viernes, 1 de febrero de 2008

Para esta semana he incluido en esta página un texto de mi libro de crónicas Funeral para una mosca. Su título: “Testigo de magnicidios”, la historia asombrosa de Robert Todd Lincoln, hijo de Abraham Lincoln, quien estuvo presente no sólo en el asesinato de su padre, sino en el de otros dos presidentes de los Estados Unidos. Luego, comienzo un ciclo que no sé cuánto durará, en el que espero presentar todos y cada uno de aquellos cuentos que considero obras maestras del género. Comienzo con uno de los más breves, “El Rinoceronte”, del escritor mexicano Juan José Arreola.
Gracias por asistir a esta cita con la literatura.

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TESTIGO DE MAGNICIDIOS


Ser testigo de un asesinato es una de las experiencias más terribles y traumáticas que puede vivir cualquier individuo.
Ver morir a una persona a manos de otra es algo que queda grabado para siempre en el memoria del testigo, principalmente si la víctima es un pariente o un amigo.
Por eso el caso de Robert Todd Lincoln, hijo del presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln, es único e increíblemente trágico.
Robert Todd Lincoln no sólo fue testigo del asesinato de su padre, sino del de otros dos presidentes de su país, lo cual lo convirtió en la única persona en la historia que ha presenciado tres magnicidios.
En el lugar inadecuado
El magnicidio, como se sabe es el asesinato de la máxima autoridad de un país, bien sea un presidente o un primer ministro. Es entre los múltiples tipos de crímenes realizados por el hombre uno de los más brutales, dado que se hace con evidente premeditación, lo cual le confiere una estatura moral bastante reducida.
En los Estados Unidos han sido varios los presidentes que han muerto a manos de opositores fanáticos, el más recordado de ellos Abraham Lincoln, considerado junto a George Washington y Benjamín Franklin, como los hacedores de esa desarrollada nación.
Lincoln fue asesinado el 14 de abril de 1865, en un teatro de Washington, mientras asistía a la puesta en escena de una obra en su honor, ya que cinco días antes había concluido la Guerra Civil que habían librado los estados del Norte de su país contra los del Sur.
Su asesino fue un actor llamado John Wilkes Booth quien, pese al fin de la guerra, aún seguía obsesionado con la causa de los Estados del Sur.
Una de las personas que se hallaban en el palco con el entonces presidente estadounidense era su hijo, Robert Todd Lincoln, quien tenía 22 años.
Dieciséis años después, en 1881, el presidente de los Estados Unidos era James Abram Garfield, quien había asumido el cargo apenas un año antes.
Garfield había sido seguidor de Lincoln y, desde 1876, era el jefe del Partido Republicano.
El 2 de julio de ese año, Garfield se hallaba con un grupo de seguidores en la estación de trenes de Washington D. C., cuando un hombre llamado Charles Guitau disparó sobre él, hiriéndolo seriamente.
Guitau cometió este atentado contra la vida de Garfield –de resultas del cual el presidente murió dos meses y medio después–, porque tenía tiempo tratando de obtener un cargo público y no se lo habían dado.
Curiosamente, entre la comitiva que acompañaba a Garfield en la estación de trenes de Washington D. C., se encontraba Robert Todd Lincoln, el hijo de Abraham Lincoln, quien presenció toda la escena.
Un récord nada envidiable
En 1901, Robert Todd Lincoln contaba ya 58 años y, aunque entonces se le consideraba muy mayor, seguía dedicado a la política.
En ese momento, el presidente de los Estados Unidos era William McKinley, quien había sido reelecto el año anterior, tras cuatro años de mandato.
El 6 de septiembre de 1901, McKinley se encontraba de visita en la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York, cuando un anarquista llamado Leon Czolgosz disparó contra él.
Asombrosamente, entre los miembros de la comitiva de McKinley, figuraba Robert Todd Lincoln, quien nuevamente presenció el magnicidio.
Al estar otra vez donde no debía estar, el hijo de Abraham Lincoln se convirtió en la única persona en la historia de la humanidad que presenció tres magnicidios, un récord nada envidiable, por cierto.
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EL RINOCERONTE

Juan José Arreola

Durante diez años luché con un rinoceronte; soy la esposa divorciada del juez McBride.
Joshua McBride me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo. Conocí sus arrebatos de furor, su ternura momentánea y, en las altas horas de la noche, su lujuria insistente y ceremoniosa.
Renuncié al amor antes de saber lo que era, porque Joshua me demostró con alegatos judiciales que el amor sólo es un cuento que sirve para entretener a las criadas. Me ofreció en cambio su protección de hombre respetable. La protección de un hombre respetable es, según Joshua, la máxima ambición de toda mujer.
Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte y mi único triunfo consistió en arrastrarlo al divorcio.
Joshua McBride se ha casado de nuevo, pero esta vez se equivocó en la elección. Buscando otra Elinor, fue a dar con la horma de su zapato. Pamela es romántica y dulce, pero sabe el secreto que ayuda a vencer a los rinocerontes. Joshua McBride ataca de frente, pero no puede volverse con rapidez. Cuando alguien se coloca de pronto a su espalda, tiene que girar en redondo para volver a atacar. Pamela lo ha cogido de la cola y no lo suelta, y lo zarandea. De tanto girar en redondo, el juez comienza a dar muestras de fatiga, cede y se ablanda. Se ha vuelto más lento y opaco en sus furores; sus prédicas pierden veracidad, como en labios de un actor desconcentrado. Su cólera no sale ya a la superficie. Es como un volcán subterráneo, con Pamela sentada encima, sonriente. Con Joshua, yo naufragaba en el mar; Pamela flota como un barquito de papel en una palangana. Es hija de un pastor prudente y vegetariano que le enseñó la manera de lograr que los tigres se vuelvan también vegetarianos y prudentes.
Hace poco vi a Joshua en la iglesia, oyendo devotamente los oficios dominicales. Está como enjuto y comprimido. Tal parece que Pamela, con sus dos manos frágiles, ha estado reduciendo su volumen y le ha ido doblando el espinazo. Su palidez de vegetariano le da un suave aspecto de enfermo.
Las personas que visitan a los McBride me cuentan cosas sorprendentes. Hablan de unas comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin rosbif; me describen a Joshua devorando enormes fuentes de ensalada. Naturalmente, de tales alimentos no puede extraer las calorías que daban auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido metódicamente alterados o suprimidos por implacables y adustas cocineras. El patagrás y el gorgonzola no envuelven ya el roble ahumado del comedor en su untuosa pestilencia. Han sido remplazados por insípidas cremas y quesos inodoros que Joshua come en silencio, como un niño castigado. Pamela, siempre amable y sonriente, apaga el habano de Joshua a la mitad, raciona el tabaco de su pipa y restringe su whisky.
Esto es lo que me cuentan. Me place imaginarlos a los dos solos, cenando en la mesa angosta y larga, bajo la luz fría de los candelabros. Vigilado por la sabia Pamela, Joshua el glotón absorbe colérico sus livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta imaginar al rinoceronte en pantuflas, con el gran cuerpo informe bajo la bata, llamando en las altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta obstinada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

que interesante!!!
exelente rescatar estos sucesos historicos por medio de una persona que lo vivio en directo, quede eso si, con gusto a poco con lo que respecta a czolgsz y mckinley,¿tienes mas info? me interesa mucho, te agradeceria que me enviaras lo que sepas de este caso o alguna web de donde obtener mas anatecedentes.
camilo.