viernes, 30 de mayo de 2008

Esta semana he estado fuera del ciberespacio: una "avería masiva" en la zona donde vivo dejó sin teléfono ni servicio de Internet a todo un sector de Valencia. Dicho servicio fue restablecido hace apenas un rato y por eso hoy sale improvisadamente este número. Me estaba preparando para ir a un ciberchat a colgar el aviso POR RAZONES TÉCNICAS NO SALIMOS ESTA SEMANA, cuando a mi esposa se le ocurrió levantar la bocina del teléfono y ¡bingo!: allí estaban el tono y la línea, como debieron estar todos estos días. Entonces, descubrí con horror que no tenía nada preparado para el blog. Ya había dado por sentado que este fin de semana lo pasaríamos incomunicados y por eso no elaboré absolutamente nada.
Pero recordé que, entre semana, mientras trabajaba, me topé con un cuento que escribí hace más de veinte años, a partir de una conversación que escuché en un autobús. Dicha conversación fue transcrita casi tal cual y había sido incorporada a mi novela La comedia urbana. Pero luego la sustraje y el texto quedó como un polizón que, tras ser descubierto en altamar, es arrojado por la borda cerca de la primera costa que se avista.
Espero les guste.
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CON MIL GALLINAS TENGO

“Vi y oí además como todos nos pusimos
de inmediato a intercambiar nuestros proyectos,
sin importarnos realmente nada de lo que el otro decía,
pero necesitando hallar un escape
a tanta contenida e ignorada ilusión”.
Mario Benedetti
“El Presupuesto”.


–Yo, todos los domingos, me juego mi cuadrito, a ver quién quita y pego un cuadro único.
–Un cuadro único con seis, ahorita, es un platal: son como diez o doce millones de bolívares.
–Con lo caro que está todo, esa sí que sería una bendición.
–Sí, lo único difícil está en pegar los seis caballos, uno tras otro, sin pelarse en ninguna carrera y que nadie más esté en lo mismo.
–Diez o doce millones de bolívares ahora no son gran cosa, pero sí remedian... Si fuera yo el que se los ganara, lo primero que haría sería comprarme una buena quinta... Una buena quinta y, después, monto tremendo negocio.
–¿Un negocio de qué, si se puede saber?
–Un negocio de... No sé, puede ser de repuestos de carro, eso es una cosa que da real en bruto...
–Yo montaría un supermercado.
–¿Un supermercado?
–Claro: comer, la gente come todos los días, en cambio, otra cosa...
–La verdad es que usted tiene razón. Lo que pasa es que eso da mucho trabajo y ya yo tengo mis añitos: el mes que viene cumplo cincuenta y dos y, a esta edad, uno no está para esos trotes.
–¡Pero, cómo va a usted a decir eso, si ahora es que usted está durito, ahora es que le falta vivir...! Mi abuelo tiene noventa y tres años y ahí lo ve: hace dos meses, tuvo un hijo, con la quinta esposa, una carajita de diecisiete o dieciocho años...!
–Eso me dijeron...
–Claro que si usted no quiere montar un supermercado, no hay problema. Después de todo, los reales son suyos y, con ellos, usted puede hacer lo que le dé la gana... Eso sí, yo le recomiendo que, si no monta un supermercado, los meta en un banco o, mejor, en varios, por si acaso alguno quiebra. Con eso del lavado de dólares, no se sabe quién cae y quién se mantiene arriba, pero de una cosa puede estar seguro: el ahorrista es el que puede quedar jodido... Con los intereses, usted vive decentemente.
–Eso sí puede ser: yo ya estoy cansado de tanto trabajar; desde que tenía catorce años, no he hecho otra cosa que pararme de madrugada y trabajar de sol a sol y la verdad es que ya me siento cansado.
–Yo, en cambio, sí pondría un supermercado, con sus empleados y todo... Yo lo que haría sería vigilar que ni los clientes ni los empleados se lleven nada y que todo esté bien.
–A mí me sigue pareciendo que eso es mucho trabajo para un millonario.
–En esta vida, todo tiene su trabajo.
–Sí, pero si usted tiene diez o doce millones de bolívares, para qué se va a estar dando mala vida.
–Tanto como dar mala vida no, porque a mí, el saber que estoy trabajando en algo que es mío, no me parece pesado.
–Ahora, si no es un cuadro único, yo me conformaría con un cuadrito de dos o tres millones, para comprarme un apartamentico lejos de Caracas... Si en el barrio se enteran de que me gané el cinco y seis, usted puede apostar que, por la noche, tengo a los malandros haciendo cola para entrar a robarme.
–Hay que ver hasta dónde han llegado las cosas... Yo, dado el caso de que nada más fueran dos o tres millones, también me iría de Caracas, me compraría una finca por los Andes, a mí me gusta por allá...
–¿Por los Andes?
–Sí, por Trujillo, por Mérida o, más bien, por el Páramo: yo me pondría a sembrar porque, mire: una finca, bien atendida, da para vivir.
–¿Y usted sabe algo de agricultura?
–No, pero en esta vida todo se aprende, nadie nace aprendido... Yo sembraría unos cien árboles de aguacate, unos quinientos de mandarinas y, mientras esos palos crecen y uno les empieza a sacar provecho, me dedico a criar animalitos: vacas, gallinas, cochinos...
–¿Y chivos?
–Chivos también... O, mejor dicho, ovejas. ¿Quién ha visto chivos en los Andes?
–La idea no es mala: en una finca usted puede tener sus caraotas sembradas, su maíz, su café y, lo que no quiera sembrar, se lo compra a los mismos camioneros que le van a comprar la cosecha.
–Nada más con las gallinas, ya uno tiene bastante trabajo: yo, una vez, estuve viviendo en casa de un tío que tenía unas gallinas...
–Yo lo que estoy pensando es que a como está el kilo de aguacate y el kilo de mandarina, usted lo que se va a meter es un billete.
–Y eso no es como sembrar maíz, que el maíz hay que sembrarlo todos los años. El aguacate y la mandarina usted los siembra una sola vez y ya: lo único que tiene que hacer es regar y sentarse a esperar que las matas crezcan...
–Yo siempre he dicho que a usted hay que admirarlo, porque usted sí se sabe administrar...–Y mientras las matas crecen, ahí estoy yo con unos veinte o treinta cochinos, unas cuatro o cinco vacas, un toro y unas mil gallinas... Yo creo que, para empezar, con mil gallinas tengo y voy que chuto.

viernes, 23 de mayo de 2008

En esta edición, incluyo otro cuento autobiográfico de mi libro inédito La noche de las alcancías. Su título es "Textura de fantasma". Habla de un episodio que vivi a los 19 años. Pese a ciertos pasajes inverosímiles, advierto que el relato es absolutamente real.
A continuación, una especie dee publicidad, destinada a promover un taller de ciencia ficción que, próximamente, dará mi amiga, la escritora Iliana Gómez Berbesi. Creo que vale la pena inscribirse y participar de él y por eso la información que completa esta edición cuya lectura, como siempre, agradezco de corazón.
Bienvenidos a Caravasar. Ésta es su casa literaria.
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TEXTURA DE FANTASMA

“Así tu devaneo a aquel joven domó”.
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita.
Libro de Buen Amor.


I
Estoy en desacuerdo con quienes piensan que los nombres influyen en el comportamiento de los individuos. Nada más falso.
He conocido a dos personas en quienes han coincidido no sólo los nombres sino también los apellidos y una era la antítesis de la otra.
La conducta humana es el resultado de numerosos factores, entre los cuales los genéticos, los sociológicos, los climatológicos y los astrológicos son, a mi modo de ver, los verdaderamente importantes.
La nomenclatura humana, por su parte, es vitalicia e influye en el comportamiento de los individuos, es verdad, pero no más que la publicidad o la lectura de los Salmos.
Un nombre como Ingrid, con dos íes en él –la letra de apariencia más indefensa–, pudiera prefigurar a una mujer voluntariosa pero inofensiva, una chica que mantiene su mirada de bambi incluso frente a un pelotón de fusilamiento.
–Perdóname, pero es que yo, cuando manejo, pierdo la noción de todo –fue la primera frase que le oí pronunciar, al momento de aplacar mi indignación con su perfume.
Menos de un minuto antes me había hecho alcanzar la acera de cabeza, a la manera de un gimnasta, en una exhibición de manos libres.
Aún estaba felicitando a mis propios reflejos, cuando vi que su renault rojo se detuvo a unos treinta metros de donde yo me estaba incorporando, indefinido entre el enojo y el susto.
Al verla salir por la portezuela y verla correr hacia mí, tanto o más atemorizada que yo, mis insultos se cuajaron en el paladar.
–Tome, aquí tiene su carpeta –dijo una voz a la que no le presté la menor atención–: revísela a ver si le falta algo.
A quien fue, no sé si hombre o mujer, creo haberle dado las gracias. Mis sentidos sólo percibían a Ingrid.
–¿Te hiciste daño? –preguntó, mientras yo ajustaba mis lentes para observarla mejor. Era casi de mi estatura, sólo tres o cuatro centímetros más baja. Tenía un cuerpo donde no faltaba ni sobraba nada. Sus ojos, profundamente negros, hacían juego con su largo cabello, suspendido en cascada a escasos centímetros de la cintura. Gracias a que iba en minifalda, podía disfrutar del maravilloso espectáculo que eran sus piernas.
–No –me escuché responder lejanamente.
–Menos mal.
Luego agregó que como manejar la fastidiaba ella se dejaba llevar.
–Como un piloto automático –sonrió. Y vaya sonrisa.
Quise decir una de esas frases que paralizan por un instante a la historia, pero las que se paralizaron fueron mis palabras.
–¿Qué te parece si tomamos algo para pasar el susto? –propuso, aliviando mi mudez.
Asentí con la cabeza, mientras terminaba de recobrar la verticalidad. El diálogo anterior transcurrió conmigo arrodillado en la acera.
Un cuarto de hora más tarde, salimos de su automóvil y entramos a una fuente de soda.
–Me llamo Ingrid. Soy maestra. ¿Y tú? –también fue ella quien rompió el silencio que nos había abrigado en el trayecto.
Yo era un inocuo escribiente de un tribunal penal. Esperaba el inicio de clases para estudiar periodismo en la universidad. Tenía, además, pretensiones literarias. La carpeta a la que permanecía aferrado contenía lo más reciente de mi producción: dos poemas y cuatro cuentos.
–Me gustaría que me los leyeras… Pero no en este lugar –dijo, cuando inventarié lo anterior.
Diez minutos más tarde salimos. Mi timidez estaba cavando un foso en mi estómago. Tenía miedo no de fracasar como amante sino de despertar de lo que, evidentemente, creí que era un sueño extraordinario.
Supe que no soñaba, cuando regresamos a su auto y me besó. Yo reaccioné como siempre lo hacía en los sueños –con la determinación y la audacia de las que carecía en la vigilia–, temiendo que, a continuación, retornara bruscamente la conciencia.
Pero esta vez no cambió la escena ni el escenario.
II
El apartamento de Ingrid era un museo del móvil.
Del techo colgaba de todo: animales –incluso ballenas y pterodáctilos–, siluetas o imágenes de diversos objetos, personajes del cómic, el cine y la televisión, hechos con los materiales más variados, desde cartón, hojalata y madera, hasta plástico, vidrio y cuero. En su habitación, justo delante de la cama, doce siluetas de parejas –correspondientes a los signos del zodiaco–, flotaban haciendo el amor.
–Ven –dijo, echándose de espaldas en la cama–: léeme aquí lo que quieras.
Contempladas a la distancia, mi ingenuidad y mi introversión en verdad que me hacían un gran daño al unir fuerzas. Ingrid jamás olvidó que, en esas circunstancias, yo hice ademán de abrir mi carpeta. Afortunadamente, ella me contuvo:
–No seas tonto, deja eso para luego.
Sin darme tiempo a quitarme los anteojos, fundió de nuevo sus labios, sus dientes y su nariz a los míos y me abrazó con ferocidad. Hasta allí duró mi falta de iniciativa.
En el entrepulpo que formamos durante varios minutos, me cruzó por la mente el recuerdo de un amigo que, meses antes, el mismo día de quedar cesante en el trabajo, había acertado un jugoso premio de lotería.
–Lo mejor de la vida –me dijo–, es que te da unas compensaciones cojonudas.
Y tenía toda la razón. Una hora antes de este encuentro, yo había detallado la conformación ósea de la muerte y, ahora, cabalgando orgullosamente a Ingrid, me sentía más vivo que nunca.
En ese y en los siguientes días, descubrimos que encajábamos a la perfección. Ella era abundante en aguas y líneas curvas. Yo en fuego y líneas rectas. Al menos, eso creía.
Entre lo que restaba de la tarde y las primeras horas de la noche, hicimos el amor todas las veces que me fue posible.
Sentí una gran vergüenza por no poder más de tres. Había oído historias de individuos, incluso algunos amigos, que se jactaban de ocho y hasta diez eyaculaciones por sesión. Para completar, menos de veinte días atrás había leído acerca de una tribu en Nueva Zelanda, cuyos varones se consideraban impotentes si no eran capaces de quince en una noche.
Por esa época, aún tenía creencias. Un compañero de estudios me contó que se había masturbado siete veces antes y siete veces después de hacer el amor con una prostituta y yo, pese a que en público manifesté la misma incredulidad de los otros depositarios de la presunta confidencia, en el fondo la creí.
Un primo hermano que había estudiado en Madrid se vanagloriaba de haber follado con una turista francesa diecinueve veces consecutivas, sin sacársela, en menos de doce horas, y juro que también di crédito a sus palabras.
Por mi parte, jamás había tenido ocasión de poner a prueba mi resistencia. En mis diecinueve años, no había pasado de dos, pudiera decirse que seguidos, con la mejor amiga de mi mejor amiga.
Entonces y por regla general, el acto amoroso estaba reducido a un polvo pusilánime, lleno de miedos: miedo a preñar y a un subsiguiente matrimonio precoz; miedo a ser descubiertos en un zaguán, una habitación de servicio, un cuarto lleno de trastos o un baño poco frecuentado. Era además, lo menos amoroso del mundo. Nada más contrario al sexo y al erotismo que la prisa y nada menos importante que la cantidad, a la luz de la calidad.
Ingrid era mucho más que una prueba iniciática: jamás estaba satisfecha, ni siquiera después de gritar y retorcerse, creía yo que a bordo de innumerables orgasmos. Cuando se quedaba quieta, yo sobrenadaba desde hacía rato en el bochorno.
Pese a sentir esa curiosa minusvalía, al retornar a casa me jactaba frente al espejo de mi buena estrella. Años atrás, cuando todavía estudiaba bachillerato, mis compañeros y yo confesamos nuestro deseo de tener como amante a una ninfómana y, según parecía, Ingrid lo era.
Al principio, me consideraba el tipo más afortunado del mundo.
Sin embargo, en los días sucesivos, la euforia inicial comenzó a desvanecerse. Cada encuentro con Ingrid nos empujaba a ambos unos centímetros más hacia la ansiedad y la insatisfacción definitiva.
Esforzándome al máximo y procurando mantenerme en pie de guerra con el heroísmo de quien desea evitar la desaparición del género humano, superé varias veces mis propias marcas pero ello, fui dándome cuenta, no bastaba. No le bastaba a ella, ni a mí.
Por más que me empeñaba en funcionar como una máquina amorosa, no pasaba de ser una especie de rascaespaldas utilizado con intenciones morbosas. No comprendía que el problema de Ingrid no lo originaba yo y me culpaba por su reiterada desilusión al término de nuestras sesiones.
En más de una oportunidad, la sentí sollozar mientras mantenía su cabeza sobre mi pecho pero, aparte de acariciar su cabello, nunca dije nada que la pudiera consolar.
Por ese motivo, decidí consultar alguna bibliografía que me permitiese vencer la que yo creía era la causa del problema. No me atrevía a confesarle a nadie el problema, porque ello le resultaba cuesta arriba a mi timidez. Suponía que, aumentando mi potencia viril, Ingrid alcanzaría tal número de orgasmos que, inefablemente, terminaría satisfecha.
Siguiendo pistas erróneas, deduje que los indios y los chinos, tan prolíficos en eso de reproducirse, tenían que saber bastante del tema, por lo que me fui de librerías y adquirí el Kamasutra, el Ananga Ranga, el Jardín Perfumado del jeque Nefzaqui y un libro escrito por Chang Chung–Lan o Jolan Chang, un sueco con nombre chino: el Tao del Amor y del Sexo.
Sin embargo, aparte de algunas recomendaciones aeróbicas que mostraban cuánto nos ha alejado la civilización de la elasticidad animal, sólo hallé recetas que, por la dificultad en encontrar los ingredientes, los trabajos exorbitantes para efectuar las mezclas y los aromas poco eróticos para nuestro maleducado olfato que resultarían de las mismas, se mostraban imprácticas e impredecibles.
Fue en una revista sexológica donde encontré un artículo que, sin especificar nacionalidad, hablaba de los métodos orientales para aumentar la capacidad amatoria. Figuraban aquí, occidentalizadas, algunas de las recetas que ya conocía. De acuerdo a lo que se decía, ciertas unciones de miel y otras sustancias vegetales y minerales, sumadas a la ingestión de determinados alimentos, lo ponían a uno en condiciones de perforar las bóvedas de cualquier banco y de mantenerse así durante el tiempo suficiente como para satisfacer a un convento.
No me fue difícil juntar miel, alcanfor, áloe y mirra. Lo que sí no pude fue vencer el temor a entrar a un autobús, en horas tope, o a la oficina donde trabajaba, arrastrando conmigo el aroma de la mezcla amargodulzona resultante.
III
Ingrid me aguardaba todas las tardes frente a la salida del edificio de los tribunales. Tan pronto como yo abandonaba el ascensor, miraba al término del pasillo e, invariablemente, allí estaba el renault rojo.
No sé cómo ni gracias a qué, Ingrid conseguía estacionarse en las afueras del Capitolio, en los puestos de los congresistas.
–¿Cómo está mi valiente? –era el saludo que antecedía a sus incontrolables ráfagas de besos.
Mi voz al responderle, aún inestable pero cercana al adjetivo “varonil” que desde más o menos ese tiempo la acompaña, empezó a retroceder en la escala, hasta sonar con algunos matices adolescentes. Como quien descubre, luego de un naufragio en alta mar, que está a merced de algo superior a sus fuerzas, yo me dejaba llevar por el oleaje.
Además, como nunca me he caracterizado por exhibir un carácter fuerte, Ingrid proponía ir a bailar e íbamos a bailar, aunque a decir verdad yo a lo que iba era a hacer el ridículo. Aunque canto y soy aficionado a la música, a la hora de seguir un ritmo, mis pies y mis caderas no distinguen una guaracha de un vals vienés. Ingrid proponía esperar la noche en una carretera, para hacer el amor a luz de los autos que pasaban y amén.
El desgaste físico empezó a hacer mella no sólo en mi cuerpo: mis fantasías eróticas, descaradamente influidas por el cine y las lecturas, se redujeron a meras ensoñaciones de miope, a cansadas imágenes en las que, paulatinamente, el sexo fue quedando abolido. Para completar, Ingrid era noctámbula, lunar, y a media noche sus energías parecían renovarse. Durante unos días, pude disimularlo. Luego, imposible.
En el béisbol fue donde primero se notó mi mengua. Era pitcher y, cuando no lanzaba, centerfield y tercer bate de un equipo de aficionados. Me destacaba por mi capacidad para batear.
No hace falta ser modesto: era tan maravilloso con el bate como detestable con el guante. Cuando la pelota venía rodando hacia mí por la tierra o por la grama, hasta yo cerraba los ojos. En un juego, nueve días después de conocer a Ingrid, me poncharon las cuatro veces que salí a batear, a mí, que tenía fama de imponchable.
–¿Tienes algún problema o estás enredado con alguien? –me interrogó el mánager en los vestidores–. Si es una mujer quien te está consumiendo, come bastantes proteínas: queso, almendras, esas vainas...
Él respetaba mi decisión de no comer carne, por eso militaba en su equipo.
–Eso sí, si se te atraviesa un buen caldo de pollo, no le digas que no –concluyó.
Una de esas tardes, cumplí 20 años. Al llegar al apartamento de Ingrid, una pequeña torta de chocolate me esperaba oculta en la nevera. Ella la había disimulado tras varias latas de refresco y de cerveza.
–¡Vamos a celebrarlo! –gritó y se abalanzó sobre mí, abrazándome como un nudo corredizo. Confieso que me asusté con su proposición, pues no soy amante de fiestas, supongo que por mi complejo de pésimo bailarín. Pero no había invitados. Era una celebración como debe ser o como a mí me gusta: sólo dos personas.
Para crear la ilusión de grupo, colocamos varias carátulas de discos cuyos intérpretes estuviesen retratados en ellas, sobre las sillas y los cojines esparcidos por la sala. Accionamos todos los móviles a la vez y cantamos abrazados, ella en inglés y yo en un conjunto de sonidos que tenía pretensiones de francés, el Cumpleaños Feliz.
Como la nevera tenía un desperfecto, la torta estaba congelada. Al comerla, tuvimos la impresión de estar masticando rebanadas del Partenón. El resto lo colocamos bajo dos lámparas y, tan pronto empezó a derretirse la crema, nos desnudamos y embadurnamos mutuamente con él. Luego, nuestros labios y lenguas se abocaron al doble banquete: mis cosquillas la obligaron a obviar mi vientre. Yo nada más lamí sus pechos.
–Mi amor –preguntó–, ¿qué te pasa? Te noto desganado. ¿Ya no te gusto?
Para ser sinceros, sí me gustaba –¡y cuánto!–, pero mis afirmaciones habían ido en declive. Sentía algo semejante a una ancianidad prematura.
Unas ojeras que casi semejaban un antifaz, tras mis anteojos, y una cierta textura de fantasma que se advertía aún a la distancia, me disuadieron de continuar la relación. Eso y que, en el tribunal debía mantener una lucha constante con el ambiente musical, pues los boleros y las baladas me adormecían, aceleró la ruptura.
El sentirme consumido, vaciado como un envase de pasta dental –para colmo, sin satisfacer plenamente a mi pareja–, me confrontó con toda seriedad y por primera vez en la vida con la certeza de mi propia muerte.
En verdad, la muerte había estado asociada a Ingrid desde nuestro primer encuentro pero sólo entonces me atemorizó su voracidad, sólo entonces sentí miedo de su insaciable agujero negro.
Entre lágrimas y reflexiones que procuraban aliviar mi aflicción, comprendí que el infierno y el paraíso son uno mismo y que cualquiera de ellos es simplemente la exageración del otro.
Como ella siempre llamaba, antes de irme a buscar, comencé a negarme.
–El ya no trabaja aquí: renunció ayer –respondió una tarde la secretaria que secundó mi cobardía.
–No, no está, ya le dije que renunció anteayer –y así, todas las tardes, hasta cinco días después.
Creía ya hallarme a salvo cuando, el sexto día, al abandonar el ascensor, divisé el renault rojo. En la semipenumbra del pasillo temí una delación. Me detuve sin saber qué hacer. En los días precedentes, no sólo me había repuesto, sino que la nostalgia había torpedeado mi razón.
Cuando me supe a punto de ceder, en el límite mismo de salir, inventar alguna excusa y reanudar mi exquisito calvario, un grupo de escribientes del tribunal vecino emergió del ascensor.
De inmediato, maquiné un círculo en el que yo ocuparía el centro, como el signo que los físicos asignan a la masa solar. Inventé una historia inverosímil y suficientemente desesperada como para que ninguno se negase a apoyarme. Minutos después, huí de manera vergonzosa y ruin.
Al parecer, ella no se percató de mi salida. O, pensé al abandonar el amparo del grupo, ni siquiera me esperaba a mí sino a otro, a alguno que conoció mientras yo jugaba al escondite.
Sentí curiosidad, pero no me quedé a despejar la duda, pues me encontré derrotado, no sólo en lo que yo había supuesto mi terreno, sino también con las que hasta unos meses antes había considerado mis mejores armas.
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Taller de literatura y cine
EL LABERINTO DE LA CIENCIA FICCIÓN


Una de los más interesantes géneros de la historia del cine y la literatura se está comenzando a desarrollar en Venezuela: la ciencia ficción.
Este taller presenta una visión panorámica sobre los personajes de la ciencia ficción y la forma como el cine y la literatura de este género han recreado antiguos mitos de la civilización. Luciano de Samosata, H.G. Wells, Fritz Lang, George Orwell, Terry Gilliam y muchos otros hacedores estarán presentes en esta travesía, a la cual están todos cordialmente invitados.
En este recorrido, los asistentes participarán en prácticas donde rastrearán y conocerán los más ingeniosos componentes de la ciencia ficción; al mismo tiempo descubrirán androides, cyborgs, mutantes, alienígenas y otras criaturas del Universo.
Las clases serán impartidas por la escritora Iliana Gómez Berbesí, durante 8 sábados consecutivos (dos meses) de 2 pm a 5:00 pm, en la sede de la organización Corriente Alterna, junto al Teatro Municipal, en el piso 6 del edificio Saverio Russo. El taller tiene un costo de 70 Bolívares Fuertes como inscripción y tres cuotas de 60 Bsf durante el transcurso de mismo. Para mayor información pueden escribir a prensacorrientealterna@gmail.com, visitar la página corriente-alterna.net o llamar a los teléfonos: (0212)4844865 y (0212)6140560, de lunes a sábado a partir de las dos de la tarde.

viernes, 16 de mayo de 2008

El relato que presento a continuación es inédito. Forma parte de un grupo de cuentos autobiográficos que tengo sin editar, cuyo título es La noche de las alcancías. Corresponde a un diálogo absolutamente real, aunque inverosímil, sostenido con una amiga, en los días del Caracazo. He cambiado todos los nombres personales, excepto el mío, por supuesto.
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¿CÓMO PUEDES SER TAN INSENSIBLE?


Estaba asomado a la ventana del apartamento, cuando sonó el teléfono.
La calle desierta por el toque de queda lucía extraña, como de escenario de película. Como de día festivo al amanecer.
Pero atardecía. El sol concluía su jornada y escondía sus penúltimos rayos en quién sabe qué bolsillos.
–Sí, ¿quién? –pregunté.
–¿Armando?
–Sí, ¿quién es?
–Soy Elsa –y, a continuación, mencionó su apellido.
–¿Cómo estás?
–Bien… Bien, dentro de lo que cabe… Con todo esto que está pasando.
–Sí. ¿Y tu mamá, tus hermanos?
–También están bien. Bueno, Carlota es la que ha estado un poco enferma. Tú sabes, el virus ese que está dando.
–¿La agarró el virus?
–Sí, y lo peor es que, cuando se prendió todo, ella estaba en el médico por eso.
–Vaya.
–Como tenía el carro en el taller mecánico, ese día le costó conseguir un taxi que le llevara a su casa y cuenta que lo tuvo que compartir con una señora que llevaba dos niñas e iba para un barrio.
–¿Le tocó hacer turismo de barrio? –bromeé.
–¡Ay, no te pongas chistoso que Carlota la pasó muy mal! Imagínate que el carro se metió al barrio José Félix Rivas, ahí en Petare, y tuvieron que esquivar de todo: barricadas, piedras… El chofer no quería seguir pero le daban lástima las dos niñas.
–¿Y Carlota?
–Iba aterrada, en el asiento junto al chofer. Por fin, cuando salieron y regresaron a la autopista, ella sintió que iba sobre algo mojado y era que se había hecho pipí. ¿Puedes creerlo?
–¿Y tú estás bien? ¿Tu nena? ¿Isaías?
–Ellos también están bien, gracias a Dios.
–Nosotros, aquí, en casa, nos dimos cuenta de que estaba pasando algo grande porque fuimos al Parque del Este, a trotar, y escuchamos muchos disparos. Luego, cuando volvimos a Sabana Grande, vimos que el supermercado cercano tenía una cola larga de personas, tratando de entrar a comprar.
–¿Y pudiste comprar bastante comida? Mira que esto parece que va para largo.
–Sí, yo había hecho mercado la tarde anterior pero el dueño, apenas me vio, me dijo lo mismo que me acabas de decir y me ofreció que llevara lo que necesitara y que le pagara después.
–¿Y lo hiciste?
–¡Claro! Compré suficiente pasta, azúcar, arroz, sal, leche en polvo, caraotas y lentejas como para dos o tres meses.
–Así hice yo también y ahora tengo la despensa a reventar. Pero si esto sigue, no sé cuánto me pueda durar.
–Esta situación no va a ser eterna.
–No, yo sé que no, pero a mí me preocupa que empeore. ¿No has oído los rumores?
–No sé cuáles: hay tantos.
–El de que la gente de los cerros va a bajar y va a saquear todas las casas y los edificios.
–Yo no creo.
–Pues, tienes que creerlo, porque eso está por pasar…
–No…
–A Isaías se lo dijo un general, que había planes en varios barrios de Caracas para bajar de los cerros y saquearlo todo.
–A mí eso me parece exagerado: eso es un rumor y más nada.
–Aquí, en mi edificio y en los cuatro edificios cercanos, los vecinos nos estamos preparando y, precisamente, por eso es que te estoy llamando.
–¿Se están preparando?
–Sí. ¿Tú todavía eres presidente de condominio?
–Todavía.
–Yo te estoy llamando porque los vecinos hemos decidido que, si la gente baja de los cerros y viene a saquear, nosotros tenemos que estar preparados.
–Ya me dijiste. ¿Y en qué consiste esa preparación?
–Con las armas que cada quien tiene en su casa y otras que hemos comprado con una partida especial del condominio, hemos montado un pequeño arsenal en la terraza y queremos instalar un caldero gigante.
–No entiendo.
–Tú eres inteligente para otras cosas pero lo que es para las estrategias militares…
–¿Estrategias militares? ¿No te parece que estás exagerando?
–¿¡Exagerando?! ¡¿Es que tú no ves las noticias?! ¡¿No ves que este país se está yendo por el caño del desagüe?!
–Discúlpame, pero yo no lo veo así.
–Armando, óyeme: lo que te quiero decir es que la situación es tan grave que amerita acciones desesperadas.
–Perdóname, Elsa, pero honestamente…
–Déjame decirte para qué te llamo y después me das las opiniones que quieras.
–Habla.
–Los propietarios de los edificios de alrededor y donde yo vivo hemos decidido poner, en cada terraza, una caldero gigante, de esos de hacer comidas en los cuarteles…
–¿Para cocinar colectivamente, en caso de que tengan que hacerlo?
–¡No!, ¡Déjame explicarte! ¡Queremos poner el caldero en la terraza, justo sobre la entrada, y llenarlo de aceite hirviendo, para que cuando venga la chusma de los cerros a saquear, se lo echemos encima y así nos dejen en paz!
–…
–Armando, ¿estás ahí?
–Sí.
–¿Qué te parece lo que te estoy diciendo?
–¿Tú estás hablando en serio?
–¡Claro! ¿Algo de lo que te he dicho te suena a broma?
–A lo que me suena es a Edad Media.
–Te sonará a lo que tú quieras, pero es algo que a todos nos parece necesario. Si después de echarles el aceite insisten en meterse en nuestros edificios, entonces sí tendríamos que apelar al arsenal y dispararles.
–Ya va. ¿Estás segura de que no me estás llamando en broma?
–Tú me conoces: yo no soy persona de estar haciendo bromas, y menos en momentos como éste, cuando la seguridad de los míos está en juego.
–¿Y qué es lo que quieres que yo haga, como presidente de condominio?
–Bueno, que como uno de los vecinos del edificio de al lado conoce a una persona que fabrica esos calderos, esta persona le dijo que si los comprábamos por docena nos saldrían más baratos, casi a mitad de precio.
–¿Y quieres que yo también compre uno?
–¡Eso mismo! ¡Es que pensé en ti, pensé en Chichi, que también es presidenta de condominio! ¡Si nos juntamos, podemos hasta ahorrar!
–Mira, Elsa, a mí eso me parece un disparate.
–¿Cómo te puede parecer un disparate el que uno se resguarde, el que uno vele por la seguridad de los suyos?
–Es que echar aceite hirviendo sobre las personas no me parece que sea una forma de velar por quienes uno quiere.
–¿Te vas a meter en la lista de pedidos o no? ¡Dímelo rápido, que no podemos perder tiempo!
–No, Elsa, yoooo…
–¡Ay, Armando José, contigo no se puede. ¿Cómo puedes ser tan insensible? –y colgó.
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La fotografía que acompaña esta nota es del excelente fotógrafo venezolano Frasso.

viernes, 9 de mayo de 2008

El cuento que figura a continuación es una obra maestra del género, debida al escritor ruso Antón Chejov. Para no distraer de su lectura, la publico en solitario.
Gracias por acceder a esta página electrónica. Es un honor verdadero contar con su presencia.
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EL CAMALEÓN

Anton Chejov


El inspector de policía Ochumélov, con su capote nuevo y un hatillo en la mano, cruza la plaza del mercado. Tras él camina un municipal pelirrojo con un cedazo lleno de grosellas decomisadas. En torno reina el silencio... En la plaza no hay ni un alma... Las puertas abiertas de las tiendas y tabernas miran el mundo melancólicamente, como fauces hambrientas; en sus inmediaciones no hay ni siquiera mendigos.
–¿A quién muerdes, maldito? –oye de pronto Ochumélov–. ¡No lo dejen salir, muchachos! ¡Ahora no está permitido morder! ¡Sujétalo! ¡Ah... ah!
Se oye el chillido de un perro. Ochumélov vuelve la vista y ve que del almacén de leña de Pichuguin, saltando sobre tres patas y mirando a un lado y a otro, sale corriendo un perro. Lo persigue un hombre con camisa de percal almidonada y el chaleco desabrochado. Corre tras el perro con todo el cuerpo inclinado hacia delante, cae y agarra al animal por las patas traseras. Se oye un nuevo chillido y otro grito: “¡No lo dejes escapar!” Caras soñolientas aparecen en las puertas de las tiendas y pronto, junto al almacén de leña, como si hubiera brotado del suelo, se apiña la gente.
–¡Se ha producido un desorden, señoría!... –dice el municipal.
Ochumélov da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia el grupo. En la misma puerta del almacén de leña ve al hombre antes descrito, con el chaleco desabrochado, quien ya de pie levanta la mano derecha y muestra un dedo ensangrentado. En su cara de alcohólico parece leerse: “¡Te voy a despellejar, granuja!”; el mismo dedo es como una bandera de victoria. Ochumélov reconoce en él al orfebre Jriukin. En el centro del grupo, extendidas las patas delanteras y temblando, está sentado en el suelo el culpable del escándalo, un blanco cachorro de galgo de afilado hocico y una mancha amarilla en el lomo. Sus ojos lacrimosos tienen una expresión de angustia y pavor.
–¿Qué ha ocurrido? –pregunta Ochumélov, abriéndose paso entre la gente–. ¿Qué es esto? ¿Qué haces tú ahí con el dedo?... ¿Quién ha gritado?
–Yo no me he metido con nadie, señoría... –empieza Jriukin, y carraspea, tapándose la boca con la mano–. Venía a hablar con Mitri Mítrich, y este maldito perro, sin más ni más, me ha mordido el dedo... Perdóneme, yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo... Es una labor muy delicada. Que me paguen, porque puede que esté una semana sin poder mover el dedo... En ninguna ley está escrito, señoría, que haya que sufrir por culpa de los animales... Si todos empiezan a morder, sería mejor morirse...
–¡Hum!... Está bien... –dice Ochumélov, carraspeando y arqueando las cejas–. Está bien... ¿De quién es el perro? Esto no quedará así. ¡Les voy a enseñar a dejar los perros sueltos! Ya es hora de tratar con esos señores que no desean cumplir las ordenanzas. Cuando le hagan pagar una multa, sabrá ese miserable lo que significa dejar en la calle perros y otros animales. ¡Se va a acordar de mí!... Eldirin –prosigue el inspector, volviéndose hacia el guardia–, infórmate de quién es el perro y levanta el oportuno atestado. Y al perro hay que matarlo. ¡Sin perder un instante! Seguramente está rabioso... ¿Quién es su amo?
–Es del general Zhigálov –dice alguien.
–¿Del general Zhigálov? ¡Hum!... Eldirin, ayúdame a quitarme el capote... ¡Hace un calor terrible! Seguramente anuncia lluvia... Aunque hay una cosa que no comprendo: ¿cómo ha podido morderte? –sigue Ochumélov, dirigiéndose a Jriukin–. ¿Es que te llega hasta el dedo? El perro es pequeño, y tú, ¡tan grande! Has debido de clavarte un clavo y luego se te ha ocurrido la idea de decir esa mentira. Porque tú... ¡ya nos conocemos! ¡Los conozco a todos, diablos!
–Lo que ha hecho, señoría, ha sido acercarle el cigarro al morro para reírse, y el perro, que no es tonto, le ha dado un mordisco... Siempre está haciendo cosas por el estilo, señoría.
–¡Mientes, tuerto! ¿Para qué mientes, si no has visto nada? Su señoría es un señor inteligente y comprende quién miente y quién dice la verdad... Y, si miento, eso lo dirá el juez de paz. Él tiene la ley... Ahora todos somos iguales... Un hermano mío es gendarme... por si quieres saberlo...
–¡Basta de comentarios!
–No, no es del general. observa pensativo el municipal–. El general no tiene perros como éste. Son más bien perros de muestra...
–¿Estás seguro?
–Sí, señoría...
–Yo mismo lo sé. Los perros del general son caros, de raza, mientras que éste ¡el diablo sabe lo que es! No tiene ni pelo ni planta... es un asco. ¿Cómo va a tener un perro así? ¿Dónde tienen la cabeza? Si este perro apareciese en Petersburgo o en Moscú, ¿saben lo que pasaría? No se pararían en barras, sino que, al momento, ¡zas! Tú, Jriukin, has salido perjudicado; no dejes el asunto... ¡Ya es hora de darles una lección!
–Aunque podría ser del general... –piensa el guardia en voz alta–. No lo lleva escrito en el morro... El otro día vi en su patio un perro como éste.
–¡Es del general, seguro! –dice una voz.
–¡Hum!... Ayúdame a ponerme el capote, Eldirin... Parece que ha refrescado... Siento escalofríos... Llévaselo al general y pregunta allí. Di que lo he encontrado y que se lo mando... Y di que no lo dejen salir a la calle... Puede ser un perro de precio, y si cualquier cerdo le acerca el cigarro al morro, no tardarán en echarlo a perder. El perro es un animal delicado... Y tú, imbécil, baja la mano. ¡Ya está bien de mostrarnos tu estúpido dedo! ¡Tú mismo tienes la culpa!...
–Por ahí va el cocinero del general; le preguntaremos... ¡Eh, Prójor! ¡Acércate, amigo! Mira este perro... ¿Es de ustedes?
–¡Qué ocurrencias! ¡Jamás ha habido perros como éste en nuestra casa!
–¡Basta de preguntas! –dice Ochumélov–. Es un perro vagabundo. No hay razón para perder el tiempo en conversaciones... Si yo he dicho que es un perro vagabundo, es un perro vagabundo... Hay que matarlo y se acabó.
–No es nuestro –sigue Prójor–. Es del hermano del general, que vino hace unos días. A mi amo no le gustan los galgos. A su hermano...
–¿Es que ha venido su hermano? ¿Vladímir Ivánich? –pregunta Ochumélov, y todo su rostro se ilumina con una sonrisa de ternura–. ¡Vaya por Dios! No me había enterado. ¿Ha venido de visita?
–Sí...
–Vaya... Echaba de menos a su hermano... Y yo sin saberlo. ¿Así que el perro es suyo? Lo celebro mucho... Llévatelo... El perro no está mal... Es muy vivo... ¡Le ha mordido el dedo a éste! Ja, ja, ja... Ea, ¿por qué tiemblas? Rrrr... Rrrr... Se ha enfadado, el muy pillo... Vaya con el perrito...
Prójor llama al animal y se aleja con él del almacén de leña... La gente se ríe de Jriukin.
–¡Ya nos veremos las caras! –le amenaza Ochumélov, y, envolviéndose en el capote, sigue su camino por la plaza del mercado.

viernes, 2 de mayo de 2008

Lectoras y lectores de Caravasar: reciban un saludo fraterno y mi agradecimiento por visitar este blog.
El material de la semana lo componen dos textos: un poema de mi libro Passarola y una serie de recomendaciones que, medio en serio, medio en broma, sirven de guía para quienes se inician en la escritura literaria. Aunque lo he visto en numerosos espacios electrónicos, igual lo reproduzco, pues creo que su lectura vale la pena.
La primera vez que lo vi, era un decálogo. Ya hoy es un bidecálogo, valga el neologismo. Como se observa, esta versión acaba de pasar por México.
Espero disfruten ambos textos. Los publico con ese propósito.

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EL POEMA


Polluelo de águila, el poema nace sobre la roca. Invoca sortilegios a la intemperie. Se fortalece en el tiempo.
Un día salta al vacío, aletea con desesperación. Crece años de un instante al siguiente. Recorre el sendero invisible que se abre ante él. Se posa con suavidad en la alba llanura: para que tú lo mires.
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20 CONSEJOS
PARA CONVERTIRSE
EN ESCRITOR


Ésta es una recopilación de las 20 normas básicas y decisivas que todo aspirante a escritor deberá tener en cuenta, si quiere llegar a ser un novelista de éxito y codearse con los best-sellers.
Algunas nos las han hecho llegar y otras son fruto de nuestra propia experiencia editorial. Cuantas más pautas se dominen, más posibilidades tendrá un autor de destacarse en su nueva profesión. Aquí van:
1. Lo primero: conoser vien la hortografia.
2. Cuide la concordancia, el cual son necesaria para que usted no caigan en aquello errores.
3. Ponga comas puntos signos de interrogación o dos puntos rayas siempre que corresponda si no poco se entienden las relaciones entre las palabras la jerarquía entre las ideas. Y cuando, use los signos de: puntuación, póngalos; correctamente!.
4. Lo mejor es esquivar la reiteración de sonidos en la oración. La proposición es buscar una opción que no rime con lo dicho con antelación.
5. Evite las repeticiones, evitando así repetir y repetir lo que ya ha repetido repetidamente.
6. Trate de ser claro; no use hieráticos, herméticos o errabundos gongorismos que puedan jibarizar las más enaltecidas ideas.
7. Imaginando, creando, planificando, un escritor no debe aparecer equivocándose, abusando de los gerundios. Tratando siempre, sobre todo, de no estar empezando una frase con uno.
8. Correcto para ser en la construcción, caer evite en trasposiciones.
9. Tome el toro por las astas, haga de tripas corazón y no caiga en lugares comunes. Calavera no chilla.
10. ¡Voto a Belcebú!... creo a pies juntillas que deben evitarse las antiguallas que obscurecen el texto.
11. Si algún lugar es inadecuado en la frase para poner colgado un verbo, el final de un párrafo lo es.
12. ¡¡¡Por el amor de Dios!!!!, no abuse de las exclamaciones. NI de las Mayúsculas. Recuerde, además, que la cantidad de puntos suspensivos es siempre fija....... (¡solo tres!)
13. Pone cuidado en las conjugaciones cuando escribáis.
14. No utilice nunca doble negación.
15. Evite usar el adjetivo "mismo" como si fuera un pronombre; el mismo está para otra cosa.
16. Aunque se usen poco, es importante emplear los apóstrofo's correctamente.
17. No olvide poner las tildes que correspondan. Mas aun cuando es importante conocer cual es la significacion de una palabra, en caso de que haya una opcion con tilde y sin ella.
18. Procure "no poner" comillas "innecesariamente". No es un recurso para "resaltar" sino para "mencionar" una "voz ajena" al texto.
19. Procurar nunca los infinitivos separar demasiado.
20. Y con respecto a frases fragmentadas.
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viernes, 25 de abril de 2008

El día de hoy amaneció nublado y se tornó lluvioso en Valencia. Ayer diluvió en la ciudad y ésta no sólo se renovó sino que se inundó de lagunas, en las que los automóviles naufragaban como escarabajos de una especie extraterrestre.
Cerca de donde vivo cayó un rayo con tanta fuerza que removió la tierra y dejó al vecindario sin energía eléctrica. En ese momento, trataba de adelantar el material que hoy debía aparecer en esta edición de
Caravasar.
Por supuesto, el crashboom que estremeció la zona borró la introducción que hacía, y me condujo a desconectar todos los aparatos eléctricos de la casa, para prevenir que el retorno de la energía pudiera dañarlos.
Casi tres horas más tarde, cuando quise retomar el texto, descubrí que recordaba sobre qué quería hablar pero no cómo decirlo. Y, dado que no se trataba de un texto merecedor de alabanzas, loas, elogios, prebendas, premios o reconocimientos, lo dejé en el limbo sin ningún remordimiento.
Pensaba incluir, como el texto propio que habitualmente publico, una crónica que no sentía terminada y, dado que el meteoro la borró, consideré que la selección natural estaba obrando y la guardé para revisarla después.
Cuento esto no para justificar que hoy sólo presente un estupendo texto del escritor mexicano Juan Villoro, sino para explicar porqué dicho texto va en solitario.
Nada más me queda invitarles a disfrutarlo. No tiene desperdicio, como dicen.

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DÍAS ROBADOS:
EL CRIMEN VIRTUAL


Juan Villoro


Nabokov aconsejaba escribir la palabra "realidad" entre comillas. ¿Qué garantías tenemos de que nuestra versión de los hechos sea auténtica? Aunque los tribunales y los periódicos viven para cortejarla, la verdad es compañía escurridiza. Por eso asombran tanto los novelistas que pretenden captar las cosas "como son" y se esfuerzan porque sus personajes beban un café en tiempo real; a veces, en un alarde hiperrealista dedican tres páginas a que un protagonista se quite el abrigo. Esta insoportable lentitud de lo real aspira a que la prosa sea como un perro de paladar negro, con pedigrí de autenticidad, ejercicio bastante absurdo, tomando en cuenta que el arte no es menos verídico por ser inventado. Las inverificables hazañas del Rey Arturo determinan nuestro tiempo y nuestros videojuegos con mayor poderío que numerosos sucesos reales. En este sentido, también llama la atención el ardid publicitario de anunciar una película como "una historia verdadera". ¿La trama mejora o es más creíble por el hecho de que los protagonistas tengan tipo sanguíneo y código postal? En modo alguno. La verosimilitud de las historias depende de su lógica interna, no de testigos que puedan avalarla. Por lo demás, nada nos protege de que la frase "una historia verdadera" sea precisamente una mentira.
Una vez dichas, las palabras adquieren entidad propia. Como sostiene Juan José Saer, resulta una simplificación considerar que la invención literaria es lo contrario a la verdad: "La ficción no es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria (...). La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad". En la marea de lo cotidiano sobran muchas cosas, pero suelen faltar detalles significativos. El narrador debe agregarlos para hacer convincentes los sucesos.
Quizá los publicistas deberían proceder al revés y garantizar un bienestar rigurosamente imaginario. Sin embargo, a pesar de que Oscar Wilde dejó una de las frases más repetidas de Occidente, "la realidad imita al arte", las formas de representación no gozan de prestigio en una sociedad ávida de certezas, fórmulas comprobables y tangibles como la cocción de un huevo en dos minutos. "Científicamente hablando", escribe Wilde en La decadencia de la mentira, "la base de la vida —la energía de la vida, como diría Aristóteles— no es sino el deseo de expresión, y el arte va presentando formas diversas a través de las cuales la expresión puede cumplirse. La vida se apodera de ellas y las utiliza, aunque sea para su propio daño". Me interesa en especial la última parte de la cita: la vida copia las invenciones, aunque sea para perjudicarse.
A diferencia de los amigos del realismo, los delincuentes desafían lo ordinario con verdadero arte y entienden la veracidad de lo representado más rápido que la policía. Debo al antropólogo Néstor García Canclini una elocuente anécdota al respecto. En México, los criminales han alterado la experiencia no siempre dramática de ir al cine. A la entrada de una sala un par de chicas aplican cuestionarios para una presunta encuesta y se concentran en espectadores adolescentes. Con criterio sociométrico hacen suficientes preguntas para determinar el nivel de ingresos de sus padres; luego, solicitan un teléfono para participar en la rifa. Los muchachos entran al cine mientras los encuestadores practican una rápida valoración económica y hablan al teléfono más prometedor. Si hasta ese momento han actuado como sociólogos, ahora lo hacen como escritores. Describen la ropa que lleva el adolescente en cuestión (sin olvidar los detalles que otorgan verosimilitud: los frenos en los dientes, el arete en la nariz, el llavero con un personaje de Toy Story), informan con frialdad operativa que lo tienen secuestrado y piden un rescate asequible. Los padres son citados en el estacionamiento del cine, justo al término de la película. La ecología del miedo que domina el D.F: hace que la historia suene no sólo lógica sino casi inevitable. Los padres depositan la bolsa con dinero en un bote de basura del estacionamiento. Minutos después, los hijos son "liberados": salen del cine sin saber que fueron rehenes de un secuestro conjetural pero en modo alguno falso.
En ocasiones, los "secuestrados" ven en la pantalla una "historia verdadera", sin saber que la representación a la que han dado lugar adquiere mientras tanto una más dolorosa realidad.
De algún modo, también la lectura es un secuestro virtual, y acaso se trate del único antídoto contra las formas adversas de la representación. Los lectores están mejor adiestrados para discernir en qué momento alguien trata de convertirlos en personajes, figuras de convincente virtualidad, ideales para delinquir.
El secuestro es una de las muchas variables de la prometedora "criminalidad de invención" donde las coartadas, las víctimas y los botines se decidirán a partir de fabulaciones. Aunque se sirven de rudimentos literarios para refutar la realidad, los facinerosos del género requieren otros artefactos de comunicación. Es de suponerse el empujón que les darán los nuevos teléfonos celulares que también toman fotografías y se conectan a Internet. Las posibilidades expresivas y delictivas de este artificio son infinitas. Ya las descubrirán quienes, al modo de Wilde, saben que la vida copia las invenciones, aunque sea para perjudicarse.
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Tomado de la revista Letras Libres, febrero de 2003.
Encontrado en:

domingo, 20 de abril de 2008

Hoy salimos con dos días de retraso. Ello por imprevisión mía. Salí de viaje y olvidé montar el blog. Lo recordé cuando ya atravesaba nubes, a bordo del avión que me trasladaba. Pensé que podría montarlo desde donde iba pero las actividades y los traslados me lo impidieron.
Ya regresé y aquí va
Caravasar. Va con un único texto, relativo al calendario gregoriano, ese que produjo la coincidencia de que los mayores exponentes de la literatura en lengua española e inglesa murieran en la misma fecha, mas no en el mismo día.
Tal coincidencia se celebra en nuestro tiempo y en Hispanoamérica como el Día del Libro y del Idioma.
El texto es de mi autoría y forma parte de mi libro
Funeral para una mosca.
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DIEZ DÍAS QUE NADIE VIVIÓ



El calendario Gregoriano por el cual se rigen los días en la mayoría de los países del mundo fue creado en 1582 por el papa de entonces, Gregorio XIII.
Hasta esa fecha, Europa y las regiones de otros continentes por donde se había extendido el Imperio Romano se regían por el calendario Juliano, llamado así porque lo había establecido el emperador Julio César, aunque su creador había sido el astrónomo griego Sosígenes.
Pero este calendario tenía 365 días y un cuarto lo cual, pese a que cada cuatro años había como ahora uno bisiesto, generaba un error anual de once minutos.
La suma de esos once minutos durante varios siglos hizo que, en 1582, el Equinoccio de Primavera tuviera un retraso de diez días.
Para solucionar tal atraso, al tiempo que ordenó la implantación del nuevo calendario, el papa Gregorio XIII decretó que la fecha siguiente al 5 de octubre de 1582 debía ser el 15 del mismo mes y año y no el 6, con lo que puede decirse que desaparecieron diez días de la historia.
Esta desaparición resultó traumática en su momento y generó algunas curiosidades históricas, no sólo ese año y en las décadas siguientes, sino incluso hasta los últimos años del siglo XIX.
El año más corto que ha existido
Entre los muchos trastornos que el cambio de calendario provocó en el mundo cristiano de la época, el más recordado fue el descalabro económico que sufrieron millones de personas: los trabajadores, por ejemplo, perdieron esos diez días de salario, los banqueros los perdieron de intereses y los caseros de alquileres.
El cambio produjo, además, el que ha sido el año más corto de la historia, ya que 1582 sólo tuvo 355 días.
El más largo había sido el año 46 antes de Cristo, precisamente cuando el calendario Juliano había sustituido al calendario Egipcio, que había regido hasta entonces.
Para ello, el emperador Julio César se vio obligado a agregar dos meses adicionales a los doce conocidos y a aumentar el número de días de febrero de 28 a nada menos que 51. Ambos añadidos se hicieron para compensar las diferencias que se producían en relación con el calendario Egipcio.
Pero volviendo a lo ocurrido en 1582, ese año, pese a las protestas que se extendieron por toda la Cristiandad, Gregorio XIII mantuvo su decisión de cambiar el calendario, lo cual ocasionó los tres episodios históricos sobre los cuales hablaremos a continuación.
La misma fecha, mas no el mismo día
El primero de tales episodios se produjo coincidencialmente, el mismo 4 de octubre de 1582.
Ese día y a la edad de 67 años, falleció la religiosa y escritora mística Teresa de Cepeda y Ahumada, conocida como Santa Teresa de Jesús y también como Santa Teresa de Ávila.
Pero su entierro, realizado al día siguiente de su muerte, no se produjo el día 5, sino el 15 de octubre de ese año de 1582, una vez que se corrieron las diez fechas atrasadas en el anterior calendario.
Treinta y cuatro años más tarde, ocurrió el segundo episodio histórico curioso, generado porque Inglaterra se negó a adoptar el calendario Gregoriano hasta 1752 y, en consecuencia, siguió rigiendo sus días hasta esa fecha por el Juliano.
Debido a ello, hoy se conmemora en la misma fecha la muerte de los dos más grandes escritores de las lenguas española e inglesa, esto es, Miguel de Cervantes y Saavedra y William Shakespeare.
A los efectos históricos, ambos fallecieron en la misma fecha -23 de abril de 1616-, pero en verdad no murieron el mismo día, ya que existía la diferencia de diez días entre el calendario Gregoriano usado por los españoles y el Juliano empleado por los ingleses.
Un desfase olímpico
Los dos últimos países europeos en aceptar el cambio del calendario Juliano por el Gregoriano fueron Rusia y Grecia, que lo hicieron en el siglo XX: Rusia en 1918 y Grecia en 1923.
La negativa de Grecia a adoptar el calendario Gregoriano tuvo consecuencias curiosas, aún a finales del siglo XIX, específicamente en 1896, cuando se realizaron en ese país los primeros Juegos Olímpicos de los tiempos modernos.
Como entonces el atraso del calendario Juliano con respecto al Gregoriano ya era de once días, existía una diferencia de fechas entre el país anfitrión y la mayoría de las naciones participantes en los Juegos.
Sin embargo, como fueron muy pocas las delegaciones extranjeras que pudieron asistir, debido a los altos costos del viaje, la confusión de fechas sólo afectó al equipo olímpico de los Estados Unidos, que llegó a territorio griego con esos once días de anticipación.
Como nadie los esperaba entonces, los atletas estadounidenses se encontraron en territorio griego, sin alojamiento ni comidas, ni tampoco traslados. Pero el pueblo griego se hizo cargo de ellos y los alojó en casas de familia, durante esos once días. Días que, por cierto, le sirvieron a los estadounidenses para aclimatarse y tener la misma ventaja que los anfitriones frente al resto de los competidores.
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Funeral para una mosca, Colección Debate, Random House Mondadori, Caracas, 2005.

viernes, 11 de abril de 2008

Esta edición consta de dos textos, como es habitual: uno mío y otro ajeno. El mío forma parte de mi libro Ciencia para leer, al cual le estoy buscando editor para su segunda edición. La primera la hizo el Ipasme, una institución venezolana que agrupa a los docentes de primaria y secundaria del país.
El segundo texto es de Papá Andersen, el gran autor de cuentos para niños y jóvenes, de cuyo natalicio se cumplieron el 2 de abril 203 años. El que presento es uno de sus cuentos menos conocidos.
Como todas las semanas, les doy las gracias por haberse asomado aquí y espero que disfruten las lecturas.

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POR QUÉ CRUJEN LAS PAPAS FRITAS

Un producto comestible sumamente popular y destinado, principalmente, al público infantil y juvenil, se elabora de un modo nada inocente: veamos cómo.


Uno de los comestibles industrializados de mayor venta en los países de Occidente, especialmente en Estados Unidos, son las llamadas patatas chips que, aparentemente, son delgadas láminas de papa, fritas en aceite.
Y decimos “aparentemente”, porque en verdad lo que menos contiene este producto son porciones del tubérculo llamado papa.
La patata chip o papita frita, como la llamamos en Venezuela, es en realidad uno de los productos más perfectos creados en los laboratorios de las industrias procesadoras de alimentos.
Su creación fue encargada hace algún tiempo a un grupo de reólogos, es decir, a especialistas en el arte de hacer crujir la comida.
Según se determinó décadas atrás, los alimentos crujientes resultan más atractivos y apetitosos que aquellos que no lo son.
De allí que a las papitas fritas se les agreguen diferentes sustancias que las hacen crepitar exageradamente, en lugar de proteínas o vitaminas que las enriquezcan como el producto alimenticio que pretenden ser.
¡Vaya mezcla!
Una primera razón por la que las papitas fritas son apetitosamente crujientes la constituye su diseño.
Los diversos ingredientes con las que son elaboradas se reducen previamente a una masa homogénea que, después, es cortada en láminas de un tamaño demasiado grande para caber cómodamente en la boca.
Si no se les corta con las manos, son los incisivos los que tienen que cumplir esta tarea, ayudados por la lengua.
Pero como cualquier alimento que tome contacto con la lengua, se empapa de saliva y se reblandece, los reólogos estudiaron una manera de evitar que esto ocurriese.
Se descubrió que los productos que crujen naturalmente, como la lechuga, la zanahoria o la manzana, lo hacen porque cuentan con diminutos depósitos de agua que estallan al ser mordidos.
Como a las patatas chips o papitas fritas no se les puede rellenar de agua, porque se dañarían en las estanterías de los almacenes, en las fábricas se les llena de aire, en una porción que increíblemente ocupa el 80 por ciento de cada lámina de papa.
Dado que se requiere que las paredes de las células de aire ofrezcan suficiente resistencia, para vibrar con mayor volumen al romperse, las láminas de papa son recubiertas con almidón, del mismo que se emplea para endurecer el cuello de las camisas.
Mas, como el almidón tiende a pulverizarse con el tiempo, se le fija con una cantidad de grasa que constituye entre el 40 y el 60 por ciento del peso total de cada lámina de papa.
Esta grasa –un producto de desecho de otros procesos de fabricación de alimentos–, es la que garantiza la rigidez característica de las papitas fritas.
Sobre esta grasa, se fijan los sabores artificiales característicos de las patatas chips, cuya misión es disfrazar el verdadero gusto de tan abominable mezcla.
Dos aclaratorias
Un último detalle: la batalla que se libra para abrir un paquete de papas fritas no obedece al empleo de papeles defectuosos, ni a falta de previsión de los fabricantes, sino a lo contrario: aunque usted no lo crea, el recital de crujidos que se produce durante ese arduo combate ha sido perfectamente calculado para activar las glándulas salivales y poner a tono al desprevenido consumidor.
Antes de cerrar esta nota, es bueno aclarar que no todas las papas fritas que se consiguen en el mercado venezolano se elaboran del modo reseñado.
Por fortuna, hay productores de comestibles, tanto nacionales como del exterior, que ofrecen papas verdaderas, cortadas en láminas delgadas, y fritas sin someterlas al horrendo proceso que hemos descrito.
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LA GOTA DE AGUA

Hans Christian Andersen


Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe duda. Se diría casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera.
Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible–Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas y, si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance.
El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente.
–¡Qué asco! –exclamó el viejo Crible–Crable–. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas?
Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería.
–Hay que darles color, para poder verlos más bien –dijo, y les vertió encima una gota de un líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos.
–¿Qué tienes ahí? –le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo bueno de él.
–Si adivinas lo que es –respondió Crible–Crable–, te lo regalo; pero no es tan fácil acertarlo, si no se sabe.
El brujo innominado miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corría desnuda. Era horrible, pero más horrible era aún ver cómo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y arañaban, mordían y desgreñaban. El que estaba arriba quería irse abajo y viceversa.
–¡Fíjate, fíjate!, su pata es más larga que la mía. ¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un chichón detrás de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavía le va a doler más.
Y se echaban sobre él, y lo agarraban, y acababan comiéndoselo por culpa del chichón. Otro permanecía quieto, pacífico como una doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.
–¡Es muy divertido! –dijo el brujo.
–Sí, pero ¿qué crees que es? –preguntó Crible–Crable–. ¿Eres capaz de adivinarlo?
–Toma, pues es muy fácil –respondió el otro–. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
–¡Es agua del charco! –contestó Crible–Crable.

viernes, 4 de abril de 2008

Hoy sólo aparece un cuento de un notable escritor salvadoreño, Salvador Arrué (“Salarrué”), del que hoy, muy pocos se acuerdan.
Puede parecer un escritor costumbrista pero, tras esa fachada, hay muchísimo más.
A los lectores y lectoras que deseen conocer más a este formidable narrador, les invito a bajar totalmente gratis una recopilación de sus mejores cuentos, en el portal Biblioteca Ayacucho Digital, de la editorial venezolana del mismo nombre. Al entrar a la dirección electrónica que copiamos a continuación, encontrarán el libro de Salarrué, El ángel del espejo, en la segunda página y bajo el No. 16 de la colección.
La dirección es:

http://www.bibliotecayacucho.gob.ve/fba/index.php?id=103
Allí pueden bajar muchos otros títulos de esta excelente editorial, en forma totalmente gratuita.
Por favor, disfruten la lectura de cuanto bajen.
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SEMOS MALOS

Salarrué

Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.
-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen...
-Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.
-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.
-Apechálo, no siás bruto.
«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.
El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.
-¡Tata: brán tamagases?...
-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-Estírate, pué...
-No puedo, tata, mucho yelo...
-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.


Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.
Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».
-Te dijo ques fológrafo.
-¿Vos bis visto cómo lo tocan?
-iAjú!... En los bananales los ei visto...
-¡Yastuvo!...
La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.
Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...
Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.
Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.
Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.
Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron...
Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:
-Semos malos.
Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.
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Aparecido originalmente en el libro Cuentos de barro, San Salvador, 1933. Reproducido de El ángel del espejo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2007.

viernes, 28 de marzo de 2008

Los dos textos de esta edición son los siguientes: un cuento de mi libro Caída del cielo y fragmentos de una entrevista hecha a Ernest Hemingway, en 1958.
Mi cuento se titula “Un perro llamado Mussolini” y la entrevista “Un detector de mierda incorporado”. Es la misma entrevista a la cual alude Chuck Palahniuk, en su novela Fantasmas.
Que los disfruten.

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UN PERRO LLAMADO “MUSSOLINI”


Para evitar que le robaran su automóvil, el tío Ramón Enrique compró un perro que llamó “Mussolini”, al que le enseñó todo tipo de ferocidades.
Durante los dos meses que estuvo entrenándolo, sólo le dio de comer carne cruda y, como postre, un plato de ajíes picantes, rociados con vinagre.
Para que no durmiera y estuviera siempre alerta y dispuesto al ataque, el tío puso en la jaula donde vivía Mussolini una alarma que sonaba cada media hora y que sólo se apagaba si el perro apretaba un botón con una de sus patas.
En esos dos meses, Mussolini arrancó con los dientes dos de los árboles que había en el patio, mientras perseguía a una lagartija; destrozó a mordiscos tres televisores porque no le gustaba cuando interrumpían las películas con comerciales e impuso un toque de queda en la casa y en seis manzanas a la redonda, entre las ocho de la noche y las cinco de la madrugada.
A la primera de esas horas el tío, vestido con una armadura de acero inoxidable, lo sacaba de su jaula y a la segunda lo volvía a meter.
Para probar qué tan buen perro guardián era, un sábado el tío fue al centro de Barquisimeto y dejó al auto y a Mussolini en una calle transversal.Cuando volvió, una hora después, el auto estaba en el mismo lugar, pero se habían robado a Mussolini.
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UN DETECTOR DE MIERDA
INCORPORADO


Esta entrevista a Ernest Hemingway, de la cual ofrecemos un fragmento, fue realizada por George Plimton y publicada originalmente en la revista The Paris Review en 1958. Fue transcrita desde el diario Clarín (Chile), edición del 18 de julio de 1999.


–¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario rígido?
–Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un relato escribo cada mañana, en cuanto hay luz. A esa hora nadie molesta y está fresco o frío, y uno se pone a trabajar y se caldea a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito y, como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación, uno sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda resto y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí uno se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Uno ha empezado, digamos, a la seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejar antes. Cuando uno se detiene, está vacío y, al mismo tiempo, no vacío sino llenándose, como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.
–¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?
–Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere. ¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en el que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?
–Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir, cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material más prolijo. La última oportunidad son las pruebas. Uno agradece todos esos chances.
–¿Reescribe mucho?
–Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.
–¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era o qué lo obstaculizaba?
–Buscaba las palabras adecuadas.
–Thornton Wilder habla de recursos mnémonicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dice que una vez usted le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.
–Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.
–¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?
– El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.
–¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?
–Qué pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O, más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, por cierto, cuando uno está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.
–¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a una buena escritura?
–Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como el trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mayor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir.
–¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?
–No, siempre quise ser escritor.
–Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?
–No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La de él no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.
–¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.
–En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.
–Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?
–Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.
–¿Podría decirnos cuánto esfuerzo deliberado invirtió en el desarrollo de su estilo distintivo?
–Esa es una pregunta extensa y cansadora, y si uno se pasara un par de días respondiéndola, se sentiría tan autoconsciente que ya no podría escribir. Podría decir que lo que los amateurs llaman un estilo suele ser tan sólo la inevitable torpeza de alguien que intenta por primera vez hacer algo que no se ha hecho antes. Casi ningún nuevo clásico se parece a otros clásicos previos. Al principio, la gente sólo ve la torpeza. Después la torpeza ya no es tan perceptible. Cuando aparece, la gente piensa que esas muestras de torpeza son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.
–Usted me escribió una vez que las simples circunstancias en las que fueron escritas diversas obras de su ficción podían resultar instructivas. ¿Podría aplicarse eso a Los asesinos –usted dijo que lo había escrito, junto a Diez indios y Hoy es viernes, todo en un solo día– y tal vez también a su primera novela Fiesta?
–Veamos. Empecé Fiesta en Valencia, el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Mi esposa Hadley y yo habíamos ido a Valencia con tiempo para conseguir buenas entradas para la feria, que empezaba el 24 de julio. Toda la gente de mi edad ya había escrito una novela y yo todavía tenía dificultades para escribir un párrafo. Así que empecé el libro el día de mi cumpleaños, lo escribí durante la feria, a la mañana, en la cama, y fui a Madrid y seguí escribiéndolo allí. En Madrid no había feria, así que teníamos una habitación con una mesa y yo escribía con gran lujo en esa mesa, y a la vuelta de la esquina del hotel, en una cervecería del Pasaje Álvarez, donde estaba más fresco. Finalmente, se puso muy caluroso para escribir y nos fuimos a Hendaya. Allí había un hotel barato, sobre esa enorme y larga playa solitaria, y trabajé muy bien, y después fuimos a París y terminé la primera versión en el departamento que estaba sobre el aserradero, en el 113 de la calle Notre–Dame–des–Champs, seis semanas después del día que lo había empezado. Le mostré la primera versión a Nathan Asch, el novelista, quien entonces tenía un acento muy marcado, y él me dijo: Hem, ¿qué quieres decir con que has escrito una novela? Una novela, oh. Hem, eso será un libro de viaje. Nathan no me desalentó demasiado y reescribí el libro, conservando lo de viaje (era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns, en el Voralberg, en el hotel Taube. Los relatos que usted mencionó los escribí en un día, el 16 de mayo, en Madrid, cuando la nieve suspendió las lidias de toros de San Isidro. Primero escribí Los asesinos, algo que había intentado escribir antes y no lo había logrado. Después, tras el almuerzo, me metí en la cama para mantenerme abrigado y escribí Hoy es viernes. Tenía tanta energía que pensé que me volvería loco, y tenía más o menos otros seis cuentos para escribir. Así que me vestí y salí y fui hasta Fornos, el viejo café de los toreros, y tomé café y después volví y escribí Diez indios. Eso me entristeció mucho y tomé un poco de brandy y me fui a dormir. Me había olvidado de comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y carne y papas fritas y una botella de Valdepeñas. La mujer que regentaba la pensión siempre se preocupaba porque yo no comía lo suficiente y había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y bebí el Valdepeñas. El camarero dijo que me traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo pensaba escribir toda la noche. Le dije que no, que creía que me acostaría un rato. Por qué no trata de escribir uno más, me preguntó el camarero. Se supone que sólo debo escribir uno, dije yo. Tonterías, dijo él. Podría escribir seis. Lo intentaré mañana, dije. Inténtelo esta noche, dijo él. ¿Por qué cree que la señora le envió la comida? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue en realidad tonterías). Está cansado después de tres miserables cuentos. Tradúzcame uno. Déjeme tranquilo, le dije. Cómo puedo escribir si usted no me deja tranquilo. Así que me senté en la cama y bebí el Valdepeñas y pensé qué escritor condenadamente bueno sería yo si el primer cuento era tan bueno como esperaba.
–¿Usted disfruta leyendo sus propios libros... sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?
–A veces, cuando me resulta difícil escribir, los leo para levantarme el ánimo y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible.
–¿El título se le ocurre mientras está en el proceso de elaborar la historia?
–No, hago una lista de títulos después de haber terminado el relato o el libro... a veces son más de cien. Después empiezo a eliminarlos, y a veces los elimino a todos.
–¿Y hace eso también en los casos en los que el título de un relato ha sido sugerido por el mismo texto, como por ejemplo en el caso de Colinas como elefantes blancos?
–Sí. El título viene después. Encontré a una muchacha en Prunier, donde había ido a comer ostras antes del almuerzo. Sabía que ella había tenido un aborto. Me acerqué y hablamos, no sobre eso, pero en el camino a casa se me ocurrió la historia, salteé el almuerzo y me pasé esa tarde escribiéndola.
–Entonces, cuando está escribiendo, usted es constantemente un observador en busca de algo que pueda usar.
–Sin duda. Si un escritor deja de observar está terminado. Pero no debe observar conscientemente ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra a la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato. El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas y dar cuenta de cada personaje de la aldea y del proceso de cómo vivían, cómo habían nacido, cómo se habían educado, tenido hijos, etcétera. Otros escritores hacen eso de manera excelente. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho de manera satisfactoria. Así que he tratado de aprender a hacer otra cosa. Primero traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, para que después de haber leído algo, lo leído se convirtiera en parte de su propia experiencia y le pareciera que realmente había ocurrido. Es algo muy difícil de hacer y trabajé muy duramente para lograrlo. De todos modos, para no explicar cómo se hace, tuve una suerte increíble en ese momento y pude transmitir la experiencia completamente. Y pude lograr que fuera una experiencia que nadie había transmitido antes. La suerte fue que tuve un buen hombre y un buen muchacho y que últimamente los escritores se han olvidado de que todavía existen esas cosas. Después, el océano: vale tanto la pena escribir sobre el océano como sobre un hombre. Así que también fui afortunado en eso. He visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas en esa misma zona del agua y, en una oportunidad, arponeé a una de casi dieciocho metros de largo y la perdí. De modo que eso no lo cuento. No cuento ninguna de las historias que conozco sobre la aldea de pescadores. Pero ese conocimiento es lo que constituye la parte sumergida del iceberg.
–¿Puedo preguntarle en qué medida considera usted que el escritor debe involucrarse en los problemas sociopolíticos de su época?
–Cada uno tiene su propia conciencia y no debería haber reglas para el funcionamiento de la conciencia. De lo único que podemos estar seguros con respecto a un escritor politizado es que, si su obra dura, uno tendrá que pasar por alto la política cuando lo lea. Muchos de los escritores llamados políticamente comprometidos cambian sus ideas políticas frecuentemente. Esto les resulta muy excitante, a ellos y a los reseñistas político–literarios. A veces hasta deben reescribir sus puntos de vista… y apresuradamente. Tal vez todos eso pueda respetarse considerando que es una forma de búsqueda de la felicidad.
–¿Diría que alguna vez hay una intención didáctica en su obra?
–Didáctica es una palabra que ha sido mal utilizada y arruinada. Muerte en la tarde es un libro instructivo.
–Se ha dicho que un escritor sólo trata una o dos ideas en toda su obra. ¿Usted diría que su obra refleja una o dos ideas? Bien, tal vez sería mejor expresarlo de esta manera: Graham Greene dijo en una de estas entrevistas que una pasión regente da a todo un anaquel de novelas la unidad de un sistema. Usted mismo ha dicho, según creo, que las grandes obras se producen a partir de un sentimiento de injusticia. ¿Considera que es importante que un novelista sea dominado de ese modo… por algún sentimiento tan intenso?
–El señor Greeene tiene una facilidad para hacer afirmaciones que yo no poseo. A mí me resultaría imposible hacer generalizaciones sobre un anaquel de novelas o sobre una bandada de patos o una manada de caballos. No obstante, intentaré una generalización. El escritor que carezca de sentido de la justicia y de la injusticia haría mejor en dedicarse a editar el anuario de una escuela de chicos excepcionales en vez de escribir novelas. Otra generalización. Ya ve, no son tan difíciles cuando son suficientemente obvias. El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido.
–Finalmente, una pregunta fundamental: ¿cuál cree usted que es la función de su arte? ¿Por qué una representación de los hechos en vez de los hechos mismos?
–¿Por qué preocuparse por eso? A partir de las cosas que han ocurrido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno sabe y de todas aquellas que no puede saber, uno hace algo por medio de la invención, algo que no es una representación sino una cosa nueva más real que cualquier otra real y viva, y uno le da vida, y si la hace suficientemente bien, también le da inmortalidad. Por eso uno escribe.
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Tomado de la excelente revista literaria electrónica La Inmaculada Decepción, del poeta chileno Hugo Vera Miranda, quien reside en Puerto Natale, la muy austral ciudad de su nacimiento. Quienes deseen conocer este blog, están invitados a hacer clic en la dirección siguiente:
http://inmaculadadecepcion.blogspot.com