha.
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La editorial RBA anuncia
el premio de novela negra
mejor dotado del mundo


ABC.ES. MARTÍN ZARAGÜETA. Tras el éxito logrado por la semana BCNegra y la reputación que RBA se ha ganado con su colección Serie Negra, lo único que cabía esperar era un premio a la altura de este género. Nada más y nada menos que 125.000 euros será la dotación que RBA destine al ganador de la primera edición del Premio Internacional de Novela Negra.
Al premio, paso clave de RBA para lograr consolidarse como especialista en este género, se presentarán obras inéditas escritas en español o inglés, sea cual sea su procedencia. En lo concerniente al jurado, serán cinco los expertos que juzguen la calidad de los escritos, de los que sólo se ha desvelado un nombre: la directora editorial Anik Lapointe. Tal y como ha asegurado Joaquim Palau, director general de RBA Libros, “necesitábamos una plataforma que permitiera llevar a este género donde se merece, dignificarlo”. Además, el premio irá acompañado de la publicación de la novela ganadora, aunque no se descarta la publicación de otros escritos. El fallo se dará a principios de septiembre de este año, pero el plazo para presentar los escritos finalizará el próximo 15 de junio.
Nota: en De Concursos.com ofrecen publicar las bases del concurso en los próximos días. Aún no lo han hecho.
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Tomado de De Concursos.com de fecha 16/03/2007 y proporcionado por abastodenoticias.com de la misma fecha.
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Sitios web recomendados

Esta semana te invitamos a visitar:

La duda melódica, blog del escritor venezolano Luis Barrera Linares. El artículo de esta semana: Acólitos anónimos y egotecas hinchadas.
http://barreralinares.blogspot.com

La discotienda de los Hermanos Chang. Nuevo negocio de los mafiosos hermanos Chang.
http://www.hermanoschang.blogspot.com

Planeta Narrativo. Allí te espera el cuento Francisca y la muerte, del escritor cubano Onelio Jorge Cardoso. Y, en su próxima entrega, Dagón, de Howard Philip Lovecraft, de cuya muerte física se están cumpliendo 70 años.
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