sábado, 19 de enero de 2008

Este número es muy escueto: apenas un cuento inédito mío. Tal brevedad se debe a que trabajo a marcha forzada en una colección de libros que apenas me deja tiempo para entrar a Internet cada tres o cuatro días. Y, aunque doy con buenos textos, se me dificulta revisarlos y limpiarlos de erratas para su edición aquí. Sin embargo, espero que la semana que viene mi tiempo libre no sea tan parco y pueda retornar a la presentación normal. Gracias de antemano por la comprensión.
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DESEO CONCEDIDO


Una mañana de hace bastantes años, mi abuelo Eloy estaba conversando con una señora cuya nevera debía reparar.
Mi abuelo era electricista de los buenos, no de los que sólo saben cobrar y dejan las casas con cortocircuitos, un enredo de cables y tomacorrientes que se despegan de la pared.
La señora tenía varios loros en una jaula grande y, viéndolos, el abuelo dijo:
–A mí me gustaría tener un loro en la casa, porque un loro es un animal que, si uno lo enseña, puede aprender a hablar y hasta a cantar.
–Son muy divertidos cuando hablan –completó la señora.
Esa misma tarde, en casa del abuelo, pasó algo raro: un loro que, a kilómetros, se veía que había escapado de algún lugar cercano, entró por una ventana.
El abuelo estaba leyendo el periódico y, al ver al loro, recordó lo que había dicho esa mañana.
Sigilosamente, dejó el periódico sobre el mueble y se acercó al loro. Con un movimiento rápido, lo atrapó.
Pero el loro era muy manso y no opuso ninguna resistencia.
–¡Matilde, ven un momento! –llamó el abuelo a mamá, que entonces vivía con él y con tía Leonor. Las dos estaban solteras.
Cuando mamá vio al loro, se enterneció y se lo quitó al abuelo.
–¡Qué lindo lorito! –dijo.
Para que el loro no volviera a escaparse, abuelo Eloy cerró todas las ventanas y salió a comprarle una jaula.
Cuando el abuelo volvió, lo metió en la jaula y el loro se quedó allí, como si esa siempre hubiera sido su casa.
–Papá –le preguntó mamá al rato–, ¿qué te parece si lo llamamos Loreto? ¿Verdad que tiene cara de llamarse Loreto?
–Es cierto: tiene cara de Loreto.
Cuando tía Leonor llegó esa noche de dar clases y supo que la casa tenía un nuevo habitante se contentó mucho y también estuvo de acuerdo en llamarlo Loreto.
Pero, a la mañana siguiente, cuando el abuelo estaba desayunando, se le quedó viendo a Loreto y, mientras más lo veía, más rabia sentía.
Mamá se dio cuenta del cambio de humor de abuelo Eloy y le preguntó:
–Papá, ¿qué te pasa?–¡Es que –contestó el abuelo, conteniendo a duras penas su furia–, me acabo de dar cuenta de que ayer Dios me concedió un deseo y yo lo malgasté en un loro!

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