viernes, 11 de abril de 2008

Esta edición consta de dos textos, como es habitual: uno mío y otro ajeno. El mío forma parte de mi libro Ciencia para leer, al cual le estoy buscando editor para su segunda edición. La primera la hizo el Ipasme, una institución venezolana que agrupa a los docentes de primaria y secundaria del país.
El segundo texto es de Papá Andersen, el gran autor de cuentos para niños y jóvenes, de cuyo natalicio se cumplieron el 2 de abril 203 años. El que presento es uno de sus cuentos menos conocidos.
Como todas las semanas, les doy las gracias por haberse asomado aquí y espero que disfruten las lecturas.

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POR QUÉ CRUJEN LAS PAPAS FRITAS

Un producto comestible sumamente popular y destinado, principalmente, al público infantil y juvenil, se elabora de un modo nada inocente: veamos cómo.


Uno de los comestibles industrializados de mayor venta en los países de Occidente, especialmente en Estados Unidos, son las llamadas patatas chips que, aparentemente, son delgadas láminas de papa, fritas en aceite.
Y decimos “aparentemente”, porque en verdad lo que menos contiene este producto son porciones del tubérculo llamado papa.
La patata chip o papita frita, como la llamamos en Venezuela, es en realidad uno de los productos más perfectos creados en los laboratorios de las industrias procesadoras de alimentos.
Su creación fue encargada hace algún tiempo a un grupo de reólogos, es decir, a especialistas en el arte de hacer crujir la comida.
Según se determinó décadas atrás, los alimentos crujientes resultan más atractivos y apetitosos que aquellos que no lo son.
De allí que a las papitas fritas se les agreguen diferentes sustancias que las hacen crepitar exageradamente, en lugar de proteínas o vitaminas que las enriquezcan como el producto alimenticio que pretenden ser.
¡Vaya mezcla!
Una primera razón por la que las papitas fritas son apetitosamente crujientes la constituye su diseño.
Los diversos ingredientes con las que son elaboradas se reducen previamente a una masa homogénea que, después, es cortada en láminas de un tamaño demasiado grande para caber cómodamente en la boca.
Si no se les corta con las manos, son los incisivos los que tienen que cumplir esta tarea, ayudados por la lengua.
Pero como cualquier alimento que tome contacto con la lengua, se empapa de saliva y se reblandece, los reólogos estudiaron una manera de evitar que esto ocurriese.
Se descubrió que los productos que crujen naturalmente, como la lechuga, la zanahoria o la manzana, lo hacen porque cuentan con diminutos depósitos de agua que estallan al ser mordidos.
Como a las patatas chips o papitas fritas no se les puede rellenar de agua, porque se dañarían en las estanterías de los almacenes, en las fábricas se les llena de aire, en una porción que increíblemente ocupa el 80 por ciento de cada lámina de papa.
Dado que se requiere que las paredes de las células de aire ofrezcan suficiente resistencia, para vibrar con mayor volumen al romperse, las láminas de papa son recubiertas con almidón, del mismo que se emplea para endurecer el cuello de las camisas.
Mas, como el almidón tiende a pulverizarse con el tiempo, se le fija con una cantidad de grasa que constituye entre el 40 y el 60 por ciento del peso total de cada lámina de papa.
Esta grasa –un producto de desecho de otros procesos de fabricación de alimentos–, es la que garantiza la rigidez característica de las papitas fritas.
Sobre esta grasa, se fijan los sabores artificiales característicos de las patatas chips, cuya misión es disfrazar el verdadero gusto de tan abominable mezcla.
Dos aclaratorias
Un último detalle: la batalla que se libra para abrir un paquete de papas fritas no obedece al empleo de papeles defectuosos, ni a falta de previsión de los fabricantes, sino a lo contrario: aunque usted no lo crea, el recital de crujidos que se produce durante ese arduo combate ha sido perfectamente calculado para activar las glándulas salivales y poner a tono al desprevenido consumidor.
Antes de cerrar esta nota, es bueno aclarar que no todas las papas fritas que se consiguen en el mercado venezolano se elaboran del modo reseñado.
Por fortuna, hay productores de comestibles, tanto nacionales como del exterior, que ofrecen papas verdaderas, cortadas en láminas delgadas, y fritas sin someterlas al horrendo proceso que hemos descrito.
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LA GOTA DE AGUA

Hans Christian Andersen


Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe duda. Se diría casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera.
Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible–Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas y, si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance.
El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.
–¡Qué asco! –exclamó el viejo Crible–Crable–. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas?
Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería.
–Hay que darles color, para poder verlos más bien –dijo, y les vertió encima una gota de un líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos.
–¿Qué tienes ahí? –le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo bueno de él.
–Si adivinas lo que es –respondió Crible–Crable–, te lo regalo; pero no es tan fácil acertarlo, si no se sabe.
El brujo innominado miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corría desnuda. Era horrible, pero más horrible era aún ver cómo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y arañaban, mordían y desgreñaban. El que estaba arriba quería irse abajo y viceversa.
–¡Fíjate, fíjate!, su pata es más larga que la mía. ¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un chichón detrás de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavía le va a doler más.
Y se echaban sobre él, y lo agarraban, y acababan comiéndoselo por culpa del chichón. Otro permanecía quieto, pacífico como una doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.
–¡Es muy divertido! –dijo el brujo.
–Sí, pero ¿qué crees que es? –preguntó Crible–Crable–. ¿Eres capaz de adivinarlo?
–Toma, pues es muy fácil –respondió el otro–. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
–¡Es agua del charco! –contestó Crible–Crable.