miércoles, 8 de agosto de 2007

CARAVASAR, 24 de agosto de 2007

AVES QUE EL HOMBRE EXTINGUIÓ

La acción humana sobre la naturaleza ha producido algunas tragedias, como las tres que se relatan a continuación, cuyos protagonistas fueron el dodo, el alca gigante y la paloma pasajera.
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Víctima de su mansedumbre

El animal cuya imagen se utiliza, generalmente, para simbolizar la destrucción de la naturaleza provocada por la acción humana fue un ave mansa que se extinguió, en 1681.
Esta ave, el dodo, era una especie de paloma de gran pico y tamaño similar al de un ganso, que vivía en la isla Mauricio, que es hoy un estado independiente ubicado al Este de Madagascar, en el océano Índico.
Como no tenía depredadores de los cuales huir, el dodo perdió la capacidad de volar y también el temor hacia los otros seres. De hecho, llegó a ser tan manso y confiado que hacía sus nidos en el suelo.
En 1507, llegaron los primeros humanos a la isla Mauricio y con ellos arribaron gatos, perros, cerdos, cabras y hasta ratas y ratones.
Las cabras se comieron las plantas que cobijaban al dodo; los perros y los gatos lo persiguieron e hicieron de él el plato principal de su dieta; los cerdos se comían los huevos y los polluelos e igual cosa hacían las plagas de roedores que llegaron con el hombre.
174 años más tarde, el dodo se convirtió en el primer animal cuya extinción –debida a la acción humana directa o indirecta–, ha sido perfectamente documentada.
Víctima de su docilidad

El alca gigante era un ave de las zonas frías, de la misma familia de los pingüinos, que existió por millones al norte del Canadá.
En la isla Funk, situada a unos 640 kilómetros al Este de Terranova, el alca gigante tuvo uno de sus últimos refugios naturales.
Cuando en 1534 el explorador francés Jacques Cartier llegó a dicha isla, escribió en su diario lo siguiente: “hay aquí un número tan grande de aves que hay que verlo para creerlo”.
Junto a cientos de miles de alcatraces, gaviotas y frailecillos, Cartier apuntó que había una cantidad similar de alcas gigantes.
Varias décadas más tarde, cuando se desarrolló el comercio entre Norteamérica y Europa, a través del Atlántico Norte, las embarcaciones que iban y venían de un continente a otro se detenían en la isla Funk.
Allí desembarcaban los marineros, con la idea de cazar las aves que usarían como alimento o como carnadas para pescar, durante el resto de sus travesías.
Pronto, comenzaron a llegar también a la isla Funk, los cazadores dedicados al comercio de las plumas.
Para facilitarse la tarea, estos cazadores construían unos corrales de piedra de granito al que conducían a enormes bandadas de alcas gigantes.
Una vez dentro, las masacraban sin mayor esfuerzo, pues aún en trance de muerte eran muy dóciles; una vez muertas, las metían en grandes tanques de agua hirviendo, para quitarles las plumas con facilidad.
Los cuerpos ya pelados eran utilizados para avivar el fuego que calentaba dichos tanques pero, como el volumen de alcas gigantes muertas era tan grande, a la mayoría simplemente se les ponía a un lado y, según cuenta un testigo de las matanzas, llegaban a hacerse verdaderas montañas.
De acuerdo a un informe preparado por un grupo de científicos del Museo Natural de los Estados Unidos que, en 1888, viajó hasta la isla Funk, para evaluar las proporciones del desastre ecológico ocurrido allí, el suelo del lugar estaba constituido por dos capas.
La inferior, que tenía entre 8 y 30 centímetros de espesor, estaba compuesta por fragmentos de cáscaras de huevos y material orgánico descompuesto.
La superior, de un grosor similar, se había formado por el crecimiento y descomposición de la vegetación, que se alimentó con los restos de las alcas gigantes.
Curiosamente, esta capa superior ha permitido, en nuestros días, la multiplicación del frailecillo pues, como esta ave escarba su nido en el suelo, durante las últimas décadas, la profusión de restos óseos del alca gigante le ha servido de lecho.
Víctima de su sabor

Originaria de la América del Norte, la paloma pasajera o paloma migratoria, como también se le llamaba, existía por millones.
De hecho, a comienzos del siglo XIX, se le consideró el ave más abundante del mundo.
Para los ornitólogos –los estudiosos de las aves–, la paloma pasajera se caracterizaba por su larga y hermosa cola. Pero, para las personas comunes, su mejor característica la constituía el buen sabor de su carne.
Esto último hizo que, durante décadas, se le cazara sin contemplación alguna.Cien años después no quedaban palomas pasajeras en Estados Unidos ni en Canadá y el último ejemplar murió en el zoológico de Cincinatti, en 1914.

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De mi libro Ciencia para leer. Fondo Editorial Ipasmé, Caracas, 2007.

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